Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 28 de abril de 2010

¡Silencio!

Hoy me he enterado no sólo de que existe un Día Internacional del Ruido, sino que lleva diez años celebrándose y además ese día es precisamente este miércoles. En realidad, debería llamarse Día Internacional contra el Ruido (su nombre técnico completo es Día Internacional de la Conciencia por el Ruido, con esa manía que tienen nuestras autoridades de todo tipo a la hora de alemanizar el idioma español escribiendo en mayúscula todos los sustantivos porque sí), ya que se supone que se fijó para protestar contra las agresiones injustificadas contra nuestro sistema auditivo.

En general, se considera ruido cualquier sonido no deseado por el receptor o que, aun deseándolo, resulta indescifrable por incomprensible. Resulta que desde el punto de vista de la Física existen los ruidos “de colores” (mmmh..., sinestesia habemus): el ruido blanco, por ejemplo, aparte del título de una película de terror, es el que se corresponde con una señal de espectro plano en la banda de frecuencia que se maneja, mientras que el ruido marrón es el que está fundamentalmente compuesto por frecuencias medias y graves. Desde el punto de vista de mi clasificación personal hay ruidos más o menos irritantes: desde el soportable runrun de fondo de una redacción hasta el por-Dios-no-lo-aguanto-más avasallador martillo neumático, pasando por el que produce ese característico y desagradable conductor con complejo de inferioridad que conduce con música bakala a todo trapo en su coche a las 2 de la mañana, el violento intercambio de pareceres en una discusión a voz en grito o el glop glop del maldito grifo del cuarto de baño que no hay manera de cerrar.

Otra forma de definir el ruido que me parece especialmente interesante coincide desde el punto de vista de la Informática y la Radiodifusión: se refiere a los datos (en forma de bits informáticos en el primer caso y de sonidos en el segundo) que acompañan, como un subproducto indeseado y generalmente indeseable, al acto de comunicación y de esta manera lo "ensucian" y perturban. O, en pocas palabras: la basura generada durante el acto de la comunicación, todo aquello que sobra en ese acto.

En cualquier caso, para nad
ie es una sorpresa que España aparezca en las clasificaciones generales como el segundo país más ruidoso del mundo. ¿El segundo sólo? Me cuesta aceptar que Japón encabece esa lista y, si lo hace, estoy convencido de que es simplemente por la forzada concentración física de su población (y de sus respectivos vehículos y artilugios técnicos de todo tipo) en tan poco espacio como tienen lo que, por fuerza, ha de generar todo tipo de molestias. Si comparamos a un japonés medio con un español medio, éste último es capaz de hacer mucho más ruido en mucho menos tiempo y no hay más que echar un vistazo alrededor para comprobarlo.

Será por el carácter fanfarrón y orgulloso de los españoles o será porque las líneas Ley que atraviesan la península ibérica son perjudiciales para el buen funcionamiento de nuestros tímpanos, pero por poner un solo ejemplo el 90, tal vez el 95 %, de las conversaciones entre españoles son a gritos, hasta el punto de asustar a algunos extranjeros que llegan por primera vez a nuestro país e interpretan lo que es un amistoso intercambio de pareceres como un rudo desafío digno del equipo de rugby neozelandés. La mejor forma de pasar por extranjero en cualquier ciudad española es hablar poco y en voz baja. Hay un chiste muy famoso en el que una turista española en Londres se queja a un guía de lo idiotas que son los ingleses, porque ha preguntado a veinte o treinta de ellos y ninguno le entiende cuando les pregunta dónde está una calle concreta. El guía, extrañado, se interesa por el asunto y da por sentado que les está preguntando en inglés. Y la turista contesta: "¡Qué va! Les pregunto en español, pero hablo ALTO y CLARO para que me entiendan..., y ni aún así. Qué zopencos."

Cómo será el asunto que cierto profesional de la sanidad me sugirió hace pocos meses la mejor especialidad médica que podía cursar el hijo de unos amigos que iba a iniciar la Carrera de Medicina...: - Que se dedique a la Otorrinolaringología, me dijo sin pensárselo dos veces, o que se dedique a comercializar audífonos, porque la inmensa mayoría de los españoles estarán sordos en distinto grado de aquí a diez o quince años.

Según las últimas encuestas oficiales recogidas en la Directiva de la Unión Europea sobre Ruido Ambiental (de nuevo la alemaniza
ción de los sustantivos), en torno al 65 % (¡65 %!) de los europeos, en este mismo momento, están expuestos a un nivel medio de ruido diario de 55 decibelios, lo que de entrada genera, entre otras cosas, trastornos del sueño (pero también dolor de cabeza, hipertensión, úlceras, mayor riesgo cardiovascular, incremento de la agresividad, etc.) para estos 450 millones de personas. Y hay cerca de diez millones de europeos (un uno y medio %) que viven con un nivel de 75 decibelios, una cota considerada intolerable por la Agencia Europea del Medio Ambiente. En el caso de España, son unos 9 millones de personas (casi el 25 % de la población) los que soportan unos niveles medios de más de 65 decibelios, el límite considerado más o menos aceptable. En el caso de Madrid capital, una de las ciudades más ruidosas de Europa, ¡4 de sus 6 millones de habitantes padecen esta plaga!

El último informe publicado esta misma semana y elaborado por los Laboratorios Gaes, precisa además que el tráfico y el televisor del vecino son los ruidos que más molestan a los españoles. Respecto al tráfico se ha llegado a medir hasta 130 decibelios, el equivalente a un motor a r
eacción, en el nivel de ruido por la circulación o las obras. Aislarse, como intentan algunos, a base de Ipod o cualquier otro trasto de MP3 resulta contraproducente porque, sí, dejas de oír el ruido de la calle pero a cambio soportas niveles de hasta 110 decibelios con la música que sale de los auriculares. Respecto a los televisores ajenos puedo contar una exitosa experiencia para luchar contra la desvergüenza y el egoísmo de esos simpáticos vecinos a los que les da igual molestar a los demás con sus aparatos: pasa por combatir el fuego con el fuego. Me refiero a que en cierta ocasión uno de ellos que vivía al otro lado del patio de mi mismo edificio quiso hacerme tragar un partido de fútbol de un Mundial a todo volumen. Le contesté aplicando a mi ventana, con un volumen equivalente, los altavoces de mi equipo de música reproduciendo un fascinante álbum de mi colección particular titulado A celebration of pipes in Europe que recoge parte del Festival de Cornualles de 1990 con grabaciones de gaitas de todo el Viejo Continente (es increíble la cantidad de gaitas distintas que hay y los sonidos distintos que tienen: no suenan igual las gallegas que las irlandesas, las escocesas que las búlgaras, las austríacas que las bretonas...). El remedio fue muy eficaz: el vecino desagradable cerró su ventana y bajó el volumen de su televisor antes de que hubiera terminado el primero de los cortes del CD. Yo hice lo propio y seguí disfrutando, ya en la intimidad, de mis gaitas.

En fin, con todo lo grave que lo anterior pueda ser, existe un ruido todavía peor que los que nos revientan los oídos y es el ruido interior, que nos revienta el cerebro. Un ruido repetitivo, monótono, desasosegante, con capacidad para hipnotizarnos en cuanto nos descuidemos y, aún más terrible, que amenaza con acompañarnos durante toda la vida (y casi siempre lo consigue). Algunos filósofos se han referido a él llamándole de diversas formas. John Baines por ejemplo lo bautizó como “el loro” (en recuerdo del que se colocaba sobre los hombros de los piratas y repetía constantemente las mismas frases) que nos acompaña día y noche sin callar jamás y reiterando una serie de mensajes que nunca cambian: "tú tienes razón, no los demás", "quéjate por no tener esto o lo otro, porque tú te lo mereces", "tienes derecho a todo, aunque no hayas trabajado suficientemente por ello", etc. " Es increíble la cantidad de personas que toman sus decisiones en la vida no de acuerdo con sus deseos y expectativas sino de los "consejos" del "Loro". Yo le llamo la “memoria USB” porque nos la insertan desde fuera y posee una capacidad de información limitada pero machacona (y, lo más importante, programada por otras personas, no por nosotros) que nos fuerza a reaccionar de acuerdo con mecanismos prefijados y no con la libertad de la que debiéramos disfrutar.

No es extraño que una de las primeras cosas que enseñaran las Escuelas de Misterios en todo el planeta y a lo largo de los milenios (y que algunas religiones intentaron copiar más tarde, aunque se quedaron en la mera superficie, como por ejemplo las órdenes monásticas con voto de silencio -voto de silencio exterior pues la "memoria USB" de los monjes es incontrolable-) fuera el autocontrol, no sólo externo sino sobre todo y básicamente interno. Lograr hacer el silencio en el interior de uno mismo es una de las experiencias más impresionantes y arrolladoras que puede vivir un ser humano, capaz de cortarle a uno la respiración y con capacidad incluso para suspender el paso "normal" del tiempo. Es como traspasar las puertas del legendario palacio de Shangri-La y extasiarse ante la visión de la Naturaleza en todo su esplendor hasta fundirse literalmente con ella y sentirse uno con todas y cada una de las cosas..., porque de pronto todo, hasta lo en apariencia más absurdo, adquiere sentido.

Esta visión es, sin embargo, muy peligrosa, pues para el ser humano que está preparado la experiencia viene a ser como asomarse a las puertas del Cielo en vida..., pero para aquél que aún no se ha librado de su suciedad interna equivale a sacrificarle al altar de la Locura.

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