Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 10 de enero de 2011

Se acabó lo bueno

 Las vacaciones se acaban enseguida, incluso para los dioses. Véase la muestra: estaba yo tan ricamente meditando a la sombra de los viejos templos de Kemet cuando un diminuto ayudante de Mercurio se presentó, con sus pequeñas alas en los pies y su caduceo portátil, y se puso a darme pataditas en esa innoble parte del cuerpo donde termina la espalda para sacarme del trance y llamar mi atención. "Vamos, gandul, muévete, que es la hora de volver", graznaba una y otra vez martirizando mis oídos. Antigüamente, era el propio Mercurio el encargado de avisar uno a uno a los alumnos de la Universidad de Dios pero en los últimos años y tras mucho quejarse al Rectorado por, en su opinión, "el excesivo incremento de estudiantes aspirantes a la divinidad", logró un permiso para formar un equipo de ayudantes que le permitieran cumplir mejor su labor. La idea era echar mano de media docena de entes aéreos, unos cuantos silfos o sílfides, supongo, para repartirse la labor y hacerla más llevadera. En realidad, lo que ha hecho ha sido reclutar a cerca de un centenar de estos quisquillosos espíritus aéreos, organizarlos en cuadrillas y mandarlos por el mundo adelante con los correspondientes encargos..., mientras el propio Mercurio se dedica a descansar en el Olimpo, bebiendo copa tras copa de ambrosía. Pero, claro, cualquiera le dice nada, teniendo en cuenta las influencias que maneja en diversos estamentos divinos.

El caso es que mi descanso de fin de año terminó y tuve que ponerme a preparar de nuevo el petate, aunque esta vez para regresar a la Universidad de Dios. Esto de viajar está muy bien, a mí me gusta mucho y en cuanto tengo unos días libres me pierdo por el mundo adelante, pero tiene una parte irritante y es la de hacer el equipaje. Un dios (aunque esté en Segundo de carrera) necesita llevar encima muchas cosas porque nunca se sabe cuándo tiene que emplear alguno de sus poderes en una misión inesperada. Y, si bien nuestros petates mágicos permiten guardar en un espacio reducido cantidades ingentes de libros arcanos, instrumentos alquímicos, vestiduras consagradas y otros elementos útiles para circunstancias extraordinarias, no deja de ser un aburrimiento y un cansancio tonto ordenar todo esto para transportarlo de un lado a otro. Sobre todo cuando se trata de regresar a la vida normal (por llamarla de algún modo). "Te fastidias y ejercitas la paciencia que es la madre de la ciencia, gandul", repetía el geniecillo aéreo de la franquicia mercurial mientras yo resoplaba recogiendo todas mis cosas. No me dejó en paz y se largó a molestar a otro hasta que no me puse al fin a caminar de regreso a la Universidad de Dios.


Durante un rato estuve pensando presentar un formulario de queja por la actitud de este silfo en particular y de todos ellos en general, porque no es la primera vez que sufro sus pinchacitos cuando me tienen que comunicar algo y esperan una reacción inmediata a su mensaje. Sin embargo, enseguida deseché esta posibilidad por dos motivos. En primer lugar, por la posición de Mercurio en el escalafón. Ningún comité de revisión de quejas iba a dar más crédito a un simple alumno de los cursos inferiores que a un enviado especial de este dios. Y en segundo lugar, y más importante, porque después de todo estos maleducados espíritus etéreos no son otra cosa que despertadores y hay que reconocer que los despertadores son siempre antipáticos: ¡a nadie le gusta que le despierten de un buen sueño, y pese a todo a veces en ello le va a uno la vida!

Así que me resigné a mi suerte e hice el resto del camino sin protestas de ningún tipo. Eso sí, una de las cosas sobre las que fui meditando mientras regresaba es en la cantidad de seres extraordinarios que pueblan el mundo, aunque para la mayoría de las personas suelan pasar inadvertidos porque circulan por ahí con los ojos cerrados (las personas, no los seres extraordinarios). No es mi caso, pues por razones evidentes tengo que pasar bastante tiempo trabajando con "tipos raros" y ya estoy acostumbrado a detectarlos: desde mi gato parlanchín y conspiranoico hasta mis peculiares profesores universitarios tan iluminados como iluminadores. Pero a menudo se cruzan en nuestro camino aparentes seres humanos que ciertamente no lo son. Se trata de máscaras, simples personajes de apariencia humana que sirven para esconder a fuerzas poderosas que tratan de incidir en nuestros actos, orientarlos en algún sentido al facilitarnos información..., o mentiras. Algunas de estas fuerzas son beneficiosas y tratan de protegernos, otras son perjudiciales e intentan alimentarse de nosotros. Mitologías y leyendas de todos los pueblos y de todas las épocas cuentan cómo suelen actuar y cuál es el resultado de hacerles caso o no.

