Una de las consecuencias más tediosas de mantener una identidad corriente, una reencarnación digamos regular, es que te obliga a asumir una serie de responsabilidades que no te interesan lo más mínimo pero hay que cumplir porque es un deber. Si por mí fuera, todo el rato que no estoy estudiando o haciendo prácticas en la Universidad de Dios me lo pasaría viajando por el mundo. Pero viajando de verdad, en una travesía de ésas como las de antes, que duraban seis meses para cubrir trescientos kilómetros, por ejemplo. Y no como hace la gente ahora, que se va a los sitios más lejanos y extravagantes sólo para hacerse una foto o grabarse un video y luego volver rápido a casa a enseñárselo a los demás para presumir de viaje exótico.
Lo malo es que para poder hacer eso necesitaría unos ingresos de los que mi categoría de estudiante de Segundo de carrera no me permite disponer. He oído que una de las asignaturas de Cuarto es Alquimia, así que imagino que los alumnos que lleguen a esas alturas no tendrán problemas para generar sus propios dineros regularmente (sobre todo al precio que han puesto el oro en los mercados internacionales los Señores de las Finanzas). Teniendo en cuenta lo que me está costando poder pasar a Tercero (ya no sé si llevo ocho o diez años repitiendo Segundo, pero es que nadie dijo que la carrera de Dios fuera fácil), veo lo de la Alquimia todavia muuuuy lejos.
Así que me toca asumir responsabilidades de humanos normales. Por ejemplo: asistir a juntas de vecinos. Anoche me tocó una y salí después de tres horas con la cabeza como un bombo, como dicen los castizos. Durante gran parte de la reunión tuve la desagradable impresión de ser el protagonista de una de esas películas de terror en las que de repente empieza a oír a todo el mundo desgañitándose a su alrededor, hablando a menos revoluciones de lo normal y con eco, en un idioma incomprensible, mientras se siente caer, caer...
Una frase que dijo uno de los vecinos me llamó mucho la atención. Era a propósito de uno de los eternos temas de discusión en las comunidades de vecinos: horarios y temperaturas de la calefacción. A un lado del ring, los partidarios de subir ambos parámetros porque pasan frío. A otro lado del ring, los partidarios de no tocarlos, porque están bien así y no quieren gastar más. Cruce de acusaciones, amenazas a la italiana ("sujetadme, que este tío se va a enterar quién soy yo" y etc.) y sensación de profunda pérdida de tiempo: ¿por qué demonios tenía que estar yo allí perdiendo el tiempo, si tenía pendiente un proyecto de transmutación en casa?
El caso es que se votó subir la calefacción o mantenerla y ganaron los partidarios de esta segunda opción (yo no voté ni a unos ni a otros, me abstuve: total, la mayor parte del tiempo que paso en el pequeño apartamento con Mac Namara es porque estoy durmiendo). Y ahí viene la frase del vecino. Se puso muy digno, hizo callar a todos como si fuera a soltar allí la perla filosófica del siglo y, engolando la voz, dijo textualmente: "Esta actitud de la comunidad me ofende..., me siento ofendido por el resultado de esta votación".
Y se calló, enfurruñado. Imagino que el hombre pretendía impresionar al resto de vecinos con su actitud pero sus palabras más bien pasaron entre ellos sin hacer ruido, ansiosas de perderse en el espacio cuanto antes. No obstante, yo me quedé pensando: ¿le ofende? Yo comprendería que hubiera dicho que estaba enfadado, que no entendía la poca solidaridad de sus vecinos hacia su situación, que les llamara avaros por no querer gastarse un poco más en consumo de calefacción..., pero ¿ofenderse por eso? ¿Y habiendo votado legalmente y siendo la decisión el resultado de una votación democrática entre los allí presentes? Por la misma razón, cualquier otro vecino podría haberse dicho ofendido también, por el hecho de que el primero dijera que le ofendía todo aquello.
Comentando esta mañana con Epícteto, casi no me dejó terminar la anécdota. Se carcajeó a gusto por lo que le conté y me respondió:
¿Acaso tienes un hermano injusto o mala persona? A pesar de ello, debes conservar respecto a él tu rango de hermano y no despreciarlo, pues lo que te interesa no es lo que él hace, sino lo que tú debes hacer. Cuando estés con él, observa el estado en el que está tu propia libertad y preocúpate de hacer lo que la Naturaleza quiere que tú hagas, no lo suyo. Recuerda que ninguna persona, ni aún tu hermano, puede ofenderte ni herirte jamás. Si tú no lo deseas, nunca serás herido..., excepto si crees serlo. Y para creerlo, debes dar vía libre a la ofensa hacia tu propio interior, pero entonces la culpa será tuya.
Después se marchó sonriendo por el jardín del campus y yo me quedé haciendo examen de conciencia, pensando cuántas veces me habré sentido ofendido por auténticas estupideces que no son más que opiniones ajenas, en general dichas con la mayor de las ligerezas y sin tener ni idea sobre lo que se está opinando.
Y recordé aquella gran verdad que me ha comentado más de una vez mi tutor en la Universidad de Dios:
A menudo el que más se ofende suele ser porque se cree muy importante..., aunque no lo sea más que para sí mismo. En todo caso, no temas al enfrentamiento y el debate. Y, por definición, nunca intentes contentar a los demás, porque eso sería como entregarles la dirección de tu propia vida.
A menudo el que más se ofende suele ser porque se cree muy importante..., aunque no lo sea más que para sí mismo. En todo caso, no temas al enfrentamiento y el debate. Y, por definición, nunca intentes contentar a los demás, porque eso sería como entregarles la dirección de tu propia vida.
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