Un chiste que publicó no ha mucho el genial humorista gráfico "El roto" mostraba una máquina imponiéndose amenazadora sobre los seres humanos y diciendo algo así como "¿Por qué os quejáis tanto del paro, si nos inventasteis a nosotras precisamente para tener más tiempo libre?" Existen máquinas muy útiles, que han permitido mejorar sensiblemente las condiciones no ya de trabajo sino de vida del ser humano y otras máquinas que han alimentado su decadencia privándole de la oportunidad de desarrollar cualidades de las que que nuestros antepasados disponían sin problemas porque nada ni nadie las suplía. Pero todas ellas tienen algo en común: nos alejan de la Naturaleza. Por eso, en lo personal, las máquinas no me agradan demasiado. Trato de utilizar las menos posibles (aunque en mi trabajo de juntaletras no tengo más remedio que estar casi permanentemente pegado al procesador de textos) y cada día que pasa soporto menos la vida en la Gran Máquina en la que se ha convertido la ciudad, por lo que en cuanto puedo busco reencontrarme con la Naturaleza, sobre todo con el mar.
Por eso mismo, constituye para mí un gran misterio que haya tanta gente en el mundo obsesionada no sólo con usar máquinas a todas horas (desde móviles hasta ipods pasando por automóviles, escaleras mecánicas y tantas otras) sino con la idea de hacer realidad una de las pesadillas clásicas de la Ciencia Ficción: el cyborg u hombre máquina. El insano matrimonio entre lo que vive y lo que está muerto. Para alcanzar esta delirante meta se invierten hoy sumas obscenas de dinero en investigaciones que han permitido desarrollar ya una serie de alucinantes avances en nanotecnología que incluyen grupos con minúsculos chips orientados a diversos objetivos. Más pronto que tarde será común ver a la mayor parte de los seres humanos con implantes (ya se están experimentando en diversos puntos del mundo, incluidos España y varios países iberoamericanos, con las clásicas excusas de mejoras médicas o garantías de seguridad personal) destinados a su control de la misma forma que hoy tenemos controladas a nuestras mascotas con esos mismos implantes obligatorios.
En el caso del movimiento pro-cyborg, se apunta más allá: a la posibilidad de salvar el cerebro, donde se estima hoy que es el único lugar en el que radica nuestra identidad personal, nuestra mente incluso, de manera que se pueda implantar en una carcasa artificial mucho más dura y fiable (y por tanto duradera) que el cuerpo humano. Por cierto, sin tener en cuenta que nuestro cuerpo es, tal vez, la máquina viviente más perfecta que conocemos (aunque para mi proyecto de fin de carrera en la Universidad de Dios tengo previsto hacer algunos cambios estructurales en los humanos de mi universo: me parece que eso de emplear el mismo órgano para funciones sexuales y funciones excretoras es un fallo de diseño evidente de la divinidad que controla este universo concreto...). Naturalmente, sabemos lo que hay detrás de todo este interés: el insistente lloriqueo porque no somos inmortales (físicamente) y el enloquecido deseo de llegar a serlo.
Bueno, pues aunque sea una noticia temida, ahí está, ahí la tenemos: ya ha nacido el primer cyborg (o al menos el primero que se hace público, vaya usted a saber las cosas que están sucediendo en este mismo instante y de las que no nos enteramos), aunque como todos los modelos primitivos es un poco limitado. Aparece en la foto de la izquierda. Su nombre es Neil Harbisson, nació en Londres todavía no hace treinta años de padre inglés y madre española y en la foto de su pasaporte (y en las demás) muestra un espectacular implante que de inmediato nos recuerda a los tradicionales marcianitos verdes con antenas de los chistes gráficos. En este caso no se trata de una antena sino de un eyeborg, una especie de tercer ojo (madre mía, qué diría Lobsang Rampa si se enterara de esto...) con el que puede distinguir los colores, porque resulta que el tipo padece una enfermedad hereditaria llamada acromatopsia que le obliga a ver la vida en blanco y negro. Gracias a este aparato, que diseñó y construyó durante sus estudios de piano junto a su colega Adam Montandon (un licenciado en cibernética), puede no verlos pero sí captar los colores y saber cuál tiene ante sí en un momento dado.
El eyeborg funciona transformando las frecuencias de luz en frecuencias de sonido de acuerdo con un código que adjudica cada nota a un color. Por ejemplo, el rojo es Fa, el azul es Do y el amarillo es Sol (lógico, en este caso), mientras que el negro es un silencio. Teniendo en cuenta las habilidades musicales de Harbisson, está claro que no tiene ningún problema para traducir esa especie de banda sonora personal con la que convive desde que probó con éxito la primera vez su extensión cibernética. Dispuesto a aprovechar al máximo su invención, nuestro cyborg de andar por casa lo ha aprovechado para pintar una serie de retratos de gente famosa a la que tuvo ocasión de ver en persona y luego pintar en unos cuadros muy particulares que en este momento expone en la galería barcelonesa Tramart.
También ha pintado otros cuadros "musicales": lienzos en los que reproduce las cien primeras notas con los cien primeros colores de melodías conocidas, gracias a lo cual sabemos que Para Elisa de Beethoven, por ejemplo, es una composición rosa, muy rosa, porque predomina ese color.
Tan feliz y tan contento está con su aparatito, que no se lo quita prácticamente nunca, motivo por el cual el gobierno británico reconoció en 2004 (¡hace siete años, y no me había enterado hasta ahora: cuando encuentre a Mac Namara le voy a tirar de las orejas por no haberme informado antes!) que era una extensión formal de sus sentidos. Vamos, como si le hubiera crecido un tercer ojo físico en medio de la frente. Desde luego, Harbisson no tiene ningún problema para identificarse cuando viaja: debe ser la única persona en el mundo en cuya documentación oficial se reconoce una extensión tecnológica de este tipo.
Y, sí, tiene cara de buena persona. Pero no deja de inquietarme que con este hombre como bandera (y como director) se haya puesto en marcha la Fundación Cyborg, dedicada "exclusivamente a convertir a los humanos en cyborgs" a través de una tecnología que se emplea "no como herramienta sino como una aplicación del cuerpo, como una prótesis". No es una broma. La susodicha fundación es ya un proyecto real e incluso ha recibido el apoyo del Ayuntamiento de Mataró desde el parque tecnológico Tecnocampus, que le ha otorgado el premio Cre@atic a la mejor iniciativa empresarial en el mundo de la innovación y las nuevas tecnologías. Y el tal Harbisson ha anunciado que "defenderá los derechos de los cyborgs" ante los problemas éticos o morales que ya presupone le va a crear la sociedad...
Ufff... Por lo que pueda pasar a partir de ahora voy a ir ensayando con mi Diccionario Ser humano-Terminator.
Veamos... Hasta luego se dice: Sayonara, baby...
Ufff... Por lo que pueda pasar a partir de ahora voy a ir ensayando con mi Diccionario Ser humano-Terminator.
Veamos... Hasta luego se dice: Sayonara, baby...
Los cyborgs hace ya mucho tiempo que existen. Como todos esos viejecitos que caminan tan ricamente con sus caderas de titanio, o esos señores que llevan un bypass que mantiene en forma su corazón, por mencionar dos ejemplos.
ResponderEliminarEl ser humano dejó de ser "natural" para ser tecnológico hace ya muchos miles de años, para gran gozo de todos nosotros: no puedes decir que intentas no utilizar la tecnología y publicar un blog. No morirás por no publicar un blog. Y tampoco dejarás de usar el cepillo de dientes, el calentador, el agua corriente, de vivir en una casa, de vestirte, de taparte con una manta...
Vale, vale, todo eso es tecnología. ¡Pero no tecnología que afecta al cuerpo! Pues tengo buenas noticias para ti. Resulta que, al parecer, Dios no existe, así que en el futuro no tendrás que comparecer ante Él y rendirle cuentas por haber modificado tu cuerpo, su templo y obra sagrada, con tecnología impura.