Un dios es, antes que nada, un filósofo puesto que Filo-Sofía significa Amante-de-la-Sabiduría y sólo los que son sabios pueden aspirar a ser dioses. No existen muchos sabios en el mundo; más bien, todo lo contrario. Sí existe mucha gente que tiene conocimientos o informaciones, pero no son sabios sino una especie de enciclopedias u ordenadores con pantalones. Como repite una y otra vez (y mira que trato de entenderlo pero aún estoy dando vueltas a lo que quiere decirme realmente) mi tutor en la Universidad de Dios: una cosa es la sabiduría (que posee significado y que está viva per se) y otra muy diferente la información (que resulta, como hoy mismo volvió a recordarme, insignificante -nunca mejor dicho- y no es más que letra muerta que no sirve en general más que para colapsar el cerebro con datos en el fondo inútiles).
En cuanto a la Filosofía en sí: ¡qué grandioso arte de vivir! Eso sí: por completo incomprendido por los humanos corrientes, para los que el filósofo es un tipo que se dedica a especular sobre tonterías o sobre las grandes preguntas que afectan a la Humanidad..., lo que viene a ser lo mismo. Pero el filósofo deliberante, el filósofo de salón, es un producto insano, propio de nuestra época de decadencia. En la Antigüedad sabían perfectamente que la Filosofía era ante todo el Arte de Saber Vivir. De comprender qué, quién y por qué. Los filósofos reales tenían acceso al rostro de Dios y podían verle jugar, reír, llorar..., actuando sobre la Naturaleza. Podían dialogar con Él a diario, como lo hacía el escudero novato y respetuoso con el caballero consagrado en mil hazañas:
- Eres grande pero yo sigo tu camino y algún día seré como tú; seré tú.
Por eso nuestros ancestros estaban dispuestos a jugarse la vida, literalmente, por ingresar en una verdadera Escuela de Misterios donde aprender la Filosofía real (de la realidad). Vagaban durante años buscando los escasos y bien escondidos templos que siempre, en todas las épocas, han existido pero a cuyas puertas siempre bien guardadas sólo han llegado a llamar los más valientes y osados, pues las múltiples pruebas que se exigían (que se siguen exigiendo aún en la actualidad para acceder al sancta sanctorum) resultaban insuperables para el corazón mezquino. Y de entre los aspirantes, sólo los más puros, guiados por sus propios espíritus, han logrado traspasarlas. Incluso ya en el interior, el Poder Divino que allí se manifiesta tiene la capacidad de elevar a aquéllos que lo merecen, de la misma manera que puede destruir a los que, usando argucias o maniobras más o menos hábiles, llegaron mucho más lejos de donde su cordura les habría recomendado si le hubieran parado a hacerle caso en su momento.
El que trata de engañar a Isis para verla desnuda sin tener derecho a ello no hace sino engañarse a sí mismo pues, aun en el caso de que lograra en apariencia distraer a la diosa hasta plantarse ante su sagrada presencia, recibiría su castigo en el mismo momento en que sus ojos se posaran sobre su cuerpo de luz, que en ese mismo instante abrasaría sus ojos, su corazón y su entendimiento. Y le arrojaría a los abismos del espanto.
Además de sortear sus propios obstáculos, aquéllos con los que sus mismas imperfecciones han sembrado el camino, el filósofo ha de enfrentar los obstáculos ajenos: los que tratan de plantarle los hombres comunes que ni entienden lo que hace, ni desean hacerlo. Para éstos, él será siempre un dios (una persona a la que seguir y adorar ciegamente: un consejero, un profeta, un mesías, un salvador...) o un demonio (una persona a la que perseguir y aniquilar: un brujo, un hechicero, un monstruo...), en función de la perspectiva como le vean en cada momento; pero, siempre, alguien diferente y por tanto temible. Y más, si se trata de alguien a quien conocían antes de transmutarse en filósofo. De aquí viene la sentencia atribuida al Nuevo Testamento de "Nadie es profeta en su propia Tierra", porque no existe un tormento más terrible para el hombre común que el de contemplar cómo otro hombre común que él conocía y que era igual que él dejó de serlo y ascendió a una categoría superior gracias a su esfuerzo y su trabajo personal.
El gran Epícteto lo comentó una vez en su clase:
- ¿Quieres convertirte en un filósofo? Prepárate entonces desde ahora a ser ridiculizado y persuádete de que las gentes ordinarias se burlarán de ti y dirán: "¡Se volvió filósofo de un día para otro! ¿Desde cuándo se ha visto tanta arrogancia?" En el interior de tu alma, que no anide la soberbia por lo que hayas conseguido y sigue trabajando sin cesar en la enseñanza mejor y más bella. Recuerda que si cedes a sus insultos serás doblemente burlado pero si perseveras en tus propósitos, los que en principio se burlaron de ti luego te aceptarán (y pasarán al otro estadio, el de la adoración..., así que presta mucha atención para no caer en manos de ninguno de los dos caracteres impostores: no debes asumir ante los hombres ni un carácter divino ni un carácter demoníaco, sino mejor pasar inadvertido entre ellos).
Y remató:
- Si por ventura te volvieras alguna vez hacia las cosas externas habiendo alcanzado el grado de filósofo, sabe que has perdido el rumbo acertado. Conténtate pues con ser filósofo (¡que no es poco!) y si además quieres parecerlo ante los demás, en lugar de ello conténtate de parecerlo a tus propios ojos. Y ello ha de ser suficiente.
Esto explica y contesta las elucubraciones de aquéllos que dicen públicamente:"si existieran sabios de verdad, si existiera Dios de verdad, no permitirían que el mundo fuera como es, se aparecerían ante nosotros y nos ayudarían, castigarían a los malos, arreglarían las cosas y nos salvarían..." Dicen estas cosas porque en su ignorancia no se dan cuenta de que las cosas son como nosotros mismos las hemos hecho ser en el pasado y también porque son incapaces de imaginar que los filósofos no desean ser sacrificados a la locura del hombre común, como ya sucedió con algunos de ellos en tiempos antiguos.
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