Hay palabras que se definen a sí mismas. Por ejemplo, impuesto. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se trata de un "tributo que se exige en función de la capacidad económica de los obligados a su pago". Es decir, un tributo puesto a la fuerza, impuesto. Puede ser directo, gravando a la persona sobre su riqueza (por ejemplo, el dinero que cobra por su trabajo o los bienes que posee) o bien indirecto (el que se cobra por el consumo de determinados productos). La tercera acepción en este diccionario es el denominado "impuesto revolucionario", que define como "sistema montado por una organización terrorista para financiarse mediante extorsión y amenazas". Es curioso percatarse de que, si en la anterior definición suprimiéramos el adjetivo "terrorista", el resultado podría muy bien aplicarse al impuesto corriente de un Estado. Pero un gobierno no utiliza extorsión y amenazas para cobrar impuestos, hombre..., podría argumentar alguien. ¿Cómo que no? El que no paga impuestos, corre el riesgo inmediato de perder sus bienes y/o ir directamente a la cárcel. El mismísimo Al Capone, gangster malvado donde los hubiera, no acabó en prisión por ninguno de sus múltiples y turbios negocios relacionados con la prostitución, el juego ilegal, la venta clandestina de alcohol, los asesinatos de conveniencia o la fundación del Sindicato del Crimen..., sino por evasión de impuestos.
En ese sentido, es preciso recordar que en algunas definiciones del concepto se asegura que una de las características del impuesto es que "no requiere una contraprestación directa o determinada por parte de la administración hacendaria" y que en la mayoría de las legislaciones nacionales surgen "exclusivamente por la potestad tributaria del Estado, con el objetivo principal de financiar sus gastos". Es decir, que los impuestos existen no porque sean estrictamente necesarios, sino porque los rectores del Estado
deciden que lo son. Sí, es verdad que parecen necesarios porque gracias a ellos se financia la construcción de infraestructuras como carreteras o aeropuertos y se presta una serie de servicios como la sanidad, la educación o la defensa (aunque en ocasiones se imponen por otras causas, como por ejemplo desalentar una actividad económica concreta y fomentar otra), pero también es cierto que los impuestos, en diversas épocas del pasado, no fueron necesarios para mantener al Estado porque para ello bastaba con los ingresos, bien gestionados, que generaban las empresas públicas a través de distintos monopolios de productos básicos..., como por ejemplo sucedía en Alemania en la época del canciller Bismarck. O en otras épocas, en otros países, donde la destrucción del tejido de las empresas públicas rentables para repartirlas convenientemente privatizadas entre los amiguetes de los dirigentes, una responsabilidad de sucesivos gobiernos europeos durante decenios, privó a los Estados de su sustento natural y condujo a la normalización de la fiscalidad pública, o sea, a aplicar impuestos por todo aquello que se le ocurriera al ministro o responsable de turno.
La ambición, el narcisismo y la estupidez de reyes y gobernantes (deseosos de gastar más dinero del que tenían en sus guerras, orgías o caprichos), sumado todo ello a las malas artes y al ansia de poder personal de un determinado tipo de financieros (que supieron colocarse como asesores y prestamistas de los primeros), empeoró aún más las cosas. La obligación de pagar impuestos se aplicó con la excusa del sostenimiento del Estado desde el punto de vista político (por ejemplo en el mundo contemporáneo) o teológico (en los imperios antiguos). Más allá del puro mantenimiento de las estructuras estatales, la aplicación progresiva del interés o usura convirtió los impuestos en algo imprescindible pues pronto fue necesario recaudar dinero no ya para satisfacer las ocurrencias de los mandatarios, sino sólo para pagar los intereses por el dinero prestado originalmente.
Un estudio de la plataforma Civismo, presentado hace unos días en Madrid, cifra en 130 días (es decir ¡¡¡más de un tercio del año!!!) el tiempo que cada uno de los ciudadanos normales debe trabajar para el Estado anualmente. Lo distribuyen de esta manera: 54 días para para pagar el IRPF o impuesto sobre la Renta, 32 para el IVA, 23 para la Seguridad Social, 14 para los impuestos especiales y 7 para otros impuestos. ¿Quién dijo que la esclavitud había sido
abolida? Está calculado desde hace tiempo que en la Edad Media, los impuestos que debían abonar los siervos a los señores feudales a cambio de su "protección" eran precisamente de un tercio de su riqueza así que ¿ha cambiado algo en los últimos siglos? El "Día de la Liberación Fiscal" o jornada en la que el ciudadano corriente ha generado suficientes ingresos para pagar todas sus obligaciones fiscales (la media está en algo menos de 8.700 euros por cabeza) está en estos momentos en el 10 de mayo, según los miembros de esta plataforma, que está constituida por economistas reconocidos como Pedro Schwartz, Carlos Espinosa de los Monteros o Juan José Toribio. Claro que si se tiene en cuenta las contribuciones de la empresa a la Seguridad Social, en realidad, deberíamos hablar de... ¡¡¡184 días!!! y retrasar la "liberación" hasta el 3 de julio. El documento de Civismo aporta otras cifras interesantes. Por ejemplo, que la renta media española está gravada al mismo nivel que la de los países escandinavos. En contra de la creencia popular de que se paga más impuestos en el norte de Europa, resulta que el tipo máximo del IRPF en España, el 56% es el segundo más alto de toda la Unión Europea, sólo por detrás del de Suecia, con un 56,6%. Ahora, que venga cualquier insensato de la clase política a decirme que la austeridad implica subir (más) los impuestos.