Recuerdo ahora una de esas historias. Trata de un hombre cuyas tierras sufren una devastadora inundación por culpa de unas lluvias insistentes y recibe la visita de un vecino, que le alerta:

- Amigo, las aguas pronto cubrirán todo el valle. Ven conmigo, súbete a mi burro y escapemos juntos hacia las tierras altas para no perecer.

- Ni pensarlo -contesta el tipo con arrogancia-. No voy a abandonar mi hermosa y próspera propiedad, que tanto trabajo me ha costado edificar, por culpa de unas simples tormentas. Además, soy un devoto seguidor de los dioses: todos los días les rezo, le dedico incienso y les presento ofrendas. Ellos me salvarán en caso de emergencia.

El vecino se encoge de hombros y se marcha. No obstante, las lluvias arrecian y pocas horas más tarde el río cercano, completamente desbordado, inunda el jardín y el piso bajo de la casa. El hombre sube al primer piso y mientras está allí, asomado a la ventana, aparece otro vecino en una canoa.

- Estás de suerte, porque no pensaba pasar por aquí. Tengo sitio en mi canoa: sube y te llevaré hasta las tierras altas. Allí podremos ponernos a salvo hasta que baje el nivel del agua.

- ¡No! Me niego a abandonar mi casa, por mucho que siga lloviendo. Y sabe que los dioses me salvarán si corro realmente peligro: soy su más fiel devoto.

El segundo vecino le mira perplejo pero decide no perder más el tiempo y también se marcha. Sigue lloviendo y la inundación es tan tremenda que acaba sumergiendo toda la casa. Ahora el hombre está sentado sobre el tejado, que es la única parte de la edificación que sobresale en el inmenso lago en el que se ha convertido el valle. En ese instante trágico aparece una balsa con varios vecinos a bordo. La balsa es amplia y llevan diversos fardos e incluso algún animal.

- Sube deprisa -le dicen al hombre-. El desastre es terrible. Somos los últimos seres humanos vivos en toda la comarca y lo que ves sobre la balsa es lo único que hemos podido salvar de las inundaciones. Vamos hacia las tierras altas, porque detrás de nosotros no queda sino muerte, ruina y desolación.

- ¡He dicho que no me muevo de aquí! ¡Largáos! -les grita, arrojándoles incluso alguna de las tejas desprendidas del tejado- En todo el valle, ni en todo el país, existe un más ferviente adorador de los dioses que yo, un hombre más religioso y espiritual, más piadoso y más respetuoso con todas las divinidades. Aunque la situación pueda parecer dramática, yo todavía confío en mis dioses. Ellos me salvarán, si es que de verdad tengo riesgo de perder la vida...

Los vecinos de la balsa se alejan, comentando entre ellos la locura que parece haberse apoderado del hombre. Poco después, el nivel del agua sube por encima del tejado y sumerge por completo la casa. 

El hombre se ahoga y muere.

Tras fallecer, el espíritu del hombre comparece en el Otro Mundo ante los dioses. Se presenta ante ellos indignado, rojo de ira y sin importarle el hecho de que quienes tiene ante sí son auténticas dignidades cósmicas, muy por encima de él, como humano. Se planta delante y tras dedicarles una sarta de insultos concluye:

-... ¡Me habéis engañado, mentido y estafado! A pesar de que yo os rezaba varias veces al día, quemaba inciensos por vosotros, os ofrecía todo tipo de sacrificios, os consagraba mi vida y mis propiedades, llegaron las inundaciones y me abanonasteis: dejasteis que muriera ahogado como un perro, en lugar de salvarme.

Entonces, uno de los dioses, sonriendo, le interrumpe y pregunta:

- ¿De qué hablas? Precisamente porque eras tan devoto, intentamos salvarte no una sino tres veces: primero te enviamos un burro, luego una canoa y al fin una balsa. Fuiste tú el que te empeñaste en morir.

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