A comienzos de este mismo siglo XXI, antes de ayer como quien dice, la empresa norteamericana Media Dynamics con sede en Nueva York, calculó que el ciudadano estadounidense medio estaba expuesto a un total de 254 mensajes publicitarios diferentes cada día. Eso significa casi un 25 por ciento más que a mediados de los años setenta del siglo anterior. Diez años más tarde, es de suponer que (además de poder extrapolar el dato a Europa) esa cantidad se ha incrementado a medida que lo han hecho los millones de páginas de Internet, los numerosos operadores de sistemas por cable o vía satélite que transmiten decenas de canales de televisión, los miles de revistas en papel que se publican cada mes, las ya incontables emisoras de radio que emiten tanto por el sistema tradicional como a través de la web...
Vivimos ahogados en un mundo de información y publicidad, lo que para las empresas que se dedican a ambos tipos de negocios supone un auténtico desafío, un reto en verdad muy difícil de afrontar que califican técnicamente como problema de amontonamiento porque ¿cómo llamar la atención del usuario/consumidor en medio de semejante maremagnum?
Un ejemplo de la dificultad para enganchar a la audiencia lo ofreció la compañía Coca Cola durante los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Pagó entonces la nada despreciable, y por cierto esotérica, cantidad de 33 millones de dólares de los de aquella época por los derechos de patrocinio de uno de los principales acontecimientos deportivos del mundo. Y, sin embargo, el tremendo despliegue publicitario de la zarzaparrilla americana por excelencia no tuvo demasiado éxito, si hacemos caso a los estudios de mercado que se elaboraron en aquel momento: sólo un 12 por ciento de los telespectadores dijo haber reconocido la marca como la del refresco oficial de los Juegos. Es más, ¡un 5 por ciento de los telespectadores aseguró estar convencido de que la marca patrocinadora era en realidad Pepsi Cola!
Todos los estudios más recientes aseguran que las audiencias están tan saturadas que su cerebro funciona casi como el estómago de aquellos depravados ciudadanos de la Antigua Roma que organizaban orgía tras orgía en las que primero engullían todo tipo de alimentos más allá de lo razonable para enseguida vomitarlos y así hacer sitio a más comida..., que luego devolvían otra vez para repetir la experiencia hasta el hartazago.
Sabemos, por ejemplo, que las frases publicitarias además de ingeniosas, simpáticas y llamativas no deben llegar a las ocho palabras y mejor si se quedan en cinco o seis: una frase corta, un eslógan mínimo pero impactante. Si no cumplen con estas características, no quedarán fijadas en las audiencias. Otra investigación asegura que, durante una pausa publicitaria de dos minutos y medio, a partir de los cuatro anuncios diferentes de al menos quince segundos de duración, la eficacia de los susodichos mensajes se reduce prácticamente a cero, con independencia de lo que se cuente.
Nuestra mente está tan saturada que, sencillamente, somos incapaces de recordar (aún más, no somos capaces de ver siquiera en el mismo momento en que lo tenemos ante nosotros) la mayor parte de los que se nos dice, de lo que vemos o lo que escuchamos. No obstante, hay otra consecuencia de esta saturación, y es mucho más preocupante para el propio usuario que para el publicista. O debería serlo. Y es que gran parte de la publicidad que nos bombardea diariamente (desde la televisión encendida en casa como "música de fondo", desde la radio que escucha el conductor de nuestro autobús, desde los márgenes de las webs que visitamos en nuestro ordenador, desde los espantosos soportes publicitarios instalados por los Ayuntamientos de las grandes ciudades...) termina actuando sobre nosotros como si fuera subliminal ya que ingresa en nuestro cerebro sin que realicemos una mínima labor de discriminación. Está ahí y no le prestamos atención conscientemente, pero acaba alojándose en algún lugar de nuestra mente y ocupando un sitio que no le corresponde y que, aparte de limitar nuestras funciones mentales para lo que de verdad nos interesa, acabará condicionando nuestra conducta futura.
En efecto, ¿por qué nos gusta un determinado tipo de coche o una bebida o una colonia o, un poco más allá, un tipo de hombre o de mujer, un equipo de fútbol, un país concreto, un candidato político, una forma de gobierno, una religión...? Al final, si conseguimos detenernos en el arcén aunque sea durante unos minutos y nos tomamos la molestia de darle un par de vueltas al asunto, llegaremos a la sorprendente y desoladora conclusión de que nuestras ideas y opiniones, ésas que creemos tan íntimas, las banderas que defendemos, por las que luchamos y matamos o morimos..., resulta que no son tan nuestras como pensábamos.
Y yendo ahora un paso todavía más allá... Es ciertamente una estrategia diabólica: la mejor forma de esconder algo consiste en crear miles de copias semejantes, de manera que el buscador sea incapaz de diferenciar el original del duplicado. Millones mueren todos los días ahogados y abrazándose tan desesperada como inútilmente a un salvavidas de papel mientras el salvavidas de verdad flota, confundido entre la multitud de copias. Sólo el espíritu alerta y el corazón fuerte son capaces de reconocerlo.
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