El estudio del ser humano y de sus mecanismos de conducta es una de las materias más fascinantes del mundo y de hecho en la Universidad de Dios hay varias asignaturas que de una forma u otra tocan este asunto. Para convertirse en una deidad uno tiene que haber trascendido el estado meramente humano y para lograr este objetivo primero hay que conocer perfectamente las virtudes y los defectos de este organismo de carbono que empleamos para encarnar en este pequeño planeta perdido en una esquina de la galaxia. Por eso no me canso de analizar (y en ocasiones reproducir a nivel privado) los experimentos a los que psicólogos y analistas de la conducta de todos los pelajes someten constantemente a distintos grupos de hombres y mujeres para investigar el porqué de su forma de actuar. Uno de los más curiosos sobre los que he tenido noticia en los últimos tiempos fue el diseñado por John Darley y Daniel Batson, de la Universidad de Princeton, para comprobar cuál es la razón última que nos lleva a ayudar o no a una persona en apuros.
Ambos psicólogos decidieron reproducir la historia neotestamentaria del buen samaritano que aparece en el Evangelio de San Lucas y que es tal vez una de las más conocidas parábolas pronunciadas por Jesús en defensa de la misericordia, la piedad y el amor al prójimo. En ella se relata cómo un viajero que transitaba por el camino entre Jerusalén y Jericó fue asaltado por unos bandidos que le golpearon, robaron y dejaron por muerto. Dos personas teóricamente piadosas y muy religiosas, un sacerdote judío y un levita, pasan por allí pero se desentienden del infortunado viajero y continúan su camino. La tercera persona en encontrarse con el herido es un samaritano, quien sí se acercó al viajero, le hizo una cura de primeros auxilios y finalmente le condujo a una posada para que se recuperase. La gracia de la parábola es que los samaritanos estaban considerados como una especie de herejes y apestados entre los rabinos y doctores de la ley judaica, porque desarrollaban su culto en el monte Garizim en lugar del templo de Jerusalén y sólo aceptaban a Moisés como profeta, además de desdeñar los textos del Talmud y otros escritos de la ortodoxia judía. Por cierto que los samaritanos odiaban a los judíos por la cantidad de ocasiones en las que éstos habían atacado y destruido su templo en Garizim. Que un samaritano se detuviera en el camino para echar una mano a un judío, olvidándose del odio que enfrentaba a ambas comunidades para contemplar sólo la ayuda de un ser humano a otro, es casi como si hoy un miliciano palestino encontrara herido por un accidente de tráfico a un soldado israelí y parara su propio vehículo para echarle una mano.
Darley y Batson se propusieron replicar el suceso con estudiantes del Seminario de Teología de Princeton y para ello se reunieron, uno por uno, con un grupo de ellos. A cada estudiante le pidieron que preparara una charla sobre un tema extraído de la Biblia y luego se acercara a un edificio próximo para exponerla. Según lo hiciera, así recibiría una calificación que le serviría en su carrera en el Seminario. En realidad, el objetivo es que en el camino entre ambos edificios se encontraran con un tipo contratado para quedar tirado en medio del callejón, tosiendo y lamentándose, con los ojos cerrados, como si le pasara realmente algo malo. Y la pregunta, claro, es cuántos estudiantes pasarían de largo y cuántos se detendrían a ayudarle. Y por qué.
Para enriquecer el estudio, los psicólogos introdujeron tres factores variables:
1º.- Todos los estudiantes rellenaron, antes de comenzar el experimento, un cuestionario idéntico sobre las razones por las que habían decidido estudiar Teología. Se les pedía que explicaran si es que ésta era una herramienta útil para dar sentido a su propia vida o acaso les atraía ayudar a los demás o tal vez crecer interiormente de manera espiritual. Debían señalar el motivo principal que les animaba en su trabajo.
