La palabra gratis ha hecho mucho daño a la gente común, pues en la Naturaleza no existe absolutamente nada que sea gratis. Todo tiene un coste, mayor o menor en función del mercado universal (que también tiene sus vaivenes como el de los humanos). Incluso nuestra vida tiene un precio: pagamos con la muerte por ella (y con otras servidumbres a lo largo de nuestros años, que ahora resulta largo enumerar aquí).
Existen muchas monedas para comprar y vender las cosas y la mayoría de ellas son mucho más caras que las simples monedas o los billetes o las tarjetas de crédito. Se puede pagar en tiempo, en esfuerzo, en dolor, en amor, en tranquilidad, en dedicación..., ¡en tantas monedas!
Mi profesor de Filosofía, Epícteto, contestó en cierta ocasión a los doloridos comentarios de un colega de clase que se quejaba de que en su vida diaria, hiciera lo que hiciera, nunca había logrado el favor de sus superiores:
¿Por qué aquél que nunca va a llamar a la puerta de un hombre rico y poderoso ha de ser igualmente tratado que el que va todos los días allí a verle? ¿Aquél que no le corteja ni deja de alabarlo, que el que no lo hace? Eres injusto e insaciable si pides esa igualdad de trato; si, no dando las cosas con las que se compran los favores, pretendes obtenerlas gratis.
¿Cuánto cuesta una lechuga en el mercado? ¿Unos sextercios? Si tu vecino da ese dinero y se lleva la lechuga, ¿por qué imaginas que tú tendrás que pagar menos por ella? Y, si él tiene su lechuga, tú tienes tus sextercios. Sucede lo mismo en todo. ¿No has sido invitado a una importante recepción? Eso es que no has pagado al anfitrión el precio por el que vende su invitación: lisonjas, servilismo, complacencia..., dependencia.
En conclusión, si te interesa el objeto, no dudes en pagar el precio por el cual se vende. Pero no pretendas la mercancía sin pagar el costo de las cosas.
El alumno dejó de quejarse ipso facto.
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