Enero es, como septiembre, el mes de los planes. Después de unos días de descanso, todo el mundo tiene planes para el nuevo año igual que en septiembre los tiene para el nuevo curso. Eso lo saben bien los vendedores de enciclopedias y fascículos que durante estos días multiplican su presencia en los anuncios, sobre todo televisivos: construya el Titanic pieza a pieza, coleccione los coches de bomberos del Estado de Alabama desde su fundación, hágase con la única y fabulosa selección de reproducciones de bacinillas del siglo XVIII francés... Durante estos días, todo el mundo anda pensando en retomar el curso perdido de inglés (¿Por qué a los españoles se les da tan mal aprender otros idiomas? Debe haber una explicación genética a esto), jura y perjura comenzar la dieta definitiva para perder los kilos ganados durante las fiestas (Y los meses anteriores) y pregunta lo que cuesta la matrícula en el gimnasio de al lado (Tratando de ir más allá de las comunes especialidades de sillón-ball, barra de bar fija o levantamiento -e ingesta de su contenido- de vidrio).
Todos estos planes, y muchos otros, nos esperan durante los próximos días, al menos mientras poseamos voluntad suficiente para mantener el ritmo. Forman parte de nuestras rutinas diarias: ésas en las que estamos más cómodos tratando de repetir un día sí y otro también siempre las mismas actitudes, las mismas ideas, las mismas formas de hacer (¡y luego paradójicamente nos quejamos de que nuestra vida es aburrida!). Pensamos casi que somos inmortales, que tenemos tiempo para hacerlo todo...
Pero puede que no.
Aparte de que mi amiga la Walkyria puede llegar en cualquier momento y tocarnos en el hombro a nivel individual ("Chavalote, hasta aquí hemos llegado; toma tu espada y súbete conmigo en el caballo alado que Wotan te espera y no conviene incomodar al jefe"), lo cierto es que nuestro planeta está sometido a mil y un peligros. No somos en absoluto conscientes de la fragilidad de nuestra existencia, cayendo eternamente en el espacio en torno al Sol (esa discreta estrella) en torno a nuestra galaxia (la Vía Láctea) en torno (dicen ahora los astrónomos) un posible Agujero Negro o algún otro Ominoso Elemento Cósmico que atrae a la gigantesca espiral de la que formamos parte y que viaja con un destino misterioso a través del Universo.
El pasado 27 de diciembre de 2004, hace ahora poco más de 5 años, un objeto muy lejano ubicado a más de 50.000 años de distancia en la constelación de Sagitario, un magnetar (un tipo de púlsar o estrella de neutrones provisto de un campo magnético de extraordinaria intensidad y que por alguna desconocida razón emite periódicamente enormes cantidades de energía) al que conocemos con la aséptica denominación de SGR 1806-20 y cuya imagen vemos aquí al lado, nos arrojó una poderosa flecha energética. ¿Por qué motivo? ¿Fue un ataque premeditado de una poderosa raza extraterrestre (¿acaso SGR significa Somos Grandes Rapaces?) deseosa de probar nuestras defensas antes de invadirnos en un futuro más o menos próximo? ¿O se trató de una simple casualidad que la trayectoria de la Tierra atravesara justo por el medio de donde avanzaba, desbordante, aquel torrente de poder cósmico que, por lo demás, pudo ser una simple ventosidad energética expelida por el ano del magnetar?
Fuera lo que fuera, aquel día el equivalente a medio millón de años de iluminación solar impactó nuestro planeta a una velocidad próxima a la de la luz durante unas décimas de segundo. La gente corriente no lo notó (ni siquiera se enteró de lo que estaba ocurriendo) pero las capas superiores de la atmósfera quedaron ionizadas instantáneamente por el impacto súbito de cantidades colosales de rayos gamma que todavía nadie sabe cómo nos habrán afectado a nivel humano. Sí sabemos que muchos de los satélites instalados en nuestra órbita geoestacionaria quedaron automáticamente desconectados, convertidos en trozos de chatarra, restos de un naufragio espacial.
Si SGR 1806-20 hubiera estado un poco más cerca de nuestro sistema solar, digamos a sólo unas decenas de años luz de distancia, aquel 27 de diciembre se habría terminado todo. Nuestro mundo hubiera sido esterilizado en un instante y nosotros hubiéramos pasado a mejor vida sin enterarnos, de un momento para otro.
La pregunta evidente es: ¿esto se puede repetir? ¿Y puede ser peor? Las respuestas a las dos interrogantes es SÍ.
Y no sólo eso, sino que ya se ha repetido. En marzo de 2008, el Swift, uno de los satélites de la NASA, detectó una gigantesca explosión cósmica catalogada como GRB080319B (qué manía tienen los científicos de bautizar con nombres y números absurdos los acontecimientos más interesantes), tan potente que los astrónomos advertidos pudieron contemplarla a simple vista desde la Tierra durante unos quince segundos. De hecho, fue tan brutal que ha sido catalogada como "el acontecimiento más violento jamás observado por el hombre" en la Naturaleza. Aquí vemos su imagen recogida con rayos X a la izquierda y con rayos ultravioleta a la derecha. Todos los expertos que han analizado de cerca la evolución de esta colosal deflagración advierten de que la energía producida en ese momento se dirige hacia nuestro planeta a una velocidad próxima a la de la luz. Nadie sabe lo que ocurrirá cuando llegue hasta nosotros, aunque existe una ventaja: la explosión se produjo a una distancia de 7.500 millones de años luz de nuestra posición, lo que nos da un plazo de tiempo suficiente como para no preocuparnos demasiado de lo que ocurrirá cuando llegue (a no ser que nos toque reencarnar en el momento del futuro en el que la energía llegue aquí).
Así que podemos seguir haciendo planes. De momento.
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