Nacido en Palermo con el nombre de Giuseppe Ingegnieri pero fallecido en Buenos Aires con el de José Ingenieros, este médico, psicólogo, farmacéutico docente, filósofo, escritor y sociólogo (ahí es nada...) fue una de las personalidades más interesantes desde el punto de vista intelectual en la Argentina del cambio de siglo del XIX al XX. Ojo avizor a la situación de los años que le tocó vivir (y en el país donde la diosa Fortuna Imperatrix Mundi le encomendó hacerlo dentro de los grandes movimientos migratorios desde Europa a América que se materializaron en aquella época), sus ensayos y análisis contribuyeron a construir una Argentina mejor de la que encontró y a la que se vio obligado a abandonar pronto ya que la Walkyria fue a recogerle a los 48 años de edad.
No voy a hacer un resumen bibliográfico de su exitosa vida laboral y de sus múltiples aportaciones desde diversos ámbitos científicos al país que le acogió, porque estos datos son fáciles de encontrar en la Red. No profundizaré tampoco en los prometedores títulos de algunos de sus textos como El hombre mediocre, Hacia una moral sin dogmas o Los tiempos nuevos que ya en su momento tuvieron un fuerte impacto en la universidad argentina junto con su publicación bimestral Seminario de Filosofía. Ni me referiré a su evolución política personal que acabó impulsándole hacia derroteros radicales y anarquistas, cercanos a la libertad que ansiaba, y sobre los que fundó su Unión Latinoamericana, un organismo antiimperialista con la idea quizá de hacer realidad el sueño de Simón Bolívar: unos Estados Unidos Iberoamericanos.
Sólo quiero ahora reproducir algunos fragmentos de su pensamiento que nos demuestran que, a pesar del teatro y los engaños con los que se maneja sin pudor a la mayor parte de la sociedad, siempre ha habido intelectuales que se han dado cuenta de lo que estaba ocurriendo (otra cosa es, por cierto, que esos intelectuales tuvieran la fuerza y el coraje de luchar eficazmente contra esa manipulación, pero entonces no se llaman más intelectuales sino héroes). A continuación transcribo algunos de ellos, en los que describe a la perfección el peor de los pecados capitales (porque no da ninguna satisfacción a cambio de su delirio): la envidia. Todos aquellos que han triunfado en la vida o han obtenido algún éxito tangible (ya sea profesionalmente o a nivel familiar o sobre todo a nivel interno) deberían leer con atención las palabras de Ingenieros porque en ellas encontrarán un decidido consuelo al descubrir que no son los únicos en padecer la mordedura de la víbora…
* … desgraciadamente los seres mediocres (…) detestan a los que no pueden igualar, como si con sólo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos: lo exiguo de su propio valor les induce a roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana (...) Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentil hombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena...”
* “Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubes, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas (…) Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer.”
* “El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada.”
* “Los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas moleculares que nadie ve y carcomen los metales más nobles (…) La maledicencia oral tiene eficacias inmediatas, pavorosas. Está en todas partes, agrede en cualquier momento. (…) La eficacia de la difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse; moriría si ellos no le hicieran una atmósfera vital. Ése es su secreto. Semejante a la moneda falsa, es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla..." (este fragmento es especialmente clarificador, porque denuncia cómo podemos ayudar a combatir a semejantes distribuidores de excrementos morales y, sin embargo, no lo hacemos: nos contentamos con que no nos salpique a nosotros)
* “La envidia es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia (…) El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.”
Los textos de Ingenieros son elocuentes y todo aquél que haya logrado algo en la vida no puede dejar de sentirse identificado al recordar los ataques injustos contra su persona por parte de semejantes minusválidos morales, por desgracia tan abundantes en cualquier época de la Historia. Ahora bien, ¿dejaremos que los envidiosos, los maledicentes (maldicientes, los llama él), los rencorosos, los fracasados, los negativos arruinen nuestros futuros proyectos? ¿Dejaremos de intentar ser estrellas por miedo a destacar y diferenciarnos de los muñecos de barro? ¿Dejaremos que nuestra vida y nuestro futuro, nuestro mismísimo destino sean decididos y gobernados por aquéllos que son incapaces de volar? Como diría el ingenioso hidalgo por todos conocido:
- Ladran, Sancho, luego cabalgamos.
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