Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

jueves, 21 de enero de 2010

Libertad de expresión

Hay palabras con minúscula y palabras con mayúscula. Una de mis favoritas (de hecho, una de las que más se emplea en la Universidad de Dios por razones evidentes de creatividad -nunca mejor dicho- en los trabajos) es Libertad. Libertad para escoger lo que uno quiere hacer en la vida, cómo quiere vestirse, qué desea aprender, con quién anhela relacionarse, dónde aspira a viajar…, y, naturalmente, qué quiere decir o escribir.

La Libertad real, con mayúscula, se proyecta en las libertades de todos los días, con minúscula, y si éstas no existen o no se manifiestan de manera visible es muy probable que aquélla tampoco esté presente, por amable o en apariencia convincente que sea el discurso oficial del espacio-tiempo en el que nos situamos.

Su principal enemigo no son, como cabría deducir en un primer análisis, los cercenadores externos, los que bajo cualquier régimen político (da igual en este caso las dictaduras que las democracias más o menos desarrolladas: todos tienen, unos más solapados que otros, listas negras de temas sobre los que “no conviene” hablar y quien lo niegue o bien es un ingenuo o bien es uno de los redactores de esas listas) aspiran a fijar el GLOD o Grado de Libertad Oficialmente Disfrutable a través de lo “políticamente correcto”.

No, los principales enemigos de la Libertad son sus propios usuarios cuando voluntariamente renuncian a utilizarla y prefieren engrilletarse a sí mismos, porque lo cierto es que da mucho miedo y hace falta ser de una pasta determinada para poder vivirla. No tanto por ella misma sino por los amigos que siempre le acompañan, mucho menos atractivos para los mortales corrientes por lo que conllevan: el Valor, la Responsabilidad y la Tolerancia. Así es que, si uno actúa y se expresa libremente, debe ser consciente de que habrá de responsabilizarse de las consecuencias de su forma de ser y defenderlas como tal, sin inmiscuirse en lo que a su vez piensen los demás. Eso significa individualizarse, separarse del rebaño. Demasiado a menudo, implica quedar marcado como “raro”. Por mis conversaciones en la cafetería de la Universidad, creo que todos los alumnos que cursamos la carrera de Dios hemos sentido eso antes.

La dejadez en el empleo de la Libertad y sus amigos es una de las principales razones de la acelerada decadencia del mundo occidental, cuyos valores siempre se articularon y defendieron en torno a la valentía y la responsabilidad ejercidos por aquéllos que libremente contribuyeron al desarrollo de la principal civilización que el mundo ha conocido. Y con diferencia, digan lo que digan los defensores del multiculturalismo: nunca ninguna otra región del mundo ha aportado avances culturales y tecnológicos, tantos y tan brillantes, como la civilización europea y ahí están (todavía, no sabemos por cuánto tiempo más, gracias al proceso disolvente llamado globalización o suicidio identitario) las evidencias históricas para demostrarlo.

En el caso de la libertad de expresión, resulta harto chocante no ya la limitación para hablar de según qué cosas sino la prohibición directa (oficial o veladamente mediante amenazas) para hacerlo en un creciente número de países europeos. Si realmente nos ufanamos de llamarnos “países libres” deberíamos empezar por actuar de esa manera y poder hablar de todo lo que quisiéramos, cuando quisiéramos, y donde quisiéramos, siempre y cuando como es lógico empleáramos las palabras en el curso de un debate verbal y no en una sórdida pelea, como esos videos de “humor” que aparecen en ciertos programas televisivos en los que nos muestran a los diputados coreanos o taiwaneses pasando de los insultos a la reyerta callejera en su propio Parlamento (es un decir). Cada cual debería poder argumentar sus opiniones y contrastarlas con las de los demás, sobre todo con las de nuestras autoridades públicas, tan celosas del poder que tienen sobre nosotros que siempre están dispuestas a incrementarlo un poquito más a cambio de “garantizar” nuestra seguridad.

