Lo queremos saber todo y lo queremos saber ya, sin darnos cuenta de que la sabiduría requiere mucho tiempo (y el esfuerzo equivalente): para encontrarla, para recibirla, para asimilarla y sobre todo para digerirla y al fin aplicarla. Nadie puede tomarla a su antojo o robarla para emplearla a su propio gusto, pues ella se defiende a sí misma y sólo se entrega a quien de verdad la merece.
Cuenta la leyenda que un joven, egoísta, cruel y ambicioso emperador de Oriente hizo llamar a su corte al hombre considerado como el más sabio de todas las tierras conocidas y le hizo la siguiente propuesta:
- Escribe para mí la obra definitiva, en la que yo encuentre la respuesta a todas las preguntas que se hacen los hombres, así como la explicación de los conocimientos esenciales del mundo. A cambio te cubriré de oro y te haré más rico de lo que nunca soñaste. Si te niegas, te cortaré la cabeza y buscaré a otro sabio que haga el trabajo.
- Escribiré la obra para ti -contestó el sabio, sin protestar-. En cuanto a mí, no deseo oro, ni ser rico. Sólo te pido que cubras mis gastos mientras trabaje aquí.
El emperador se felicitó por el buen trato que había hecho, ya que le saldría más barato de lo que en principio imaginaba y además la modestia del sabio le garantizaba que el resultado final merecería la pena. Así que sellaron sus manos para rubricar el acuerdo.
Los amigos del sabio, que conocían las intenciones verdaderas del emperador, que no eran otras más que utilizar esa sabiduría para ampliar su poder y sus posesiones materiales, le recriminaron que no hubiera sido capaz de sacrificarse antes que trabajar para él, pero el sabio recibió sus críticas con sonrisas y silencio.
Pasaron doce largos años, en los que el sabio trabajó día y noche sin descanso durante los siete días de cada semana para reunir en el más breve espacio posible todo el conocimiento que había adquirido durante su existencia. Después de ese tiempo, se presentó ante el emperador con siete gruesos libros de apretada escritura.
- Demasiado largo -se quejó el emperador, muy ocupado en regir los vastos territorios bajo su control-. Tardaría mucho tiempo en estudiar y comprender todo eso y la verdad es que no lo tengo. Mejor resume cuanto has escrito en esos siete libros y redúcelo a uno solo. Ahora que ya posees lo más importante, no deberías tardar mucho más en concluir tu labor.
El sabio sonrió, se plegó a sus deseos y se marchó con aquellas siete joyas de conocimiento..., que él mismo se encargó de quemar más tarde en una hoguera. Después de puso a escribir el resumen de aquella magna obra y, seis años después, se presentó de nuevo en la corte, esta vez con un solo libro.
- Sigue siendo muy grueso -se lamentó el emperador, con un mohín en su boca-. ¿Es que no ves todos los problemas que tengo que afrontar diariamente? Alimentar a todos mis súbditos, guerrear con los países vecinos, presentar las mejores ofrendas a los dioses, gobernar mis múltiples ciudades, satisfacer a todas mis esposas... No puedo perder ni un instante y si me pongo a leer tu libro todo el imperio se deshará en mis dedos como el azúcar en el agua por falta de atención. Estoy absolutamente convencido de que puedes resumir todo el libro en una sola página, que leeré con sumo gusto.
Sin decir nada, el sabio sonrió otra vez y se llevó el libro..., que luego destruyó también en la hoguera. Más tarde se sentó a a escribir una página que debía ser LA página: la auténtica quintaesencia de la sabiduría, que por el mero hecho de leerla y comprenderla convertiría a cualquier zopenco en un verdadero iniciado. Tardó tres años en redactarla. Regresó a la corte y encontró al emperador reunido con sus generales diseñando los planes de la nueva guerra que mantenía con el reino vecino con objeto de conquistarlo.
- ¡Ahora te presentas ante mí! -protestó el emperador- ¡Contempla cómo me hallas! No tengo tiempo ni de estar charlando contigo. Escucha..., si has sido tan sabio como para explicar toda la sabiduría de los siete primeros y gruesos volúmenes en una sola página, nada te impide reducir esa página a una sola palabra, que explique en sí misma todo lo que sabes. Hazlo así y preséntate ante mí. Dime esa palabra mágica que me conferirá el poder sobre todas las cosas del mundo y, aunque no quieras oro, te juro que nunca más en tu vida deberás preocuparte por cubrir necesidad alguna.
Y de nuevo el sabio se retiró sonriendo, para sorpresa de toda la corte que no entendía cómo alguien podía sufrir una humillación semejante una y otra vez y no reaccionar. Quemó la página en una hoguera similar a aquéllas en las que habían ardido los libros y se sentó a meditar.
Doce años más tarde, el sabio regresó a la corte y el emperador, ya un anciano, le vio llegar con sorpresa pues pensaba que había fallecido, ya que llevaba tanto tiempo sin verle.
- ¡Al fin! ¿Has encontrado la palabra mágica? -preguntó.
- Sí, soberano emperador. Y la he traído para vos -contestó el sabio.
- ¡No la digas en voz alta! Acércate y dímela en voz baja, ¡sólo a mí!
Así lo hizo el sabio, que se acercó al emperador y junto a su oreja murmuró una sola palabra. Ninguna otra persona más que ellos dos ha llegado a conocer jamás cuál era. Sólo se sabe que el emperador exclamó, irritado:
- ¡Pero eso ya lo sabía!
Entonces se puso muy pálido, trató de erguirse y se derrumbó, muerto.
Todos los cortesanos se acercaron corriendo a atenderle mientras el sabio, con expresión plácida, se retiró prudentemente a sus aposentos, hizo su pequeño petate y se marchó de allí. Nadie volvió a verle jamás... Ni siquiera sus amigos que, apesadumbrados, no habían tenido tiempo de pedirle perdón por haber dudado de él. En su día le recriminaron que no se hubiera sacrificado antes que trabajar para el indeseable emperador pero sólo en aquel momento comprendieron que sí lo había hecho. En lugar de dejarse matar y traspasar a otro sabio la responsabilidad de detener al ambicioso líder, el sabio había sacrificado su propia vida demorando la entrega del conocimiento hasta que el emperador, anciano, ya no estaba en condiciones de hacer uso de él.
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