La Genética se ha convertido en los últimos años en la Panacea Universal de los flojos, los narcisistas, los resentidos y, en general, de todos aquéllos (¡y de todas aquéllas: que no se me pase, no sea que me llamen la atención!) que han decidido despilfarrar su vida tumbados y rascándose la barriga sin aportar gran cosa no ya a la mejora general de la Humanidad sino a la suya propia. Y es que eso de pensar que no tenemos responsabilidad alguna en ni una sola de las cosas que nos suceden, porque en alguna parte de nuestro cuerpo hay algún estúpido gen heredado dispuesto a ponernos la zancadilla en todos nuestros proyectos, es un concepto dulcísimo para el ego, ya que nos permite echar siempre la culpa a otros. A la pareja, al familiar, al compañero de trabajo, al jefe, al vecino, al presidente de la comunidad de vecinos o al del gobierno, al funcionario de turno, al médico que nos atendió o que no…, a la fortuna, la providencia o a los mismísimos dioses seleccionados y personalizados. Todos pueden tener la culpa…, menos nosotros.
De acuerdo que hay cosas que parecen quedar fuera de nuestro alcance (o tal vez no, tal vez no son tanto circunstancias problemáticas como oportunidades para cambiar algo de manera que el resultado final sí sea beneficioso) como la subida del precio del petróleo o la tormenta inesperada que nos pilla en medio del campo y sin paraguas, pero la mayor parte de las pruebas que nos presenta la gimkana diaria (de diseño personalizado por la Naturaleza para cada uno de nosotros) tienen que ver con características internas nuestras que podemos cambiar perfectamente siempre que estemos dispuestos a hacerlo. El problema, por supuesto, es que no queremos porque requiere un esfuerzo que se nos hace muy cuesta arriba. Un esfuerzo triple, además: primero, hay que reconocer que estamos ante una prueba; segundo, hay que identificar a cuál de nuestras virtudes (o vicios) debemos apelar para resolverla; y tercero, lo más desagradable aunque aparezca en último lugar, hay que ponerse manos a la obra en lugar de quedarnos embobados vagabundeando en el territorio de los “¿y si hiciera esto o lo otro…?” o en el de los "¿tengo necesidad real de hacer esto ahora o lo puedo dejar para otro día...?".
Todas esas características nuestras que son las que de verdad generan las circunstancias vitales que nos encontramos en el día a día (nuestra voluntad, nuestra alegría, nuestra iniciativa, nuestra empatía..., o más bien la falta de ellas) son las que quedan formalmente arrinconadas por estos cada vez más frecuentes estudios genéticos según los cuales todo se reduce a un predeterminismo científico puro y duro carente de cualquier posibilidad de libre albedrío: te pasa esto porque estás condenado a que te pase, que para eso tienes el gen equis. El razonamiento es muy similar al predeterminismo religioso, tan en boga en Europa en siglos pasados (sobre todo entre ingleses y holandeses) según el cual daba exactamente igual lo que uno hiciera en la vida, porque, total, en el momento en el que uno nacía en la Tierra, el Todopoderoso ya había decidido si se salvaría e iría al Cielo o si era carne de cañón para el Infierno. Y su sacrosanta decisión era inapelable. Como el de algunos estudios científicos.
El último de los defectos que ha venido a sumarse a la larga lista de después-de-todo-yo-no-tengo-la-culpa es la envidia... ¡La envidia! ¡Ese defecto tan horrible que, como dicen las personas mayores, es el único de los siete pecados capitales que lleva su castigo aparejado! ¡Esa tortura interna que nos conduce, no sólo a desear lo que tiene el otro, sino a que ese otro lo pierda todo! ¡Ese defecto tan asqueroso y repugnante, que nadie se lo reconoce en sí mismo (todos preferimos declararnos “admiradores de” en lugar de “envidiosos de”..., y lo más que estamos dispuestos a admitir si alguien descubre los inconfundibles reflejos de este vicio en nosotros es que lo que sentimos es simplemente una "envidia sana") y que convierte la vida de tantas personas en un auténtico infierno! Bueno, pues tranquilos que tampoco la envidia es culpa nuestra…, según diversos estudios publicados en los últimos tiempos. El último es el elaborado recientemente en la Universidad Carlos III de Madrid y en el que se explica, con verdadera osadía, que existen “poderosas razones evolutivas para que seamos envidiosos”. ¡Toma ya: resulta que no es una cuestión sólo genética sino que interviene incluso la mismísima musa de Mr. Darwin!
