El dato es terrorífico pero ha pasado inadvertido para la mayoría de los grandes medios de comunicación, quizá porque no hay como repetir una información una y otra vez para que la gente se canse de ella y “desconecte”, deje de prestarle atención…, con lo cual al final nadie hace nada por cambiar la denuncia contenida en ella. Pero deberíamos pararnos un momento y pensar lo que significa. Ah, el dato es éste: un tercio de los alimentos que se producen cada año en el mundo para el consumo humano, se pierden o desperdician sin que nadie se beneficie de ellos.
¡Un tercio! ¡Y no estamos hablando de un tercio precisamente pequeño sino de unas 1.300 millones de toneladas!
La cifra la aporta un estudio elaborado por el instituto Sueco de Alimentos y Biotecnología por encargo de la FAO, la Organización de la Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. El documento diferencia entre lo que considera como pérdida de alimentos, que puede suceder durante las fases de producción, de recolección, de postcosecha o de procesado, y lo que califica como desperdicio de alimentos, donde por distintos motivos acaban en la basura muchos víveres que todavía están en condiciones de ser consumidos. Este último problema podríamos pensar que se da sólo en los países industrializados o desarrollados, pero no: es general. Los “ricos” tiran en torno a 670 millones de toneladas anuales y los “pobres” tiran poco menos: otras 630 millones de toneladas.
La diferencia entre unos y otros hay que buscarla más bien en la producción de alimentos per cápita para el consumo humano, que entre los “ricos” se sitúa en una media de unos 900 kilogramos anuales, por la media de unos 460 kilogramos anuales en el caso de los “pobres”. Pero a la hora de desperdiciar, no parece que importe demasiado si el ser humano lleva traje y corbata o lanza y taparrabos. Cae así otro mito indigenista: el del “buen salvaje” conectado con la madre Naturaleza que sólo toma de ella lo que necesita… Pues no señor, resulta que el ser humano o, lo que llamamos ser humano aunque esté simplemente en vías de serlo como nos demuestran los informativos diarios, es un depredador sistemático con independencia de su nivel de desarrollo cultural y/o económico.
Dicen también los expertos suecos que las frutas y las hortalizas, y también las raíces y los tubérculos (es decir, los alimentos más sanos y que más agradece nuestro organismo a la hora de estar bien nutrido), son precisamente los alimentos que muestran una mayor tasa de desaprovechamiento, los que más desperdiciamos. Y para que entendamos mejor la magnitud de la comida que tiramos a lo tonto, lo compara con la cosecha mundial de cereales: es el equivalente de ¡más de la mitad de este cultivo!
Muchos alimentos se desperdician debido a las normas de calidad que según el Instituto Sueco de Alimentos y Biotecnología “dan excesiva importancia a la apariencia”, cuando los sondeos confirman que los consumidores están dispuestos a comprar productos que no cumplan las exigencias de apariencia siempre que no sean inocuos y tengan buen sabor. En España, un caso claro es el del plátano canario y la banana americana, dos frutas muy similares, prácticamente idénticas pero..., diferentes entre sí como sabe cualquiera que haya tenido oportunidad de probar ambas. El plátano canario es mucho más sabroso y de textura más amable que la banana americana, sobre todo para comer en crudo. Sin embargo, el aspecto exterior de la banana suele ser más limpio y atractivo que el del plátano…, y su precio por cierto más barato. Un consumidor que conozca las dos frutas y tenga disponibilidad económica preferirá siempre el plátano canario con independencia de su apariencia.
Por cierto que en relación con las frutas se observa esa obsesión (que en Europa ya se ha convertido en una verdadera paranoia en determinados niveles de la sociedad) por adquirir piezas “bonitas” en lugar de alimenticias. Piezas inmaculadas, tan perfectas en forma, color, brillo y tacto…, que luego resulta sorprendente que su sabor (y quizá su valor nutritivo) sea tan pésimo y se aproxime tanto al plástico (o tal vez no sea tan sorprendente, después de todo). Esto sucede mucho con las manzanas, por ejemplo. O con las naranjas. Un conocido me contaba recientemente que durante un viaje a la costa de Murcia había tenido ocasión de probar unas naranjas de aspecto terrible cultivadas en un huerto de la zona y recogidas en una bolsa de papel. Lo había hecho sólo por la insistencia de un familiar, que ya las conocía y se las había recomendado, y se sorprendió al ingerir “las mejores naranjas que nunca he comido en mi vida” y además a un precio baratísimo. Esas mismas naranjas convenientemente maquilladas, ¡pulidas y enceradas!, envueltas en una redecilla de colores vivos y con una atractiva etiqueta, tal vez tratadas con conservantes para durar más, llegan al mercado a precios muy superiores… La conclusión es obvia: hay que buscarse un huerto propio.
De todas formas, y como el resto de informaciones relacionadas con la FAO, o con el hambre en general, hay que tener un concepto muy claro: esta lacra de la Humanidad jamás desaparecerá…, mientras se mantenga el sistema actual, el que viene rigiendo el mundo desde que se conserva memoria histórica. No desaparecerá porque simplemente no interesa. El hambre no es un problema en realidad (con independencia de los alimentos que se desperdician, el mundo genera hoy comida suficiente para alimentar de manera racional a todos los seres humanos en lugar de dejar que unos mueran sin tener nada que llevar a la boca mientras otros lo hacen por culpa de las enfermedades derivadas de la sobrealimentación) sino un arma. Un arma que, combinada con la hipocresía de unos pocos y la ignorancia (más o menos voluntaria) de los más, permite mantener bajo control amplios territorios en todo el planeta (junto con su población) al gusto de los intereses de los que mandan de verdad.
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