Una de las historietas que nuestro profesor de Misticismo y Paradojas el mulá Nasrudin suele contar a menudo en su clase es aquélla famosa del rico sultán que, en Bagdad la Maravillosa, lo tenía todo (dinero, tierras, mujeres, fama, salud...) y al que un día se le presenta la Muerte diciendo: "A pesar de tus riquezas, siempre te has comportado honorablemente con aquéllos que de ti dependían, así que he decidido hacerte un regalo y anunciarte el tiempo de vida que te queda. Dentro de tres días vendré a buscarte. Disfruta, pues, de lo que te resta en este mundo, antes de abandonarlo para siempre".
En lugar de tomárselo como un cumplido y aprovechar esos tres días (suelo preguntarme qué es lo que haría yo si supiera que me queda exactamente ese plazo de tiempo), el sultán se quedó pálido y angustiado pues, como todos los hombres corrientes (y a pesar de su dignidad en el sultanato, en el fondo él era uno más) pensaba que tenía derecho a vivir mucho y bien, sin tener en cuenta los planes que la Eternidad había fijado para él. Así que convocó con urgencia a todos sus sabios y filósofos para que acudieran de inmediato ante su presencia para, una vez explicada la situación, ordenarles que encontraran la forma de convencer o al menos engañar a la Muerte para evitar que cumpliera con su vaticinio y de esta forma poder seguir viviendo.
Ni que decir tiene que aquellos tres días pasaron rápidamente sin que ninguno de los estudiosos fuera capaz de dar solución al requerimiento del sultán quien, en lugar de aprovechar las jornadas, bien dejándose mecer en los brazos de alguno de los múltiples placeres a su disposición, bien dedicándose al recogimiento y a la oración, se limitó a pasear de un lado a otro de su palacio presa de los nervios.
Cuando hacia el final del tercer día el grupo de eruditos reunió el valor suficiente para presentarse ante él y reconocer que no habían encontrado la forma de solucionar el dilema que les había presentado, el sultán montó en cólera contra ellos y, a la desesperada, se dirigió a sus cuadras y mandó ensillar al mejor de sus corceles. Montó y abandonó Bagdad la Maravillosa al galope.
"Iré a la ciudad de Samarkanda", pensaba enfebrecido mientras el Sol se ocultaba en el horizonte, "pues la Muerte no sabrá que estoy allí: ella vendrá mañana por la mañana a mi palacio en Bagdad. Así al menos habré ganado algo más de tiempo para encontrar la manera de evitarla".
Con esta esperanza cabalgó toda la noche y el amanecer del día siguiente le encontró sobre una colina desde la cual vio cómo se extendían, ante él, los blancos muros de Samarkanda la de las caravanas. Más tranquilo y ya al trote se aproximó a la ciudad, pensando en alojarse en casa de unos parientes. Les contaría de quién venía huyendo y les pediría ayuda.
Su sorpresa fue cuando, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró a la Muerte allí de pie, con gesto de leve irritación, que le dijo: "Me has hecho esperar inútilmente durante un largo rato pues llevo aquí desde primera hora. Es una lástima que tu último acto en esta vida haya sido de descortesía." Y en ese momento le tocó y el sultán murió.
Me he acordado de la fábula al conocer lo ocurrido en Málaga, donde una veinteañera con depresión y en tratamiento intentó suicidarse esta mañana arrojándose por la ventana desde el octavo piso en el que vive con su familia. Pero quien murió no fue ella, sino una señora de 89 años de edad que en aquel mismo momento paseaba por la acera y al que le cayó encima la suicida como si fuera el piano que aplasta a George Clooney en el famoso anuncio del café, pero esta vez sin posibilidad de marcha atrás en el suceso. La pobre mujer falleció en el acto, mientras la veinteañera era ingresada en el Hospital Carlos Haya de la capital malagueña con fracturas de pierna y brazo además de una contusión cerebral.
¿Por qué no murió la veinteañera como era su deseo? ¿Y por qué lo hizo la señora de 89 años que a lo mejor tenía ganas de seguir viviendo mucho más? ¿Por qué la segunda tuvo que pasar justo en ese mismo momento por ahí? ¿Por qué no treinta segundos antes o treinta segundos después de que se arrojara la primera? ¿Acaso si la señora de 89 años hubiera estado en otro sitio a esa hora o se hubiera quedado en su casa habría fallecido igualmente, digamos por ejemplo resbalándose con una pastilla de jabón en el baño?
Estamos en manos de los Dioses. Con toda nuestra tecnología, nuestro dinero, nuestra petulancia..., no somos nada más que simples maniquíes empujados por corrientes invisibles.
El sultán del cuento ignoraba lo que sí sabía el sabio Don Juan Matus, quien solía decir a "Carlitos" Castaneda que deberíamos acostumbrarnos a mirar a nuestra derecha: ahí, a un brazo de distancia, está la Muerte. Y está siempre. No es que venga a buscarnos en un momento dado, sino que camina a nuestro lado, silenciosa y humilde, sin molestar ni interferir en nuestra existencia, a lo largo de todos los años de nuestra vida. Y sólo cuando ella lo decide, por las razones que ella sabe, extiende el brazo y dice: "Hasta aquí has llegado". No es algo personal, no es que ella disfrute especialmente con su trabajo. Es sólo que alguien tiene que hacerlo.
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