Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 28 de marzo de 2011

El cementerio de Praga, de Umberto Eco

 Judío y conspiración son dos palabras que siempre han dado mucho juego convenientemente asociadas a lo largo de la Literatura Universal. Algunos de los libros más vendidos del siglo XX (con independencia de su calidad o de su intencionalidad) tratan precisamente sobre diversas líneas argumentales que nacen de esta combinación y que están contenidas en textos de distintas épocas, periódicamente renovados o actualizados para los sucesivos lectores contemporáneos. Sin embargo, a raíz de la Segunda Guerra Mundial y como consecuencia de algunas de sus peculiares "notas a pie de página" (en característica definición del líder ultraderechista francés Jean Marie Le Pen), muchas cosas cambiaron. Entre ellas, el permiso para publicar determinado tipo de opúsculos enfocados expresamente a criticar (y denostar) al pueblo judío, su religión, su cábala y su influencia en el mundo. 
Hoy no es políticamente correcto opinar o escribir en contra de cualquier líder judío, del presente o del pasado, o contra cualquiera de sus políticas, sean éstas acertadas o erradas. Aún más, se ha convertido casi en un tabú, so pena de que el opinador sea asociado de inmediato con el nazismo, los campos de concentración y demás parafernalia. Algo de lo que por cierto obtienen gran rendimiento las actuales autoridades del Estado de Israel que acallan toda crítica a su eterna pelea con los palestinos acusando de antisemitismo a quien alce la voz,  ¡aunque se trate de ciudadanos u organizaciones pacifistas israelíes! 
 Cuando un político, un intelectual, un artista o cualquier otra persona de proyección pública recibe la etiqueta de "antisemita" por alguna de sus obras o discursos (aunque el adjetivo está mal utilizado puesto que tan semitas son los judíos como los palestinos, los jordanos, los sirios o los libaneses, por referirnos a sus vecinos más próximos) ya puede dar por terminada su carrera... A no ser que ésta sea sólida y poderosa, esté asentada después de muchos años de ejercicio y él mismo se encuentre ya en su tramo final, de tal manera que entonces se tratará simplemente de quitarle importancia acusándole de "travieso", "provocador" o "maleducado". Aun así, es seguro que no volverá a ser tratado igual en el futuro. 
Éste es el caso del filósofo, semiólogo y escritor Umberto Eco, cuya última novela, El cementerio de Praga, ha levantado oleadas de indignación y rasgado de vestiduras en el sancta sanctorum, tanto entre los judíos (que aparecen como malos malísimos) como entre los cristianos (que aparecen como tontos tontísimos). Sin embargo, el volumen ha sido un arrollador éxito de ventas de cientos de miles de ejemplares en su Italia natal (no conozco las cifras en otros países) aunque como sucedió con sus anteriores novelas y en especial la primera, El nombre de la rosa, que tanto éxito tuvo, cabe preguntarse el porqué. Como filósofo, semiólogo y ensayista, Eco será realmente bueno, preciso y analítico. Como novelista, siempre me ha parecido un auténtico ladrillo (y eso que la mayoría de argumentos, temas y personajes de su bibliografía me interesan) y jamás he entendido cómo se ha podido convertir en un best seller si no es gracias a que la Literatura hace tiempo que dejó de ser un arte para convertirse en un negocio más, donde lo que cuenta es comprar el libro para exhibirlo a las visitas y quedar bien, y no necesariamente para leerlo.

En el caso de El cementerio de Praga, nos encontramos de nuevo ante el Eco novelista que hace honor a su apellido entregándonos una obra en apariencia sólida y apabullante y en la realidad tan vacía, mistificadora y frívola como el sonido que se despeña, rebotando, en los abismos. Una novela, para mi gusto personal, tan absolutamente decepcionante como El péndulo de Foucault (con el cual comparte más de un tema de fondo) y, como ésta, nacida de la pluma de alguien que posee mucha información pero no ha entendido absolutamente nada de lo que ha leído y se limita a enlazar unos asuntos con otros de la misma manera que lo haría una computadora: juntando las piezas del rompecabezas porque parecen encajar unas con otras, pero sin ser capaz de ver si dibujan una imagen coherente.



