Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 26 de marzo de 2010

Los amos

No es que hayan llegado en el siglo XX. Es que llevan aquí con nosotros desde siempre, entre otras cosas porque son nuestros amos. Igual que nosotros poseemos y rentabilizamos gallinas, cerdos y vacas, ellos nos usan para alimentarse de otra manera. No todos los objetos extraños que se ven en los cielos les pertenecen a ellos, pero sí buena parte. Esos mismos objetos cuya existencia niegan los escépticos: esa estirpe de ignorantes que cree con fanatismo digno de mejor causa en la superioridad del ser humano en lo alto de la escala evolutiva.

En su The Gods of Eden (Los dioses del Edén) el misterioso William Bramley desmonta con facilidad y limpieza los argumentos habituales de los escépticos antes las "luces en el cielo", dos de los cuales son profusamente utilizados en los medios de comunicación como si fueran dogmas de fe. Claman, en primer lugar, que con tantos avistamientos como se registran de objetos voladores no identificados en todo el mundo, ¿cómo es que no tenemos todavía en nuestro poder alguno de ellos? ¿Son acaso infalibles? ¿No se deterioran, no se estrellan, no se caen? Algún resto eberíamos tener ya en nuestro poder..., afirman. Es más, plantean en segundo lugar, ¿Cómo es que ni siquiera tenemos una buena foto suya? Lo bueno es que Bramley no necesita emplear el argumento puramente conspiranoico que tanto gusta a Mac Namara (poseemos algunas de sus naves, etc., pero están en poder de comités secretos de gobiernos que saben y callan) para deshacer las protestas de los escépticos...

Así pues, respondiendo a su primera queja... Cada año despegan, sólo de los aeropuertos de los Estados Unidos, millones de vuelos con destino a otro punto del país o fuera de él. Si nos tomamos la molestia de mirar al cielo (aunque es bien cierto que la mayoría de las personas no suele hacerlo a menudo más que para comprobar si está soleado o nublado), sobre todo en las inmediaciones de los aeropuertos, tendremos la ocasión de contemplar los aviones que de manera constante llegan o se marchan, recorriendo autopistas invisibles por encima de nuestras cabezas. Son muchos pero, a pesar del enorme volumen de aparatos voladores, ¿cuántas personas conocemos que se hayan encontrado con los restos de un avión destrozado o con el cadáver de algún miembro de la tripulación o de un pasajero? ¿Cuántas se han encontrado con algún pedazo de instrumento de navegación o algún resto desprendido de un avión de aerolínea? Y, en realidad, si no fuera porque de hecho sabemos lo que es un avión comercial e incluso hemos montado en él en sucesivas ocasiones, ¿acaso seríamos capaces de reconocerlo (o reconocer sus restos)? Hay interesantes estudios sobre el impacto que para las escasas tribus indígenas que quedan en lugares apartados de la civilización como la Amazonia o algunas islas del sur de Asia poseen esos, para ellos, atemorizadores “pájaros de trueno” que de vez en cuando muestran su imponente silueta allá en lo alto.

Buena prueba de la seguridad del transporte aéreo y del carácter de excepcionalidad que posee un accidente grave (a pesar de la paranoia terrorista inducida en la que nos han introducido y nos mantienen los señores mandatarios de ambos lados del Atlántico) es el hecho de que cualquier siniestro, sobre todo si se trata de un gran avión de pasajeros, inmediatamente ocupa las portadas de los medios de comunicación durante días con dramáticas imágenes y recreaciones infográficas. Entre tanto todos los días (y al final del año suman un porcentaje bastante más elevado que las víctimas anuales de la aviación) mueren personas en accidentes de tráfico que en la mayoría de las ocasiones no merecen ni siquiera una breve información.