2º.- Se escogieron temas distintos para improvisar las charlas. A unos estudiantes se les pidió que la desarrollaran sobre la importancia del clero profesional a la hora de fomentar la vocación religiosa y a otros se les propuso que hablaran precisamente de la parábola del buen samaritano.
y 3º.- Justo antes de salir del edificio principal con destino al otro en el que tenían que dar la charla (y previamente encontrarse al tipo tirado en la calle), a unos se les azuzó con frases como "¡Vete deprisa, ya llegas tarde! ¡Te están esperando hace rato! ¡Cómo se nos ha podido pasar la hora! ¡Corre, no te demores más!" mientras que a otros les dijeron frases más calmadas como "Aún tienes tiempo, aunque podrías ir yendo para allá".
Planteado el experimento podemos hacer un ejercicio de predicción sobre quién hizo de buen samaritano y quién no. Casi todo el mundo que ha tenido oportunidad de examinarlo a priori dice que los seminaristas que con mayor probabilidad se pararon a ayudar al hombre necesitado de ayuda fueron los que (1º) en los cuestionarios previos insistieron en la idea de cursar Teología para ayudar a los demás o los que (2º) precisamente por haber recordado la parábola estaban predispuestos a reconocer la situación y ofrecer su compasión al necesitado... Sin embargo ninguna de esas variables fue la determinante. De hecho, según las conclusiones de los propios Darley y Batson, "no incrementaron de manera significativa la conducta en ayuda del hombre" sino que "al contrario, más de un seminarista a punto de dar una charla sobre el buen samaritano se tropezó con la víctima y siguió su camino a toda velocidad" sin reparar en ella. Así que el factor 3º se reveló como el decisivo: ¡lo que contaba a la hora de ayudar era si el estudiante llegaba tarde a su charla o tenía tiempo de sobra! Entre los estudiantes que iban con prisa, sólo 1 de cada 10 se detuvo a ayudar. Entre los que tenían tiempo de sobra, el 63 por ciento ayudó al tipo en la calle.
En resumidas cuentas: unas simples palabras ("Apúrate, que llegas tarde"), una orden que llegó desde fuera, cambiaron en un instante a personas teóricamente interesadas por la compasión, la piedad, la religión, la espiritualidad..., en otras completamente distintas a las que el sufrimiento del prójimo les traía sin cuidado porque lo más importante para ellas era cumplir su agenda personal. La conclusión es demoledora: las presuntas convicciones de nuestro corazón o los presuntos razonamientos lógicos de nuestra mente son menos importantes a la hora de actuar frente al peso que imponen las circunstancias externas inmediatas en las que nos movemos (en contra de lo que recomienda mi querido profesor Epicteto: veánse las referencias al respecto en este mismo blog).
Creo que esto resuelve mucho del clásico problema acerca de la existencia o no del libre albedrío entre los mortales.
Ambos psicólogos decidieron reproducir la historia neotestamentaria del buen samaritano que aparece en el Evangelio de San Lucas y que es tal vez una de las más conocidas parábolas pronunciadas por Jesús en defensa de la misericordia, la piedad y el amor al prójimo. En ella se relata cómo un viajero que transitaba por el camino entre Jerusalén y Jericó fue asaltado por unos bandidos que le golpearon, robaron y dejaron por muerto. Dos personas teóricamente piadosas y muy religiosas, un sacerdote judío y un levita, pasan por allí pero se desentienden del infortunado viajero y continúan su camino. La tercera persona en encontrarse con el herido es un samaritano, quien sí se acercó al viajero, le hizo una cura de primeros auxilios y finalmente le condujo a una posada para que se recuperase. La gracia de la parábola es que los samaritanos estaban considerados como una especie de herejes y apestados entre los rabinos y doctores de la ley judaica, porque desarrollaban su culto en el monte Garizim en lugar del templo de Jerusalén y sólo aceptaban a Moisés como profeta, además de desdeñar los textos del Talmud y otros escritos de la ortodoxia judía. Por cierto que los samaritanos odiaban a los judíos por la cantidad de ocasiones en las que éstos habían atacado y destruido su templo en Garizim. Que un samaritano se detuviera en el camino para echar una mano a un judío, olvidándose del odio que enfrentaba a ambas comunidades para contemplar sólo la ayuda de un ser humano a otro, es casi como si hoy un miliciano palestino encontrara herido por un accidente de tráfico a un soldado israelí y parara su propio vehículo para echarle una mano.