El último caso lo tenemos en Holanda, donde acaban de sentar en el banquillo de los acusados a un diputado y líder político, Geert Wilders, acusado de “incitación al odio, discriminación e insultos a los musulmanes”. Se considera especialmente grave su comparación del Corán con el Mein Kampf de Adolf Hitler porque según la acusación “supera los límites de la Constitución holandesa” (?). Wilders es un radical de derechas que tiene sus opiniones y se ha atrevido a hacerlas públicas. Ni le apoyo, ni le dejo de apoyar, sobre todo porque me resulta difícil opinar ya que no conozco exactamente todo su discurso (estoy muy ocupado aprendiendo arameo, sánscrito y copto, como para ponerme también con el holandés) y porque sé por experiencia que en las noticias de los medios se refleja sólo la visión que interesa reflejar al propietario del medio (sin salir de España, resulta divertido comparar la misma noticia comentada, digamos, por un periodista de la SER y por otro de la COPE). En todo esto el propio Wilders se ha reconocido “intolerante” pero “sólo con los intolerantes” y que su vida está dedicada precisamente “a la defensa de una libertad de expresión hoy amenazada” no por los musulmanes en general sino por el “islam, un credo que odia la libertad”.

Como digo, se podrá estar de acuerdo o no con él pero ¿juzgarle y meterle en la cárcel por dar una opinión? Por cierto que sería interesante conocer si esa opinión coincide por ejemplo con la de esas mujeres musulmanas que no poseen la libertad de vivir fuera de un burka o la de aquéllas que no poseen la libertad de romper su matrimonio (y como se les ocurra plantearlo, acaban lapidadas) o la de aquellas personas que simplemente quieren profesar otra fe en tierra musulmana y no tienen libertad para ello (e incluso pueden ser también condenadas a muerte si se trata de musulmanes que desean convertirse a otra religión). Esto, por poner un puñado de ejemplos... No obstante, el verdadero problema no es el islam sino el islamismo, es decir, su versión radical fundamentalista, de la misma forma que el cristianismo tuvo (y sigue teniendo, bajo otras caretas) su inquisición o el judaísmo su ultraortodoxia. Volvemos al resbaladizo campo de la libertad personal que cada cual debe reclamar, conquistar y asumir para sí, en el sentido de liberarse de los aspectos fanáticos de sus creencias para poder vivirlas con mayor tranquilidad y respeto a la opinión ajena.

En el caso de Wilders hay otros intereses, naturalmente. Y mucho miedo por parte de los que le acusan, que temen que tenga razón. Y cuando alguien tiene razón en algo que no nos gusta en absoluto, ese alguien automáticamente se convierte en un tipo indeseable, su misma presencia nos desagrada profundamente..., porque es como un espejo que está devolviéndonos una imagen muy fea de nosotros mismos. En ese espejo leemos que deberíamos estar haciendo AAA pero en realidad lo que hacemos es BBB sabiendo que no es lo correcto. Y alguien nos lo recuerda con sus palabras. Por eso no podemos soportarlo, aunque después de todo esté en lo cierto.

El proceso contra Wilders continuará el próximo 3 de febrero. Si la sala falla contra él, quizá los holandeses deberían empezar a pensar en un revisionismo histórico contra otros personajes bien conocidos del devenir europeo, como por ejemplo Winston Churchill, que defendió esa misma idea de la libertad (la de expresión, y las demás) con frases famosas como ésta: "Valor es lo que se necesita para levantarse y hablar, pero también lo que se requiere para sentarse y escuchar". O esta otra: "A menudo me he tenido que comer mis palabras y he descubierto que eran una dieta equilibrada".

Aunque hay una frase del orondo británico fumador de puros, aquí al lado con más aspecto de gangster que nunca, que me gusta todavía más (y también se refiere a la libertad de expresión): "Quien de mí habla mal a mis espaldas, mi culo contempla".


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