Se ha puesto muy de moda (la he oído ya en varias películas recientes, la he leído en varios libros) aquella vieja advertencia creo recordar que de origen chino que dice: Ten cuidado con lo que deseas, porque puede que los dioses te lo concedan. Es posible que lo hagan realmente. A veces me divierto pensando que esto que llamamos realidad en verdad no es sino una teleserie para los dioses, o quizá para los habitantes de la 4ª dimensión, que se entretienen con las aventuras y desventuras de nosotros, los habitantes de la 3ª, y siguen nuestra evolución con la misma pasión con la que nosotros nos entregamos a las telenovelas y los culebrones.
Sin embargo, sabemos que desear algo sin merecerlo es tan inútil como mantener una discusión con el eco: podremos echar toda la mañana, o todo el día, o toda la vida..., sin imponer nuestra opinión. Una de las primeras cosas que se enseña en la Universidad de Dios es que uno sólo consigue apoderarse de lo que quiere cuando se cumplen dos condiciones básicas:
1º.- Desear de verdad aquello que se quiere, no jugar a quererlo. Recuerdo el caso de cierto amigo que siempre se estaba quejando de su trabajo, al que no le veía más que pegas. Sin embargo, cuando tuve la oportunidad de mediar para que lograra otro mejor en una empresa diferente, se negó en redondo a abandonar su empleo -por miedo, básicamente, aunque él nunca lo reconoció- porque "ahora estoy bien aquí" y se puso a enumerarme las ventajas de quedarse con lo malo conocido.
2º.- Trabajar de verdad para materializar ese deseo. No basta con querer algo con toda el alma si luego uno no está dispuesto a hacer méritos -y los hace- para conseguirlo, sacrificando lo que haga falta. Hay un chiste antiguo que resume esto... Es el de aquella aristócrata que tras asistir al concierto de un famoso pianista se presentó en su camerino completamente obnubilada por su arte y le dijo: "Su música es como la de los ángeles. Daría mi vida por saber tocar así el piano." Y el pianista le contestó: "Señora, es lo que yo he hecho."
Comentando sobre el saco sin fondo que para el hombre común supone la expresión de los deseos, sobre todo en el mundo contemporáneo en el que el escaparate de apetencias es inmenso y se renueva regularmente para mantener siempre excitados a los consumidores, mi profesor de Filosofía Epícteto añadió una tercera condición:
Antes de emprender ningún proyecto, estudia bien lo que le precede tanto como lo que le sigue y sólo después dedícate a ello pues, si no observas esta precaución, en un primer momento tendrás placer en cuanto hagas..., pero cuando aparezcan las dificultades, serás vencido por la confusión.
Por ejemplo, querrías vencer en los Juegos Olímpicos. También yo, pues ¡eso sí que sería hermoso! Pero examina primero lo que le precede y lo que sigue a una empresa de este calibre. Tendrás que someterte al régimen disciplinario y alimenticio y abstenerte de golosinas, hacer ejercicios constantes en las horas señaladas haga frío o calor, beber agua porque el vino sólo podrás tomarlo en poca cantidad... En una palabra, deberás entregarte al ejercicio diario como si te tratara un médico y, sólo después de esta preparación, participar en los Juegos. Eso sí, una vez en ellos puedes resultar herido, tus piernas ser descoyuntadas, tú mismo ser humillado y, después de pasar todo esto, al final ser vencido y no llevarte ninguna gloria. Cuando hayas sopesado todo esto, ve si quieres y hazte atleta.
Y tenía toda la razón Epícteto. A veces nos invade el deseo por poseer sexualmente a tal o cual persona, o por ser millonarios, o por mandar nuestro trabajo a paseo y probar suerte en cualquier otro, o por... Escríbase a continuación lo que se desee. Sin embargo, no pensamos lo que eso llevará aparejado. Tras poseer a la persona, ¿qué haremos con ella? ¿La abandonaremos como un chucho flaco y lleno de pulgas? Tras hacernos millonarios, ¿podremos seguir haciendo la vida que hacemos ahora con la misma tranquilidad? Tras mandar nuestro trabajo a paseo y probar suerte en otro, ¿podremos volver a él si nos va mal en el nuevo?
Amigo mío, considera primero la naturaleza del asunto que vas a emprender y luego examina tu propia naturaleza para ver si es tan fuerte como para soportar la carga que quieres asumir, pues no todos nacimos para la misma cosa.
Así concluyó Epícteto su breve pero sensacional -como siempre- discurso.
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