En su narciso planteamiento inicial Eco (él mismo piamontés y amante de la buena mesa) se encarna en la piel de un piamontés desagradable, desconfiado y misógino, el capitán Simonini, cuyo placer favorito es la glotonería y que posee un don con el que se abre camino en el mundo: su facilidad para copiar caligrafías y falsificar documentos. Simonini se despierta un buen día en su apartamento parisino de finales del siglo XIX sin recordar bien quién es y lo que le ha ocurrido. Para superar su amnesia, se pone a escribir su vida en un diario en el que hará su aparición algo más tarde un tal abate Dalla Piccola que, como queda claro desde el principio, es una doble personalidad nacida de su disfraz favorito. Entre ambos irán desenredando la historia de las aventuras del protagonista, cuyos puntos ciegos son rellenados por una tercera voz que se define a sí mismo como Narrador y que, viva el yo (el yo de Eco), deja claro que el lector sólo puede dejarse guiar de la mano por lo que le cuenten, sin posibilidad de hacer suya la novela en ningún momento.


Tratándose de un libro largo, confuso, farragoso y tan repleto de datos como falto de emociones, la primera parte de El cementerio de Praga es la más difícil de digerir: 200 páginas de recuerdos juveniles de Simonini que giran en torno a su abuelo, un antiguo oficial del decadente Imperio Austrohúngaro que le inicia en los secretos de la conspiración judía, y a su primera misión importante como falsificador y espía embarcado con la expedición de Garibaldi sobre Sicilia (donde gana sin mucho esfuerzo su rango de capitán). Confieso que a esas alturas del volumen estuve a punto de dejarlo, porque tengo en mi pequeño apartamento del orden de doscientos o doscientos cincuenta libros que están esperando que les eche un ojo y no me sobra tiempo para perderlo con tonterías. Al final, aguanté como un jabato y alcancé ese punto de no retorno que tienen las novelas, en las que resulta más sencillo terminarlas que apartarlas a un lado. Pero aguanté por el asombro que me produjo ver cómo Eco fusilaba uno por uno todos los argumentos, personajes, obras literarias y conceptos del por otro lado fascinante mundo de los, así llamados para entendernos, antisemitas europeos de finales del siglo XIX.

Un iniciado en el tema verá desfilar a todos y cada uno de los personajes interesantes (y verídicos, existieron ciertamente) de la época, desde Maurice Joly, el autor del famoso Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Rousseau, hasta Edouard Drumont, el director de Le Libre Parole, pasando por los diversos protagonistas del caso Dreyfus  y Hermann Gödsche/Sir John Retcliffe, el autor de la novela Biarritz que contiene el capítulo titulado En el cementerio judío de Praga, que da título a la novela de Eco. En este capítulo se describía una presunta reunión de los responsables de una sociedad secreta de rabinos representantes de las doce tribus de Israel en el susodicho camposanto para examinar cómo marchaba su plan de dominación mundial y de sometimiento de los goyim o no judíos. Según Eco, todos los documentos de interés manejados por estas personas nacen fruto de la inventiva y el buen hacer falsificador de Simonini. A medida que avanza el libro, está claro cuál va a ser su final: el protagonista será el encargado de redactar el primer texto de los Protocolos de los Sabios de Sión que, entregado a los servicios secretos rusos, será utilizado por éstos para azuzar el antisemitismo en la Rusia zarista.
 

En realidad, el planteamiento de la novela no es malo. Es más, en las manos adecuadas estaríamos ante una obra verdaderamente interesante, además de entretenida, pero el afán enciclopédico de Umberto Eco (que, insisto, no es novelista: jamás lo ha sido, aunque ésta sea su sexta -curiosamente, el 6 es uno de los números claves en la cábala judía- novela publicada) destroza todas las posibilidades de éxito y convierte el texto en un aburrido paseo en lugar de lo que podría haber sido una salvaje aventura. Una prueba de su escasa habilidad y falta de originalidad para tratar el tema es por ejemplo sus referencias nada inocentes pero mal encajadas ya hacia el final de la obra a frases tan características como "la solución final" e incluso al lema "El trabajo hace libres". Si tanto le fascinaba el tema, como ha repetido en varias entrevistas a propósito, debería haber escrito un ensayo, que parece que se le dan mejor.


Ahora que me fijo, hay en las últimas fotografías de Umberto Eco un aire como de Torrente..., y es entonces cuando me ocurre que el escritor italiano es como una especie de Santiago Segura: un tipo dedicado exclusivamente a hacer dinero a partir de la escatología y la provocación, vistiendo su obra de una profesionalidad que en realidad acaba desperdiciada,  superada por la chabacanería.

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