No hace falta ser inmortal para reconocer que el deporte nacional de los españoles consiste en matar a otros españoles. Esta constante histórica ha dejado un interminable reguero de conflictos y guerras desde que existe la península ibérica, sólo interrumpido por los conflictos y guerras que hemos enfrentado con otros pueblos que han aprovechado nuestro tradicional duelo Villarriba vs Villabajo para invadirnos y saquearnos todo lo que han podido. De hecho, esta eterna serie de enfrentamientos entre nosotros o contra otros es la mejor descripción de cómo nos hemos desarrollado a través de los milenios. Sin embargo, las generaciones más jóvenes, entontecidas por la televisión y la sociedad de consumo contemporánea, son incapaces de comprenderlo porque ellos han nacido durante el período más anómalo (por pacífico) de la larga, larguííííísima historia española y consideran normal que vivamos en un régimen democrático (aunque sea formalmente) donde se respeten más o menos las ideas ajenas sin necesidad de degollar al vecino o cuidar de que no sea él quien corte nuestro cuello en cuanto pongamos un pie en la calle. Consideran también que eso va a seguir siendo así para siempre...
Ese sector de nuestra población que se llama gente joven (aunque muchos actúen con un hastío, un aburrimiento vital y una falta de chispa que más bien merecerían ser incluidos entre la gente carca) han tenido de todo desde pequeños, generalmente sin esfuerzo ya que sus ignorantes padres han sido incapaces de exigirles casi nada para que aprendieran el valor de las cosas hasta que la realidad pura y dura ha hecho acto de presencia. Objetos antigüamente de lujo como el coche, la televisión (no ya en color, sino de última tecnología y pantalla plana) o el teléfono móvil son, para estos descreídos, no sólo normales en un equipamiento del hogar sino imprescindibles para vivir..., básicos de fondo de armario por así decir. Aunque si hablamos de ropa, podríamos darnos un paseo por los armarios ebrios de marcas y a reventar de todo tipo de prendas, siempre las más modernas, las más cool. La publicidad les ha convencido de que "tienes derecho" a que te den dos pares de gafas por el precio de uno, "tienes derecho" a tener Internet libre a todas horas en todas partes, "tienes derecho" a irte de fiesta y botellón por sistema ya que no hay nada mejor que los amigos, "tienes derecho" a estudiar la carrera que quieras aunque no alcances la calificación necesaria para ello, "tienes derecho" a opinar sobre cualquier cosa aunque ni por conocimientos ni por experiencia estés capacitado para hablar de nada...
Recientemente el diario El País publicó una patética serie de reportajes sobre la que, haciendo un fácil juego de palabras, calificaba como "La generación más (pre)parada de la historia de España". A lo largo de una semana, los "solidarios" y "concienciados" autores de la serie daban voz a sucesiv@s jovencit@s que se quejaban de que la sociedad no les comprendía (eterna canción de pájaro de juventud) ni les ofrecía esos maravillosos puestos de trabajo a los que "tenían derecho" recién terminadas sus carreras porque por algo eran los más y mejor formados del mundo mundial. Algunas de las declaraciones de esta panda, integrada en su más amplia mayoría por llorones, quejicas e indocumentados, rozaban el ridículo más espantoso como el de una chica que peinada de peluquería y con su mejor blusa roja enfrentaba a la cámara en plan Modesty Blaise (antes muerta que sencilla) para sentenciar una frase digna del desastre del 98: "Si España no quiere saber nada de mí, yo tampoco quiero saber nada de España".
La chica, por supuesto, no se preguntaba por qué España querría saber algo precisamente de ella y no de alguna de las otras trescientas mil que hay como ella. Qué ofrecía, de hecho, para que alguien se interesara lo suficiente como para poner ante sus ojos un contrato brillante. ¿Ofrecía algo, en realidad? Porque ya está bien de cuentos y alguien tiene que recordar al personal que no es cierto, ni de lejos, que las generaciones actuales sean las más preparadas de la historia de nuestro país. Sólo un iletrado puede pensar que la formación depende del simple hecho de pasar más años en una universidad... Y por cierto que habría que ver cómo los han pasado: yo también soy universitario y sé lo que da de sí nuestro sistema educacional, bastante deficitario. En mi experiencia personal, los cinco años que invertí en la carrera de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid se podrían haber reducido perfectamente a uno solo, teniendo en cuenta para lo que me sirvieron. Recuerdo las asignaturas y lo que tuve que estudiar allí y me sobran dedos de una sola mano para contar las materias que realmente merecieron la pena para el ejercicio de la profesión. ¿Y hoy? Anécdota real: hace pocos meses, un@ de mis becari@s se extrañó de que existiera el nombre Ícaro (Icáro lo pronunciaba..., ni siquiera había escuchado la canción de Presuntos Implicados) y cuando le pregunté si no sabía lo que significaba, contestó tan tranquil@ que "ni lo sé, ni tengo por qué saberlo". El problema, obviamente, no es tanto que no lo sepa (lo que ya demuestra la limitación intelectual de esta persona que, por cierto, ¡es recién licenciada en Periodismo!) sino que no le preocupe saberlo (lo que permite establecer cierto pronóstico sobre su desarrollo personal).