El problema radica, naturalmente, en la corrupción del concepto "dinero". Ya Mac Namara nos contó acerca de este asunto en varias ocasiones anteriores, pero no es el único... Hace unos años, la doctora Margrit Kennedy escribió un libro tan interesante como su título: Dinero sin inflación ni tasas de interés. No es un texto especialmente popular, ni se habla de él a menudo, ni por supuesto fue bien publicitado como sucede por lo general con las obras de este tipo. ¿Por qué? Porque sirve para aclarar muchos conceptos que el sistema mantiene confusos a propósito para mejor manejar a los ciudadanos ignorantes de los hilos que manejan sus vidas, que son la inmensa mayoría. Entre otras cosas, el libro describe algunas creencias erróneas pero muy extendidas acerca del dinero. Por ejemplo, que sólo pagamos intereses cuando solicitamos un préstamo bancario... Pues no. La realidad es que estamos pagando intereses cada vez que adquirimos o consumimos cualquier cosa: al comprar una camisa, al encender la luz de casa, al comer en la tasca de al lado de casa, al subir al autobús... Todo está gravado financieramente. En ocasiones, varias veces (y de manera tan escandalosa como, por alguna extraña razón, nunca protestada...; como sucede en Madrid, cuyo Ayuntamiento ya cobraba una tasa por recoger las basuras y hace pocos años impuso otra por el mismo concepto pero explicado de manera diferente..., y no ha habido protesta alguna). O, por poner otro ejemplo, que la inflación es normal en una economía libre de mercado (de hecho, la inflación debería ser un signo de una economía enferma o sometida a presiones en su producción: aceptar como algo "normal" que los precios suban por sistema, no ya de un año para otro sino de un mes para otro, sin una razón real, indica lo analfabetos que somos sobre la realidad financiera que esclaviza a Occidente y lo criminales que son aquéllos que dicen gobernarnos y que en realidad están sometidos a los sinvergüenzas que exigen el mantenimiento del actual sistema).
A finales del siglo XIX, el economista y empresario germanoargentino Silvio Gessell ya defendió en otro libro aún más interesante, El orden económico natural, la posibilidad de tener una moneda libre de la inflación y del interés (éste es el verdadero cáncer de nuestro mundo contemporáneo: el interés o usura impuesto por las grandes familias bancarias, que ha corrompido la definición original del dinero como simple medio de pago para convertirlo, de forma demencial, en un bien en sí mismo). Gessell defendía la imposición de una pequeña tasa a las personas que tuviesen mucho dinero en su poder si lo mantenían fuera de la economía (por ejemplo, en cuentas secretas de Suiza). De esta manera, se incentivaría una mayor circulación de efectivo real en el sistema económico y éste funcionaría mucho mejor evitándose sin ir más lejos los riesgos de depresión. Gessell sabía de lo que hablaba, como prueba su "predicción" publicada en un artículo de un diario berlinés al poco de terminada la Primera Guerra Mundial. Allí advirtió de que "a pesar de la promesa sagrada que todos hacen en este momento de que la guerra será desterrada para siempre (...) debo decir esto: si continúa operando el actual sistema monetario basado en el interés y el interés compuesto, me atrevo a predecir que en menos de veinticinco años estaremos sumidos de nuevo en otra guerra y será peor que la anterior". Dejó claro que si no se le hacía caso, "las actividades económicas descenderán y un número cada vez mayor de desempleados recorrerá las calles" a lo que habría que sumar que en las masas descontentas crecerían las ideas "extremas y revolucionarias y proliferará la planta venenosa llamada supernacionalismo. Ninguna nación tendrá comprensión por la otra y el resultado, inevitable, será una nueva guerra".
No fue necesario esperar los susodichos veinticinco años porque mucho antes el paro provocado por la miseria económica generada a su vez por el interés, sumado al "supernacionalismo" encarnado por el partido nacionalsocialista dio lugar a los resultados electorales de 1933 que condujeron a Adolf Hitler al poder. Y, pocos años más tarde, la "falta de comprensión" entre naciones, atizada por intereses financieros, generaba la Segunda Guerra Mundial, la más grande y criminal sangría de la Historia conocida... Lamentablemente, de aquel conflicto salió vencedor el mismo sistema financiero que lo hizo tras la Primera Guerra Mundial, así que el resultado posterior ha sido también el mismo, sólo que en lugar de concentrarse en Europa y en algunos puntos de Asia como había sucedido en la primera mitad del siglo XX (con lo cual los occidentales vivimos en el autoengaño de que esta vez sería diferente), la guerra se desparramó por todo el planeta en decenas de conflictos, unos más publicitados que otros pero todos ellos crueles y demoledores para los países que los han sufrido..., y a día de hoy siguen sufriéndolos. ¿Llegaremos a ver el Día de la Liberación Fiscal Total? Nunca, con el actual sistema financiero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario