Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 13 de abril de 2011

La tumba de Caifás

Hace algunos años, no tantos, en cuanto llegaba la época de Semana Santa, la televisión española se transformaba en telepeplum para mi gran regocijo, ya que siempre me ha gustado mucho el subgénero histórico conocido como "películas de romanos" aunque también se incluyeran bajo esta denominación las de los griegos y los egipcios y aún los de épocas mitológicas indeterminadas (me acuerdo de al menos cuatro o cinco de mis reencarnaciones históricamente ubicadas en aquellos tiempos). Disfrutábamos en sesión casi continua de Ben Hur, La Túnica Sagrada, Espartaco, La caída del Imperio Romano, Cleopatra, Quo Vadis?, Tierra de faraones y otras muchas, incluyendo las bizarras y surrealistas aventuras de los Hércules, Ursus y Maciste de turno. Y además como no teníamos colegio y no hacía falta madrugar podíamos quedarnos hasta las tantas viendo las películas. 

La excusa para este tipo de proyecciones en la limitada mente de los censores televisivos del momento era, por supuesto, las celebraciones religiosas ya que a los responsables de programación no les parecía que hubiera otro tipo de largometrajes más adecuados para completar la oferta televisiva por otra parte cuasi monopolizada por las retransmisiones de nazarenos, misas y via crucis. Aunque hoy tanto ignorante recuerda aquellas gloriosas tardes/noches de cine clásico (nunca mejor dicho) como un pestiño macabeo y repetitivo, para muchos de los que por entonces éramos niños significó el descubrimiento, el acercamiento y la familiarización con un mundo pagano fascinante y atractivo, lleno de colorido, aventura y civilización, con unos dioses alegres y pasionales, una forma de ser y una cultura muy diferentes a las de la docilidad forzada impuesta por el fanatismo religioso que caracteriza los monoteísmos.

En aquella época, todos quisimos aprender (o re-aprender lo que ya sabíamos de reencarnaciones pasadas) a manejar la espada y el escudo, a montar a caballo o conducir una cuádriga, a navegar hasta los confines del mundo para enfrentar sirenas y cíclopes, a vestirnos con pintorescos faldellines y túnicas o lucir vistosas armaduras "pecho lata" con capas rojas, a luchar y morir a favor o en contra de Julio César, Leónidas, Alejandro Magno, David, Ramsés II, Jasón o Atila, entre tantos otros. Ésos eran héroes o villanos dignos, seres humanos enteros y verdaderos por los que merecía la pena correr una aventura, y no los Mario Brothers, Don Kikon, Doraimon, Pikachu y demás engendros del mundo contemporáneo con el que crecieron generaciones posteriores, para su desgracia privadas del goce del conocimiento acerca de los hechos de nuestros antepasados (aunque sea en una versión tan distorsionada como la difundida en la actualidad).

Los censores televisivos proyectaban peplum tras peplum porque muchos de ellos como La Biblia, Los Diez Mandamientos, Salomón y la Reina de Saba y tantos otros adaptaban al gusto de Hollywood y su público los cuentos de hadas del Antiguo Testamento que, como cualquiera que se haya tomado un mínimo de interés y de tiempo para comprobar, recopila no tanto los mitos y las historias del pueblo judío sino la adaptación que ese pueblo hizo de las historias originales, de origen mesopotámico y egipcio. La creación de Adán y Eva en el Edén, el Diluvio Universal, la Torre de Babel y muchos otros mitos que se presentan como netamente judíos, incluso la mismísima historia de Moisés, ya eran viejos en el tiempo de los constructores de los ziggurats y de las pirámides (un ejemplo tonto pero muy evidente: el famoso Judá Ben Hur interpretado por Charlton Heston en la película de 1959 deja bien claro el origen mesopotámico del personaje desde el principio ya que Ben Hur significa Hijo de la Ciudad sumeria de Ur). Los israelitas se apoderaron de estos mitos, los reconstruyeron a su gusto y los volvieron a poner en circulación como una idea propia, de la misma forma que Tolkien presentó en pleno siglo XX
en su famosísima trilogía de El Señor de los Anillos todos los grandes temas de la épica europea con siglos y hasta milenios de antigüedad como si se los acabara de inventar (el tema del rey perdido que volverá cuando su espada rota se rehaga, el viaje de un grupo de héroes con el objeto mágico, los elfos nórdicos y los orcos latinos..., incluso los nombres de los personajes: Frodo es uno de los nombres del dios Freyr, Gandalf es un elfo mago en las sagas escandinavas, los reyes enanos de Moria aparecen con idénticos nombres también en las Eddas, etc.).

A estos largometrajes había que sumar aquéllos basados, en parte o en todo, en el Nuevo Testamento y en los que aparecía Jesús el Cristo, a veces en un papel secundario, a veces como protagonista absoluto desde Barrabás hasta Demetrio y los gladiadores pasando por La historia más grande jamás contada, Rey de reyes, Jesús de Nazaret..., y mis tres favoritas de este subgénero: La última tentación de Cristo (sin duda, entre todas las que se han rodado sobre el tema, la versión más gnóstica y probablemente cercana a lo que fue en verdad el personaje histórico), Jesucristo Superstar (uno de los más sanos acercamientos a esta figura, aparte de uno de los mejores musicales del siglo XX) y sobre todo la fabulosa y desternillante La vida de Brian (que, aunque no lo parezca, no trata sobre Jesús..., y lo afirmo con la autoridad que me da el haberla visto y analizado unas ciento cincuenta veces -bueno, alguna menos- desde su estreno en 1979).

A día de hoy, las cosas han cambiado mucho y los distintos canales televisivos en general hace mucho que no programan peplum, porque para eso vivimos en una sociedad libre, democrática y progresista donde lo que hay que hacer es ver fútbol, teletienda y telebasura emocional, que es en lo que está basada el 95 por ciento de la programación. En lo personal, esto me da igual: tengo una amplia colección de DVDs. De hecho, veo más DVDs que televisión, así que no sé quién se está quedando con las horas de dosis de hipnotismo televisivo que me corresponden por estadística..., ni tampoco me importa demasiado, la verdad. Pero a lo que voy es que hoy no se emiten largometrajes de este tipo. Como mucho, algún rutinario telefilme con secretos templarios, cardenales conspiradores o soldados romanos de época indeterminada con mucha sangre por medio. Ah, y documentales. Ésta es la época perfecta para los documentales con los "grandes" y "más novedosos" "descubrimientos" sobre Jesús: su existencia histórica y su influencia.

Un especialista en vender este tipo de reportajes es el periodista judío canadiense Simcha Jacobovici, asesor del cineasta también canadiense James Cameron en aquel extraño proyecto titulado La tumba perdida de Jesús: un documental que pretendía demostrar que una tuma encontrada cerca de Jerusalén en 1980 había albergado no sólo sus huesos sino los de su mujer María Magdalena y un hijo suyo llamado Judas. Aunque Jacobovici y Cameron insistieron en que sus conclusiones estaban respaldadas por los análisis estadísticos y de ADN, lo cierto es que ningún arqueólogo se tomó en serio su propuesta e incluso se le acusó de haber falseado las inscripciones (o de saber desde el principio que eran falsas pero haberse callado). Su tesis no tiene fuerza entre otras cosas porque, en aquella zona en aquella época, había un montón de gente que tenía los mismos nombres. Es como entrar hoy en un bar español lleno de gente y gritar en voz alta "¡Pepe!"  apostando previamente sobre cuántas cabezas se van a girar hacia uno porque pertenezcan a personas del mismo nombre que se sienten aludidas.

Como ya se le debió terminar el dinero generado por esta polémica que no llegó a ninguna parte, Jacobivici vuelve ahora con otra, aún más extravagante que la anterior, y basada en el mismo tipo de pruebas. Y es que acaba de rodar y presentar otro documental histórico en el que asegura haber encontrado nada más y nada menos que la tumba de Caifás (así se llama precisamente el trabajo), sumo sacerdote judío en los tiempos de Jesús y uno de los principales responsables en la sombra de su apresamiento y condena. No es la primera vez que alguien dice haber hallado la tumba de José de Caifás, que era su verdadero nombre. En 1990 se descubrió accidentalmente un grupo de sepulturas en una cueva al sur del Valle de la Gehena en el que, dos años más tarde, fue identificado el que se creyó entonces era su osario y el de su familia. Entre los restos humanos, aparecieron los de un varón de 60 años que se adjudicaron enseguida al personaje. Sin embargo, el director de Antigüedades de Israel Shuka Dorfman anunció, tras una docena de años de estudio, que "el osario es real, pero la inscripción es falsa"; es decir, que se trataba de una farsa para sacar dinero.

En La tumba de Caifás, Jacobivici (que por cierto posee un par de premios Emmys por sus trabajos televisivos anteriores) vuelve a la carga y asegura no sólo que ese osario sí fue la tumba real de Caifás sino que en su interior aparecieron dos clavos que, según él, se emplearon en la crucifixión de Jesús. Por cierto, los clavos se extraviaron (oportunamente) en algún momento desde que se descubrió la tumba, aunque él muestra otros similares que dice haber hallado en el laboratorio antropológico de Tel Aviv. ¿Por qué estaban allí? Porque según este cineasta, Caifás se arrepintió de haber inducido a Jesús al calvario y, afligido, habría renunciado a sus cargos para apuntarse más tarde a una secta pro-cristiana que le reconocía como Mesías. Los clavos formarían parte de un ritual con el que su familia pretendió, al enterrarle, intentar que Dios le perdonara y le permitiera entrar al Cielo a pesar de su decisivo papel en el drama de la crucifixión.

Buen argumento..., para otro soporífero telefilme de temporada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario