Hace mucho tiempo, cuando aún me estaba preparando en una academia especial para ingresar en la Universidad de Dios, surgió en clase el tema de la protección del medio ambiente, la conservación de la Naturaleza y los problemas de la contaminación. En aquella época apenas se hablaba sobre estos asuntos porque los medios de comunicación de masas no les dedicaban apenas tiempo y en consecuencia no preocupaban lo más mínimo a los humanos corrientes (de hecho, hoy sigue sin preocuparles, a no ser que haya alguien cerca con el que quieran quedar bien y es entonces cuando todos empiezan a opinar sobre el "calentamiento" global, el "deshielo" de los Polos y la polinización de las margaritas, como si supieran de qué están hablando).
El asunto se planteó en clase de Apocalipsis (sí, el director de la academia era un poco radical y le gustaban mucho las asignaturas melodramáticas: dí tú que luego ni en la prueba de acceso a la Universidad de Dios, ni en lo que llevo de carrera se ha hablado para nada del fin del mundo, pero en ese momento era casi dogma de fe...), cuando examinábamos las diversas opciones a nuestra disposición para cargarnos el planeta y poner fin a la Humanidad de una vez y para siempre. Que si la guerra nuclear, que si un envenenamiento masivo provocado por un virus, que si un cuerpo cósmico de trayectoria errática, que si una invasión de extraterrestres genocidas..., que si la transformación de la Tierra en un estercolero por obra y gracia de los humanos. Particularmente, ésta era una de las que más miedo me daba, porque
me parecía tal vez la más plausible de todas. No es que profesara un espíritu especialmente ecologista, pero ya llevaba unos cuantos años practicando en casa tras matricularme en la Universidad de Magos a Distancia (dejé esta carrera al entrar en la de Dios: me parece que tiene más salidas ésta última) y conocía hasta qué punto la polución de cualquier tipo (del agua, de los alimentos, de la vegetación, lumínica, etc.) podía alterar un conjuro o un hechizo hasta convertirlo en inservible o, peor, rebotar y revolverse contra quien lo hubiera lanzado.
Recuerdo que le expresé al profesor mis temores en ese sentido. El profesor era el eminente (bueno..., eminente entonces, porque cuando le veo ahora me parece mentira que el tipo me haya dado clase) Mikhael Baltas, quien me miró con ojos de "chaval, tú no tienes ni idea" y sonrisilla de "a ver si aprendes algo del que sabe..., o sea: yo". Luego se dirigió a toda la clase asegurando que esos miedos por mi parte eran absolutamente infundados porque la Tierra era un ser vivo (Lovelock y Margulis todavía no habían empezado a dar la brasa con su famosa hipótesis de Gaia) y no permitiría que otro ser más pequeño e insignificante que ella se le subiera a las barbas, como suele decirse. Es más, citó a un sabio eremita que él conocía, aunque no dio su nombre ni su filiación, y aseguró que este hombre había recibido la misma revelación hablando con un cangrejo junto a un río: "Antes de que la Humanidad acabe con la Tierra, la Tierra acabará con la Humanidad", asegura que le soltó. Por cierto que tampoco dio el nombre ni la filiación del cangrejo.
Pasado un tiempo comprendí que no le faltaba parte de razón. Sí, nuestro planeta es, después de todo, un ser vivo (esto es de Primero de carrera...) aunque a un nivel que el hombre común no se puede imaginar..., de la misma forma que la hormiga que se pasea por nuestra mano no tiene entendimiento suficiente para comprender que lo que está recorriendo no es una simple roca o un pedazo de madera sino un (para ella) coloso que puede destruirla sin esfuerzo con un leve gesto en cualquier momento. Esta falta de perspectiva es la que falla en los análisis generales que el hombre contemporáneo suele confeccionar de sí mismo en relación con la Tierra y con el resto del universo en general. Tratamos de aplicar escalas humanas a lo que se mueve, literalmente, en dimensiones mucho mayores, que poseen su propio ritmo, su propia lógica y su propia manera de actuar.
Esta mañana, el WWF o Fondo Mundial de la Naturaleza insistía en sus estudios y predicciones pesimistas (los grandes grupos ecologistas sólo ofrecerán noticias negativas, cuanto más alarmista mejor, sobre el medio ambiente y nunca reflejarán las informaciones positivas -que también las hay- porque no les interesa: se les acabaría el negocio) asegurando que la llamada "huella ecológica" se ha duplicado en sólo 15 años. Esa "huella" es la forma de medir el impacto del consumo humano sobre los ecosistemas y su capacidad de regenerarse. Y la situación es tan mala que, o cambia drásticamente el ritmo actual de consumo de recursos naturales, o para el año 2030, pasado mañana como quien dice, necesitaremos un segundo planeta. De hecho, se supone que ya estamos consumiendo un 50 por ciento más de lo que la Tierra es capaz de generar (me pregunto entonces de dónde está saliendo en este momento esa cantidad extra de recursos). Por supuesto y como es habitual en estos documentos, los occidentales somos culpables en grado sumo respecto a cualquier otro pueblo del mundo. Un habitante de EE.UU., dice WWF, deja una "huella ecológica" seis veces más profunda que un africano (mmmh..., ¿a pesar de que las campañas de reciclaje, las tecnologías limpias, la reforestación y demás estrategias positivas se desarrollan en un 90 % en EE.UU. y Europa?)