Darley y Batson se propusieron replicar el suceso con estudiantes del Seminario de Teología de Princeton y para ello se reunieron, uno por uno, con un grupo de ellos. A cada estudiante le pidieron que preparara una charla sobre un tema extraído de la Biblia y luego se acercara a un edificio próximo para exponerla. Según lo hiciera, así recibiría una calificación que le serviría en su carrera en el Seminario. En realidad, el objetivo es que en el camino entre ambos edificios se encontraran con un tipo contratado para quedar tirado en medio del callejón, tosiendo y lamentándose, con los ojos cerrados, como si le pasara realmente algo malo. Y la pregunta, claro, es cuántos estudiantes pasarían de largo y cuántos se detendrían a ayudarle. Y por qué.
Para enriquecer el estudio, los psicólogos introdujeron tres factores variables:
1º.- Todos los estudiantes rellenaron, antes de comenzar el experimento, un cuestionario idéntico sobre las razones por las que habían decidido estudiar Teología. Se les pedía que explicaran si es que ésta era una herramienta útil para dar sentido a su propia vida o acaso les atraía ayudar a los demás o tal vez crecer interiormente de manera espiritual. Debían señalar el motivo principal que les animaba en su trabajo.
2º.- Se escogieron temas distintos para improvisar las charlas. A unos estudiantes se les pidió que la desarrollaran sobre la importancia del clero profesional a la hora de fomentar la vocación religiosa y a otros se les propuso que hablaran precisamente de la parábola del buen samaritano.
y 3º.- Justo antes de salir del edificio principal con destino al otro en el que tenían que dar la charla (y previamente encontrarse al tipo tirado en la calle), a unos se les azuzó con frases como "¡Vete deprisa, ya llegas tarde! ¡Te están esperando hace rato! ¡Cómo se nos ha podido pasar la hora! ¡Corre, no te demores más!" mientras que a otros les dijeron frases más calmadas como "Aún tienes tiempo, aunque podrías ir yendo para allá".
Planteado el experimento podemos hacer un ejercicio de predicción sobre quién hizo de buen samaritano y quién no. Casi todo el mundo que ha tenido oportunidad de examinarlo a priori dice que los seminaristas que con mayor probabilidad se pararon a ayudar al hombre necesitado de ayuda fueron los que (1º) en los cuestionarios previos insistieron en la idea de cursar Teología para ayudar a los demás o los que (2º) precisamente por haber recordado la parábola estaban predispuestos a reconocer la situación y ofrecer su compasión al necesitado... Sin embargo ninguna de esas variables fue la determinante. De hecho, según las conclusiones de los propios Darley y Batson, "no incrementaron de manera significativa la conducta en ayuda del hombre" sino que "al contrario, más de un seminarista a punto de dar una charla sobre el buen samaritano se tropezó con la víctima y siguió su camino a toda velocidad" sin reparar en ella. Así que el factor 3º se reveló como el decisivo: ¡lo que contaba a la hora de ayudar era si el estudiante llegaba tarde a su charla o tenía tiempo de sobra! Entre los estudiantes que iban con prisa, sólo 1 de cada 10 se detuvo a ayudar. Entre los que tenían tiempo de sobra, el 63 por ciento ayudó al tipo en la calle.
En resumidas cuentas: unas simples palabras ("Apúrate, que llegas tarde"), una orden que llegó desde fuera, cambiaron en un instante a personas teóricamente interesadas por la compasión, la piedad, la religión, la espiritualidad..., en otras completamente distintas a las que el sufrimiento del prójimo les traía sin cuidado porque lo más importante para ellas era cumplir su agenda personal. La conclusión es demoledora: las presuntas convicciones de nuestro corazón o los presuntos razonamientos lógicos de nuestra mente son menos importantes a la hora de actuar frente al peso que imponen las circunstancias externas inmediatas en las que nos movemos (en contra de lo que recomienda mi querido profesor Epicteto: veánse las referencias al respecto en este mismo blog).
Creo que esto resuelve mucho del clásico problema acerca de la existencia o no del libre albedrío entre los mortales.
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