Bramley echa mano de las estadísticas de la US Federal Aviation Administration para ejemplificar aún más la cuestión: aproximadamente uno de cada un millón de vuelos (¡uno de cada un millón! es un porcentaje de seguridad impresionante) del transporte aéreo en EE.UU. sufre un accidente serio. Y como tal se entienden las colisiones, pero también los siniestros durante el aterrizaje o la pérdida en vuelo de una parte significativa de la aeronave. Pues bien, supongamos que las extrañas naves que recorren nuestros cielos poseen un porcentaje de seguridad similar (aunque habría que creer que es aún mayor, teniendo en cuenta su superior –obviamente- tecnología), no mayor ni menor sino similar. Supongamos también que practican unos 2.000 vuelos al año, casi media docena al día, lo que es por cierto dar mucho margen porque no se reportan tantos avistamientos a pesar de la regularidad de los mismos. Por supuesto, suponiendo que todos esos vuelos se realizan a una altura lo bastante baja para que, en caso de accidente, los restos puedan caer a tierra antes de desintegrarse en las capas altas de la atmósfera.

Con todos estos datos, descubrimos que estadísticamente una nave no humana que surcara nuestro espacio aéreo podría estrellarse o dejar caer parte de sus restos… ¡una vez cada 500 años! Si tomamos en cuenta el desarrollo histórico conocido de nuestra civilización, estamos hablando de apenas una docena de oportunidades desde la época de las primeras ciudades… Y eso suponiendo que el objeto volador no identificado, el "carro de fuego" como le llamaban nuestros antepasados, se estrellara en algún lugar habitado: recordemos que tres cuartas partes de de la Tierra son en realidad agua. Y que aún sobre la tierra existen inmensos parajes todavía hoy no hollados físicamente por el pie humano, por muchas fotografías vía satélite que tengamos de ellos: desde gran parte de la tundra siberiana hasta innumerables puntos de los desiertos africanos o americanos, pasando por las selvas asiáticas…

En consecuencia, aunque naves extraterrestres lleven milenios volando sobre nuestras cabezas no podemos exigir disponer de ese tipo de restos. La mejor evidencia que podríamos esperar es la aportada por los testigos oculares… ¡Justo la evidencia que tenemos, y además en abundancia! Y no sólo de paletos analfabetos, sino de pilotos, médicos, militares, abogados y muchas otras profesiones “respetables” y con la “credibilidad” que nos negamos a conceder a los hombres del campo, por lo general más sencillos pero también honrados.

Y respondiendo al segundo argumento escéptico, el de las fotografías, se puede desmontar con igual facilidad. Dicen: deberíamos tener ya no una foto sino un auténtico book de imágenes de gran calidad en lugar de, en el mejor de los casos, unas fotos borrosas y lejanas que podrían representar cualquier cosa. Sin embargo, entre el 90 y el 95 por ciento de los avistamientos de objetos voladores no identificados prueban ser naves humanas o fenómenos naturales. En torno al 2 por ciento son falsificaciones. Sólo el resto son casos susceptibles de interesarnos. Estamos hablando de un exiguo porcentaje de entre 3 y 8 de cada 100 casos reportados. La mayoría de ellos son además avistamientos nocturnos y en general se producen no en lugares turísticos donde hay miles de personas con sus cámaras de última generación preparadas y apuntando, dispuestas para tomar LA foto sino en cualquier otro lugar donde, según las estadísticas, como mucho una de cada diez mil personas lleva encima una cámara fotográfica (y recordemos que aunque la cámara de fotos sea un objeto de lo más normal para nosotros hoy día –aunque sólo en los últimos decenios se ha popularizado su uso-, no lo es en la mayor parte del mundo donde la pobreza impide disponer de ellas).

Teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los avistamientos dura unos segundos y que además el impacto de ver un objeto tan extraño ante nosotros puede limitar seriamente nuestra capacidad de reacción, no es extraño que no dé tiempo a tomar fotografías artísticas precisamente… Es cierto que en los últimos años las cámaras portátiles se han multiplicado, integradas en los teléfonos móviles (y en consecuencia, también se han multiplicado las fotos), pero la capacidad de reacción ante lo asombroso sigue siendo la misma.

Sí, claro que están allí arriba, paseándose por sus dominios. Vigilando su propiedad.

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