Recuerdo también cuando empecé a ejercer y el laaaaaaargo camino hasta acceder a un puesto de trabajo en condiciones, tras los años y años de becas y contratos en prácticas, como siempre ha sucedido..., y como sigue sucediendo hoy por mucho que se quejen los "preparados". En aquellos años, no hace tanto tiempo, ni siquiera teníamos la fortuna de ser mileuristas (y hablo por mis compañeros de generación) sino más bien quinientoseuristas. Íbamos a trabajar en metro, porque no teníamos coches molones de nuestra propiedad, y escuchábamos una radio pequeñita de cascos, porque aunque no había iPods tampoco podíamos gastar el dinero en discmans. A nuestras casas les faltaban muchos muebles y complementos, comíamos sin excesos teniendo en cuenta los sueldecitos y salir un fin de semana a cenar era sólo para las ocasiones especiales. Lo de vestir a la última moda e irnos de viaje cada dos por tres, ya ni nos lo planteábamos. Trabajábamos horas y horas y horas, haciendo lo que hubiera que hacer. Y así, a base de esfuerzo, de tenacidad y de voluntad, a base de esquivar (o recibir) puñaladas, de meter codazos y de pelear por ello, a base de sacrificios que cada cual sabe lo que le han costado logramos hacernos un sitio en el mercado laboral.
Y llegar a donde estamos hoy (que por cierto, tampoco es gran cosa) nos costó todos esos años de luchas (que además no han terminado, porque el mercado es inestable y cambiante y hoy pide una cosa y mañana otra) que los "preparados" pretenden saltarse olímpicamente por su cara bonita.
En realidad, no toda la culpa es suya (sí buena parte, ya que han sido incapaces de rebelarse contra las fantasías y contra su infantilismo, hasta que la vida les ha dado un intenso y amargo trago de realidad) sino de su familia: sobre todo, de esos padres que jamás quisieron ejercer como tales sino de "amigos" o, como mucho, de "hermanos mayores", que estaban "demasiado ocupados" para preocuparse por sus vástagos, que "tenían derecho" ellos también a "disfrutar de su vida" y que hoy cosechan en el fracaso de sus hijos el agrio fruto que en su día sembraron por no querer asumir el papel que les correspondía. Porque siempre, siempre, recogemos sólo lo que antes hemos depositado. Si pusimos remolacha, saldrá remolacha; no trigo ni lechugas: sólo remolacha. Lo dice el refranero de mil maneras diferentes: "De esta vida sacarás lo que metas nada más", "Siembra vientos y recogerás tempestades", "De aquellas aguas, estos lodos" y etc.
Yo he visto a muchos de esos padres sembrar y luego recoger. Padres que, por ejemplo, tanto se preocupaban por los problemas medioambientales debatiendo acaloradamente sobre la intervención en la Amazonia o en la Antártida mientras sus hijos, a medio metro de ellos, se ensañaban con los arbolitos recién plantados de la calle o tiraban el papel de su bocadillo al suelo sin que nadie les dijera nada. ¿Esos niños estarán preocupados por el medio ambiente el día de mañana? He visto a niños pequeño, cuatro o cinco años, darle patadas a sus madres cuando éstas les llevaba al colegio y ellas en lugar de reñirles y ponerles en su sitio, les dejaban hacer resignadas porque "pobrecitos, que se entretengan...". ¿Esas madres saldrán el día de mañana en un programa de televisión con su perfil a contraluz para que no se las reconozca pidiendo por favor que el Estado se ocupe de sus hijos, tan "rebeldes"? He visto a otra madre desentendiéndose de su hija pequeña porque se ha encontrado con una amiga y estaba más a gusto charlando con ella, y la niña ha salido a la calle tan campante y a punto ha estado de ser atropellada por un coche..., y en lugar de pedir perdón a su hija por no estar atenta a ella, la madre le recibe dándole una bofetada en la cara por haberse escapado. ¿Esa niña respetará a su madre?
Los ejemplos son infinitos. Padres que exigen a sus hijos que se porten bien, no digan tacos o se limpien la porquería de las uñas mientras ellos hacen exactamente lo contrario, se enfadan cuando las fotocopias de adultos que son sus hijos repiten exactamente las mismas actitudes... No es la Biblia un libro que me guste citar, pero allí, en alguna parte, está escrito con bastante claridad que "los pecados de los padres los pagarán los hijos" y, aunque de niño esto me parecía absolutamente injusto, un rato observando la vida diaria convence a cualquiera de que es totalmente exacto.
Hay una tercera parte de culpa a repartir y ésa se la llevan los responsables políticos (no hago distingos: incluyo a todos los partidos que han compartido tareas de gobierno a lo largo de los últimos decenios) de esta España nuestra que tradicionalmente siempre ha tratado peor a sus mejores hijos (Dios, qué buen vasallo si hubiera buen señor...). Esos políticos que han vivido siempre del cuento (que lo siguen haciendo, tantos de ellos) con sueldos sobredimensionados y escandalosamente eternos, que caen tan a menudo en casos de corrupción y nepotismo, que disfrutan de todo tipo de privilegios..., mientras piden austeridad al resto de los ciudadanos.
Esos políticos a los que les conviene (porque les resultará mucho más sencillo controlarla) una ciudadanía mal educada aunque ella esté convencida de ser la mejor preparada del mundo. Esos políticos que, en fin, no han dicho absolutamente nada del dato aterrador que publicaba el diario La Vanguardia ayer lunes: a uno de cada cuatro catalanes le da exactamente igual que España sea una democracia o una dictadura según uno de los datos menos comentados (y en aumento progresivo) del último barómetro del CIS. El estudio coincide con los últimos sondeos del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña que reflejan una evolución similar: casi un 59 por ciento de los catalanes se muestran ya poco o nada satisfechos con la democracia como régimen político.
Esto debería decir algo más, algo importante, acerca del futuro de los (pre)parados.
Esto debería decir algo más, algo importante, acerca del futuro de los (pre)parados.
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