Conocí a Rose en aquel estúpido viaje en barco, cuando partimos desde Southampton, en Inglaterra. Nos caímos muy bien desde el principio. Ambos éramos jóvenes, atractivos, aventureros y alocados. Ambos teníamos problemas de dinero, aunque yo eso no lo sabía. Quiero decir, yo era pobre como una rata y viajaba en tercera clase con un billete ganado al poker, pero supuse que ella no tenía que preocuparse de nada, puesto que iba en primera clase con su madre, una dama de alta sociedad, y además estaba prometida a un tipo estirado y podrido de dólares, de una de las familias más ricas de Pittsburgh. Rose no estaba muy bien de la cabeza. Debí suponerlo desde la primera noche, cuando la salvé del suicidio. Intentó arrojarse por la borda para poner fin a su vida de una forma un tanto melodramática, pero yo la agarré a tiempo y logré devolverla a cubierta. Ahora que lo pienso, debí haberla dejado hacer y me habría ahorrado muchos problemas: buena prueba de que no le gustaba mucho el agua y de que de hecho nunca se había bañado en el mar era el hecho de que pensara en quitarse la vida ahogándose en las aguas del Atlántico norte, con lo frías que están... Pero me dijo que no le encontraba aliciente a la vida y que no tenía ganas de seguir en este mundo así que traté de animarla llevándomela a una fiesta que organizaban unos irlandeses en la zona de tercera clase.
Cuando se enteró de que me ganaba la vida dibujando, insistió en que le hiciera un retrato completamente desnuda junto a una joya que le había regalado su prometido. Eso hice, ingenuo de mí, y Rose se excitó tanto que acabó llevándome a una sala de carga donde me exprimió sexualmente hasta que no pude más. Sí, lo pasé muy bien, tengo que reconocerlo, pero me dejó exhausto: la chica era una verdadera máquina del amor... Luego me planteó sus intenciones. Estaba locamente enamorada de mí, así que dijo que lo que debíamos hacer en cuanto llegáramos a puerto era fugarnos juntos con la billetera del estirado de Pitsburgh y la joya, para vivir en medio de la abundancia y la felicidad. Eh..., sonaba muy bien. En aquel momento no me pareció mala idea.
Luego el barco en el que viajábamos se encontró con aquella zona de icebergs y pasó lo que pasó: una de las montañas de hielo rozó el casco de la nave justo cuando su prometido y otro grupo de ricachones estaban asomados en cubierta para contemplar el espectáculo. Todos ellos cayeron al agua y murieron en pocos minutos, congelados y ahogados. El barco no sufrió daño alguno aparte de algunos arañazos y consiguió llegar a Nueva York. Todo iba según lo previsto, gracias al destino. Rose y yo nos fugamos, abandonando a su madre y al resto de los conocidos y nos instalamos en la gran ciudad neoyorkina, donde nos casamos por el rito mormón porque fue lo más rápido que encontramos. Nos instalamos en un pequeño apartamento y ahí nos dedicamos a vivir la vida.
Tuvimos los gemelos casi de inmediato. Al principio pensé que eran míos pero en realidad, ella ya estaba embarazada cuando me la encontré y yo no lo sabía. Los hijos eran de un camarero ruso del barco en el que llegamos a Estados Unidos, Dimitri. Por eso había intentado suicidarse la primera noche, porque después de acostarse con ella, Dimitri le había revelado que tenía esposa y cuatro hijos y no había querido continuar relacionándose con Rose y ella se había deprimido mucho. Vaya con Rose. Por cierto que Dimitri no era ni
mucho menos su primer hombre: ya para entonces poseía una larga lista de amantes..., que se vio incrementada durante su embarazo. Aunque me enteré mucho más tarde, me engañó que yo sepa con al menos Joe el de la tienda de ultramarinos, Maverick el de la lechería y Abe el banquero. Y seguro que con alguno más. Le iba la marcha: eso sí se puede decir de ella. Nos gastamos el dinero con bastante rapidez, y no sólo por su lujoso tren de vida: confieso que siempre me ha gustado demasiado el poker. Y luego estaban las preciosas bailarinas de la casa de Madame Kitty... En fin, para cuando nacieron los gemelos volvíamos a ser pobres. Paupérrimos.
Una tarde volviendo del bar donde había estado matando el tiempo ahogando mis penas en alcohol como casi cada día me encontré a Rose en brazos de nuestro vecino Isaac. Bueno, no exactamente en brazos... Mejor no comentaré la postura en la que me los encontré porque me pareció bastante..., rara. El caso es que enloquecí y les ataqué, presa de la ira. Sí, me los cargué a los dos en ese momento. Qué quiere..., estaba ya harto de todo y de todos. Así que los maté de un modo ciertamente sangriento y luego me senté a esperar a la Policía, mientras los gemelos berreaban. Y éste es un pequeño resumen de la historia.
Ahora, mientras espero que llegue el día fijado para la ejecución, el día en el que me sentaré en la silla eléctrica para no volver a ponerme de pie, pienso que la vida es bastante injusta. Que hubiera sido mejor, más bonito, que hubiéramos muerto durante el viaje en el que nos conocimos, cuando aún éramos jóvenes e inocentes. Bueno, cuando yo era inocente, porque Rose tenía un furor uterino un tanto particular..., ya le digo. Pero ¿no hubiera sido más romántico que, no sé, el barco chocara con el iceberg aquel por culpa del cual murió su prometido de Pittsburgh, y se hubiera hundido, y hubiéramos perecido allí en el mar? Al menos que hubiera muerto yo, en plan heroico, mientras la salvaba a ella. Quizá la gente hubiera tenido un mejor recuerdo de mí. Quizá mi vida habría tenido algún sentido...
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