Si alguna vez he tenido la tentación de desear el fin del mundo (no el final físico último de este planeta sino el colapso definitivo de la civilización, para hacer borrón y cuenta nueva con los que quedáramos después de la catástrofe de turno) se me quitaron todas las ganas de aspirar a vivirlo (y a sobrevivirlo) tras digerir la indigerible historia que relata Cormac McCarthy en The Road (La carretera), un auténtico monumento al más devastador de los nihilismos. Los acomplejados compradores de bunkers subterráneos donde acumulan comida y agua para sobrevivir a una guerra nuclear cada vez más próxima, los milicianos de Michigan que se entrenan en los bosques de su pueblo para poder defenderse de la segura invasión protagonizada por los cascos azules desplegados con el visto bueno del satánico Barack Obama y tantos otros creyentes en una de las religiones de moda, la Fe Apocalíptica, se preparan sólo para afrontar el día después de la Catástrofe con mayúsculas, sea cual sea, pero tengo para mí que no han extrapolado las consecuencias más a largo plazo. Quiero decir: cuando se les terminen las reservas de comida enlatada, agua en bidones y munición para las armas.
Como sabe cualquier buen lector de Conan el Bárbaro tras estudiar el paso desde la época hiboria a la época histórica, el tránsito entre una vieja civilización que se desmorona y una nueva civilización que viene a tomarle el relevo resulta traumático siempre, por sistema, y lo único a lo que puede aspirar el homo sapiens es a que sea lo más breve posible... Dejando aparte al cimmerio creado por Robert E. Howard, tenemos multitud de ejemplos de lo duras que son esas transiciones. Por ejemplo, en la Edad Media, que tantos neófitos se imaginan como una simple sucesión de torneos con caballeros bien armados y coloridamente vestidos ofreciendo sus triunfos a damas galantes y muy limpitas..., cuando para la mayor parte de los que la vivieron supuso una durísima existencia expuesta a todo tipo de ataques de soldados, bandidos y bestias salvajes, en condiciones higiénicas lamentables, con una choza construida por uno mismo como único refugio y en la que desconocían no ya cuántas veces comerían a diario sino siquiera si comerían aunque fuera una sola vez cada 24 horas. Transiciones de este tipo sí que eran crisis y no lo que estamos sufriendo en la actualidad.
Una de las escenas más terribles del relato es aquélla en la que el padre y el hijo, que protagonizan un desesperante deambular por una carretera que nadie sabe a dónde va exactamente, descubren una propiedad en la que un grupo de supervivientes posee, en el sótano de la casa, una reserva alimenticia muy peculiar: otros supervivientes a los que capturan y encierran allí para ir matándolos, descuartizándolos y comiéndoselos a medida que se les acaban las provisiones. Porque lo peor tras un fin del mundo de éstos es cómo poner en marcha de nuevo la maquinaria del día a día. La inmensa masa de urbanitas tecnológicos estamos tan acostumbrados a ir al supermercado y tirar de "cocina rápida" en el microondas o de latas, comiendo siempre que nos apetezca y lo que nos apetezca, que de pronto tener que plantearnos el hecho de buscar alimento cada día (¿cómo se caza, sobre todo cuando uno no tiene armas? ¿qué hay que hacer para cultivar verduras? ¿cuál es la forma de ordeñar una oveja o una vaca? ¿de qué manera se prepara un anzuelo para pescar? ¿cómo se obtiene agua potable para beber si no hay un grifo cerca? ¿cómo encendemos un fuego sin cerillas o un mechero?) se convertiría en un desafío muy difícil de resolver. En nuestras ciudades modernas hay demasiados niños (y adultos) que, por poner un ejemplo, no han visto jamás un cordero y mucho menos cómo se le sacrifica y se le descuartiza para obtener las sabrosas chuletitas de palo. Las iniciativas educativas para visitar granjas escuela o ciudadanas para potenciar los huertos urbanos son todavía demasiado pobres.
Si la Catástrofe destruyera nuestras ciudades y los supervivientes fuéramos obligados a vivir de nuevo en el campo librados a nuestras habilidades no tardaríamos en caer como moscas. Y eso por no citar otros puntos interesantes que tampoco controlamos como por ejemplo: ¿cómo se construye un refugio? ¿Cómo se confecciona una prenda de abrigo? ¿Cómo se cura una fractura? Incluso ¿cómo se corta el pelo? Y tantos otros "¿cómo?" que convierten a las generaciones actuales, tan hábiles en el manejo de ordenadores y teléfonos móviles, en las más inútiles de la Historia desde el punto de vista manual. Para hacernos una ligera idea de la mortandad que sobrevendría en ese mundo postapocalíptico, pensemos que sólo entre octubre de 2010 y septiembre de 2012 y sólo en la zona de Somalia, murieron unas 258.000 presonas víctimas de la hambruna, según el estudio facilitado esta misma semana por varias agencias de la ONU junto con la norteamericana USAID. Y eso en un mundo como el actual, medianamente organizado y con despliegue de organizaciones de asistencia..., y con un pueblo como el somalí, para su desgracia acostumbrado a las penurias. Imaginemos el escenario con los acomodados y anestesiados occidentales como protagonistas.
En un caos de este tipo, el canibalismo no sería una opción extrema, sino la más corriente, consecuencia de la ley del más fuerte. Y lo más preocupante es que en los últimos tiempos se han multiplicado las informaciones acerca del creciente número de aficionados a devorar a sus congéneres. A finales del año pasado fue detenido en Nueva York un policía llamado Gilberto Valle que se dedicaba a extraer informaciones de las bases de datos de la propia Policía para elaborar su propio archivo con un centenar de mujeres a las que planeó secuestrar para violarlas primero, matarlas después y cocinarlas para rematar la jugada. Por fortuna, el tipo fue detenido antes de empezar a aplicar su plan. Pocos meses antes era detenido otro individuo llamado Luka Rocco Magnotta (en realidad, éste es su alias artístico ya que su nombre original es Eric Clinton Kirk Newman), actor porno de profesión y conocido por el descriptivo nombre de "el descuartizador de Canadá" tras asesinar y descuartizar al menos a un estudiante chino ante una cámara en un video snuff que luego colgó en
Internet. Y aún antes, en la primavera de 2012 y en el norte de Brasil, la Policía detenía a otros tres monstruos acusados de asesinar, descuartizar y comerse a sus víctimas: al menos tres mujeres. Incluso llegaron a vender empanadas rellenas con carne humana tras recoger sus experiencias en una serie de notas que les fueron encontradas en su domicilio. Dos de ellos, Jorge Beltrao Negromonte da Silveira y su esposa Isabel Cristina Pires da Silveira (los que aparecen a la derecha de la foto) incluso habían filmado una película casera de terror de casi una hora de duración que naturalmente incluía escenas de canibalismo. La tercera caníbal, a su lado, es Bruna Cristina da Silva. Un cuarto caso, de los más conocidos durante el último año, nos lleva hasta la India donde varios cientos de trabajadores de una plantación de té del estado de Assam protagonizaron una revuelta en el curso de la cual asesinaron brutalmente al dueño y a su esposa y quemaron su casa. Al menos cinco de aquellos bárbaros comieron carne de las víctimas.
Y éstos son sólo algunos de los muchos casos que recogen las páginas de sucesos con mayor o menor pudor reconociendo la existencia de una corriente (aun subterránea, real) de aficionados al canibalismo en las sociedades "desarrolladas" del siglo XXI . Tan extendida está que en el verano de 2010 se montó un gran escándalo en Alemania cuando apareció un anuncio en Internet adelantando la apertura en Berlín capital de un restaurante llamado Flimé que incluiría especialidades caníbales en su menú..., siempre que consiguieran los suficientes donantes para poder preparar los platos. En su web, los responsables de la iniciativa encabezados por su propietario el brasileño Eduardo Amado pedían voluntarios y facilitaban un documento que cada donante potencial debería rellenar con sus datos personales antes de presentarse en el establecimiento. También afirmaban que una vez superada "una revisión médica, usted mismo decidirá qué parte de su cuerpo está dispuesto a donar". Después, Flimé asumiría los gastos hospitalarios así como los de "un cirujano sin prejuicios" a cambio de recibir finalmente la carne humana, que se prepararía de acuerdo con la cocina de la cultura wari, un pueblo indígena caníbal del Amazonas, en combinación con otras recetas clásicas de Brasil de manera que los clientes pudieran disfrutar de "especialidades de aroma y sabor inolvidables, que llegarán a
entusiasmarle"... El 8 de septiembre de 2010, fecha en la que se anunció se desvelaría la dirección concreta del restaurante, la web reveló que todo había sido una campaña publicitaria de la Asociación Alemana de Vegetarianos, VEBU, con el objetivo de "sensibilizar contra el consumo de carne de animales como alimento". La asociación justificaba el montaje con argumentos como que "cada pedazo de carne (animal) es (como) un pedazo de cuerpo humano". La Policía y las autoridades sanitarias, y el público en general, respiró aliviado. Todo había sido un cuento de mal gusto, después de todo. Pero lo inquietante del asunto es que tenía visos de veracidad: que era lo bastante creíble como para dar por hecho que algo así se podía llevar a cabo.
Así que la próxima vez que alguna mujer me eche un piropo del estilo de "Estás para comerte" (si es que queda alguien con el gusto suficiente para decirme eso), me cuidaré muy mucho de volver a quedarme a solas con ella. En todo caso, ante la perspectiva de que finalmente acabe llegando la sobada Catástrofe, creo que acabaré imitando al Archivero Mayor del Cotolengo de Santa Eduvigis. En cierta ocasión, este venerable caballero me dijo que si le tocaba vivir el Apocalipsis lo último que haría sería salir corriendo:
- Simplemente me serviría un whisky con hielo, mi bebida favorita, y me sentaría en un sofá a disfrutar del espectáculo -concluyó.
Para mí, un vodka con dos piedras de hielo, por favor.
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