El estudio, firmado por el profesor y catedrático del departamento de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid, Antonio Cabrales, pretende analizar "de forma exahustiva" las causas y consecuencias de la envidia y probar de forma teórica sus posibles efectos, especialmente en el campo empresarial. De hecho, al final se publicó en SERIES, la revista de la Asociación Española de Economía. Según este documento, el uso de técnicas experimentales en Economía, en los últimos años, ha permitido descubrir cómo la toma de decisiones de las personas no sólo se guía por su propio beneficio sino que influye también los beneficios que puedan obtener otros de su misma red social. Y cómo, cuando se tiene en cuenta la variable “envidia” es mucho más fácil entender los fenómenos del mercado laboral. Por ejemplo, las promociones internas o los abanicos salariales de los trabajadores están más comprimidos en las empresas de lo que se esperaría si simplemente se considera la productividad de los individuos. El estudio plantea la cuestión de “envidia” como una competición por unos recursos limitados.
Según el autor de la tesis, la envidia la llevamos en los genes y su origen hay que buscarlo en el hecho de que los recursos que se obtienen en el trabajo, por ejemplo, se utilicen después en algún tipo de conflicto interpersonal, como a la hora de obtener la mejor pareja o la dominancia del rebaño. Algo así como: gano más dinero, luego puedo llevarme a la mejor chica. En todos los casos, lo importante para el individuo es haber acumulado más recursos que los contrarios, de manera que la victoria no solamente dependería de tener mucho, sino de tener más que el otro.
Pero no es la única publicación en este sentido. No hace mucho, la revista Science explicaba los trabajos de un equipo del Instituto de Ciencias Radiológicas de Japón en el que se incluía la descripción de las imágenes cerebrales de sujetos a los que se les había pedido que se imaginaran a sí mismos como protagonistas de dramas sociales con otros personajes de mayor o menor estatus o éxito. Si se les pedía la comparación con personajes a los cuales envidiaban, los cerebros de los sujetos activaban las regiones involucradas en el registro del dolor físico (el córtex cingulado anterior dorsal y otras áreas relacionadas): cuanto más envidia sufrieran, con mayor fuerza se ponían en marcha estas zonas. Pero si se les pedía que imaginaran la ruina del sujeto envidiado, los mismos cerebros activaban los llamados circuitos de recompensa del cerebro, también en forma proporcional a la envidia original. El director del estudio, el nipón Hidehiko Takahashi, decía después: "Tenemos un dicho en japonés y es que 'Las desgracias ajenas saben a miel'". Simpático, el muchacho.
Para ser justos, otros especialistas que no se pasan el día buscando titulares en los medios de comunicación son más prudentes: el biólogo molecular norteamericano John Medina, por ejemplo, autor de El gen y los siete pecados capitales, reconocía en su obra que aún "no se ha aislado un gen responsable de este sentimiento ni se ha identificado una región del cerebro dedicada a la envidia". No sabemos qué dirá ahora, a raíz de los últimos estudios, pero Medina explicaba que "la envidia está asociada a cuatro tipos de comportamiento: los asociados al deseo sexual, a la avaricia, a los deseos de agresión y como una reacción a la depresión que, en definitiva, puede ser tanto un componente como una respuesta a la envidia". Y este vínculo entre la emoción/envidia y el proceso biológico/depresión, dice Medina, es "más estrecho de lo que suponemos" hasta el punto de que, aunque él asegura que no existen píldoras contra la envidia, se abre la posibilidad de que los antidepresivos puedan mantener a raya algunos de sus aspectos negativos asociados.
De todas formas, el mejor estudio que conozco sobre la envidia no tiene mucho que ver con la Genética ni con la ciencia más moderna. Lo publicó la psicoanalista austríaca Melanie Klein en 1957 y debería ser lectura obligada de los que pretenden trabajar realmente con su envidia. Aunque existe una fórmula sencilla para enfrentarla. La resumió el sociólogo Francesco Alberoni, de la Universidad Libre de la Lengua y la Comunicación de Milán cuando recordó que este defecto es, básicamente, "una reacción ante el reconocimiento de una derrota". La mejor manera de dejar de envidiar a otros es convertirse a uno mismo en una persona exitosa. No tanto desde el punto de vista social, que le reconozcan los demás como exitoso, sino desde la propia apreciación interna, que uno mismo se sienta así. La envidia demuestra un claro sentimiento de inferioridad hacia otra persona, pero si nosotros nos sentimos a la altura, e incluso por encima de esa persona, dejaremos de envidiarla automáticamente puesto que nadie experimenta semejante sentimiento ante alguien que considera por debajo.
Claro que ahí viene la siguiente pregunta: ¿y cómo empezar a considerarme exitoso? Ah, ésa es otra historia, como diría el juglar...
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