Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

jueves, 24 de marzo de 2011

Luz

Hubo un tiempo en el que nos levantábamos con el Sol y nos acostábamos con la luna. El Padre de los Dioses aparecía en el horizonte y, a medida que iba cogiendo fuerzas y exhalando luz y vida durante su lento ascenso hacia el trono celestial, la noche, con su manto de oscuridad, incertidumbre y peligros, corría a refugiarse entre las sombras, huyendo de los rayos vivificantes y dadores de vida. Tanto dependíamos de él y tan buena sintonía manteníamos con su fuerza vital que, cuando desaparecía en el crepúsculo, rojo como si se desangrara sobre el horizonte, pensábamos que moría de verdad (aunque sabíamos -y esperábamos que nunca cambiara esto- que al día siguiente renacería de nuevo) y tratábamos desesperadamente de suplirle invocando a algunos de sus siervos menores, las salamandras, para incendiar hogueras que pudieran sustituirle temporalmente.

En aquellas vidas lejanas, los hombres valoraban la calidez y la caricia de los rayos solares en el rostro, en el cuerpo, mientras viajaban, combatían o trabajaban en el campo o en la mar, en contacto directo con la Naturaleza, en una existencia intensa que recuerdo con nostalgia aunque a los abotargados hombres contemporáneos, encanecidos espiritualmente y presos de la materia, se les antoja dura en exceso y no demasiado envidiable. 

Luego todo eso cambió cuando los hechiceros comenzaron a sumir a las gentes en profundo trance a fin de mejor pastorearlas y encerrarlas en enormes granjas llamadas ciudades, en las que resultaba más sencillo y productivo ordeñarlas. Los hedores del hacinamiento y la falsa seguridad del rebaño (¿qué me puede pasar si estoy aquí, al lado de todo el mundo?, se pregunta el corderito cuando el matarife le conduce al matad..., a la habitación de al lado), la comodidad del pienso y las orejeras colocadas para ayudarles a dejar de ver alrededor les alejaron del Sol y del resto de las fuerzas naturales... Después, alguien inventaría y aplicaría la luz eléctrica y allí la desconexión sería ya absoluta. Disponiendo de luz parecida a la solar (pero en nada similar a ella, desde el punto de vista vibratorio), el día y la noche, y otros ciclos basados en la energía transmitida por el Sol, parecieron perder el sentido para casi todo el mundo. 

Lo perdieron, de hecho: fueron alterados gravemente y sus consecuencias han ayudado a enloquecer la sociedad actual de una manera sutil, silenciosa, sin que la mayoría de la gente se dé cuenta de lo que ha perdido, sin que ansíe recuperar lo que tuvo una vez, hace mucho tiempo.

Aún así, hay algunas personas que saben, todavía, y otras que intuyen... Sus vidas pasadas, sus recuerdos perdidos, les llaman de alguna forma a través de la sangre y, sin saber por qué exactamente, se dedican a estudiar ciertas materias y a descubrir (aprender no es sino recordar, decía el amigo Arístokles) cosas sorprendentes. 

Como Antonio Martínez, investigador del laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia, que esta misma semana participaba en unas jornadas sobre contaminación lumínica organizadas por la Junta de Andalucía y la Universidad de Málaga en la malacitana Escuela Politécnica Superior. Allí ha revelado los resultados de sus investigaciones sobre la luz con las que nos iluminamos/envenenamos encerrados en el interior de nuestras casas, cada vez más parecidas a habitaciones del pánico que a hogares de verdad.

Martínez ha explicado que los tonos azulados que hoy son cada vez más habituales en la iluminación interior de las casas y las ciudades inciden en la aparición del cáncer (por lo menos, en el de próstata y el de cólon) al provocar la disminución de melatonina, la hormona que "pone en hora" al organismo. Según todos los estudios disponibles en la actualidad, la inhibición del ritmo de esta hormona comienza tras quince minutos de exposición a la luz azulada frente a la hora y media que tarda cuando se encuentra con tonalidades más amarillentas (aunque también se inhibe entonces). El dato que corrobora esto es que los países con mayor índice de contaminación lumínica son los que muestran una mayor frecuencia en la aparición de estos tipos de cáncer. 

Otros efectos adversos para la salud relacionados con este tipo de luz (que por cierto es bastante común en un tipo de bombillas que últimamente se está promocionando ad nauseam con la sempiterna excusa del ahorro) son la obesidad, el riesgo de síndrome metabólico y, sobre todo, el deterioro cognitivo. Ya se ha comprobado, por ejemplo, que la luz artificial durante las horas nocturas convierte sistemáticamente a los hámsters de laboratorio en animales obesos y los primeros estudios específicos sobre humanos demuestran que los que trabajan de noche suelen sufrir también sobrepeso. En general, las personas cuya vida (en especial, todo el tiempo que dedican al trabajo) transcurre bajo la influencia de esta luz bastarda poseen una salud mucho más quebradiza y de peor calidad que aquéllas otras que pueden vivir más tiempo al aire libre, arropadas por la luz solar.

Martínez denunciaba los efectos negativos de la contaminación lumínica no sólo en el ser humano, sino en el mundo que nos rodea, como por ejemplo en la desorientación espacial y temporal que provoca en las migraciones de las aves. Y ha explicado que existe "muchísima" luz en la calles occidentales, donde se asocia a una mayor seguridad (y también al poderío económico, como todos los despilfarros) cuando por ejemplo Japón, uno de los países en verdad más seguros del mundo (¡sin contar con terremotos y tsunamis!) apenas posee una fuente de iluminación cada doscientos metros.

¡Luz, más luz!, pedía Goethe al despedirse de este circo. Hablaba de otra luz, aunque su origen es el mismo que la del espíritu solar.

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