Hará unos cuatro años, la revista New Scientist publicó un estudio muy interesante sobre lo de las huellas ecológicas y demás clichés ecologistas. Después de recordar y dejar bien sentado que el ser humano es uno de los más voraces que existen, capaz de colonizar, sobreexplotar y arrasar más de un tercio de la superficie terrestre en unos pocos miles de años, advierte de que si cualquier día se produjera el exterminio absoluto y total de la Humanidad, el planeta no tardaría más de cien mil años en barrer los restos de nuestra obra y la Tierra volvería a flotar en el espacio como si nunca hubiéramos hecho acto de presencia. Cien mil años parece mucho tiempo, pero es una auténtica tontería, en términos cósmicos.
New Scientist afirmaba que la primera polución en desaparecer sería la lumínica. El mundo se quedaría a oscuras en los pocos días que tardaran las placas solares y las plantas eólicas en colapsar. Y, desaparecida la electricidad, que es uno de los más importantes soportes de nuestra civilización contemporánea aunque por lo común la tratamos como algo corriente cuya existencia se sobreentiende, todas las máquinas que se mantienen automáticamente se detendrían ipso facto. Sólo tres meses más tarde de nuestra desaparición, el nivel de contaminación habría descendido de manera espectacular y, pasados diez años, el metano desaparecería prácticamente de la atmósfera. La falta de uso y sobre todo de mantenimiento destruiría en pocos años infraestructuras hoy tan importantes como carreteras, aeropuertos y rascacielos (para los monstruos de metal y cristal, se cifra en 200 el número de años que tardarían en desmoronarse) y nuestras ciudades quedarían cubiertas por la vegetación al estilo de las precolombinas o los viejos templos camboyanos en no más de un siglo. El atún rojo, las ballenas, las anchoas y demás especies amenazadas verían resuelto su problema pues en unos 50 años se recuperaría toda la población de especies marinas, al tiempo que desaparecerían los nitratos y los fosfatos vertidos al agua. Los corales tardarían un poquito más en regenerarse, pero no demasiado: unos 500 años. Si dejamos pasar un poco más de tiempo, unos mil años, la mayor parte de los vertederos (al menos su contenido orgánico) habría desaparecido y también los edificios de ladrillo, piedra y cemento. Los plásticos y los cristales aguantarían algo más, unos 50.000 años.
A partir de ese momento, los ocupantes de una nave extraterrestre que descendiera sobre nuestro planeta sólo podrían deducir la existencia de la Humanidad en algún momento de la antigüedad de la Tierra en el dudoso caso de que llegaran a toparse con algún rastro arqueológico o bien si analizaran algunos de nuestros productos químicos artificiales, para los que se calcula unos 200.000 años de vida. La basura radioactiva sería lo último en desaparecer, pues podría seguir activa y mortalmente tóxica hasta dos millones de años. Pero su origen, podrían pensar los extraterrestres, podría ubicarse en cualquier gran meteorito que en su día hubiera caído sobre nosotros.
Conociendo estos datos, uno tiene la impresión de que nuestra presencia sobre la Tierra es bastante menos valiosa de lo que cientos de expertos nos insisten un día sí y otro también a través de los medios de comunicación. Sí, de acuerdo, hay que luchar contra la polución, el despilfarro energético, etcétera..., pero la sensación es que nuestro destino no depende de nosotros de ninguna de las maneras (a no ser que se produjera un despertar espiritual masivo que condujera a la mayoría de la población mundial a actuar conscientemente para cambiar de rumbo de manera radical..., lo que no parece vaya a suceder mañana) sino que alguna ley cósmica, por no personalizar el concepto, se encargará de hacer borrón y cuenta nueva en cuanto nos pasemos de rosca otra vez.
¿Otra vez?
Sabemos que el ser humano lleva varios millones de años sobre la Tierra..., pero sólo en los últimos cinco mil años, según nuestros libros de Historia, ha sido capaz de desarrollar una civilización. La pregunta es: ¿cuántas civilizaciones, que hoy ignoramos, han existido antes sobre nuestro planeta y han desaparecido sin dejar rastro engullidas por la misma Gaia tras ser víctimas de un Apocalipsis cualquiera?
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