Mi relación con Arístokles, hijo de Aristón y Perictione, descendiente de Codro, el último rey de Atenas, y vulgarmente conocido por el apodo de Platón (que significa "el de anchas espaldas", no en vano fue un gran mozo, no sólo desde el punto de vista intelectual y del espiritual, sino también físicamente) se remonta a los tiempos de la guerra del Peloponeso cuando él luchaba por su ciudad y yo lo hacía por la que entonces era mi patria, Esparta. De hecho, nos encontramos en cierto momento en el campo de batalla, cada uno cubierto por la sangre y el sudor, propios y ajenos, y algo muy extraño sucedió pues de pronto nuestras miradas se cruzaron y cada uno de nosotros supo en ese instante que sería incapaz no ya de matar al otro sino siquiera de cruzar sus armas con él. Durante unos segundos que semejaron una eternidad, viví (él también) una sensación inenarrable, como si se hubiera abierto un abismo a nuestro alrededor y abandonáramos este mundo para elevarnos hacia planos más sutiles, donde nos reconocíamos como viejos hermanos y camaradas separados al nacer y colocados por el capricho de los dioses en banderías distintas que en el fondo nos importaban una higa.
Un empujón a mis espaldas provocado por un brutal combate personal de otros dos hoplitas me devolvió al fragor de la guerra, aunque casi me derriba al suelo. Trastabillando, logré mantener la vertical pero cuando quise volver a mirar, Arístokles había desaparecido. En aquel momento, rogué a los dioses que protegieran a aquel desconocido que en el fondo de mi alma sentía no lo era tanto. Lo cierto es que la guerra terminó, los espartanos ganamos y, con la paz y la victoria, sufrí un proceso de crisis personal que me obligó a abandonar la milicia y la propia Esparta ante la extrañeza y la incomprensión de mis antiguos colegas de armas que pensaban había sido hechizado por alguna brujería al renunciar a la parte de gloria que me correspondía. En parte, así era. El curioso sucedido en aquella batalla junto a Arístokles abrió una misteriosa puerta en mi interior, puerta que traspasé y que me condujo a una sala donde encontré una fuente seca. Una nostalgia infinita me invadió cuando recordé de súbito la existencia de aquella fuente y volví a sentir la Sed: la misma que me ha acompañado durante mis sucesivas reencarnaciones y que sólo puede ser saciada con lo que los antiguos llamaban la Ambrosía o el Néctar de los Dioses. Y supe que tenía que encontrar a aquel hoplita ateniense de mirada clara porque comprendí que ambos éramos en realidad un tipo muy diferente de guerreros, y que nos conocíamos de muy antiguo.
Por eso empecé a viajar, y a buscar. Oí hablar de Sócrates, naturalmente, ¡el viejo y sabio gruñon!..., pero para cuando llegué a Atenas ya había sido asesinado por los mismos viles siervos de la Oscuridad que hoy, como en todas las épocas del mundo, martirizan y explotan a la Humanidad. La venganza de Sócrates fue morir riendo y bromeando: ¡ojalá yo mantuviera la entereza de ánimo de ese titán el día de mi rito de paso! En Atenas escuché por vez primera el nombre de Platón, pero no lo identificaba con el soldado con el cual me había enfrentado y, además, no se encontraba allí sino que estaba viajando. Cuando pregunté en qué otro lugar podría encontrar hombres sabios, uno de sus discípulos, Laques, me habló de Egipto en estos términos: "Los antiguos ya creían que los egipcios son los únicos que conservan aún parte del conocimiento real sobre la naturaleza del mundo y sobre el propósito verdadero de nuestra existencia. El mismo Solón, antepasado de Platón, aprendió allí casi todo cuanto sabía acerca de ello."
Así que encaminé mis pasos hacia la tierra de la Tríada Sagrada: Osiris, Isis y Horus. Tras un sinfín de penalidades y pruebas conseguí sumarme a un selecto grupo de siete personas escogidas para ser iniciadas en los Misterios y, ¿a quién fui a encontrarme allí, a los pies de la Esfinge? ¡Al mismo Arístokles Platón! Ambos éramos los únicos griegos del grupo de nuevos iniciados y nos reconocimos al instante, al ingresar en cierta estrecha sala de piedra iluminada apenas por un par de hachones humeantes. Lo único que habíamos compartido en aquella vida, antes de aquel momento, había sido unos segundos de confusión e indecisión en plena guerra, pero nos abrazamos como viejos amigos, como hermanos, que en el fondo es lo que éramos. De lo que pasó en la cámara de iniciación nada me es permitido revelar pero a partir de entonces acompañé a Platón en el resto de sus andanzas por el mundo, incluyendo en la fundación de su inmortal Academia donde impartí clases en calidad de profesor. De allí saldrían gentes muy principales, como el famoso Aristóteles, pero ninguno tan grande como mi amigo.
El caso es que en mi actual reencarnación sigo todas las noticias relacionadas con Arístokles, al que no he vuelto a reconocer en las últimas vidas aunque sé que no debe andar muy lejos de mí. Es más, en una de mis novelas aún no publicadas (pero que espero lo sea a no mucho tardar) y titulada La tumba de Gerión, el protagonista es precisamente él.
De ahí mi sorpresa y alegría al descubrir que un historiador y filósofo, profesor de la Universidad de Manchester, Jay Kennedy, acaba de publicar un informe acerca del código que Platón empleó en sus obras y que hasta ahora sólo conocíamos unos pocos (los que en aquella época vimos cómo redactaba sus escritos y lo que ocultó en ellos). Este erudito empleó un ordenador para intentar restablecer en su forma original las versiones contemporáneas más exactas de los manuscritos, reduciéndolos a conjuntos de líneas de 35 caracteres sin espacios ni puntuación. Así descubrió que muchos de sus textos poseen números de líneas basados en 1.200 o en múltiplos de 1.200, como la Apología de Sócrates, Gorgias, La República o Las Leyes. Y no es una casualidad puesto que a los escribas de la época se les pagaba de acuerdo con el número de líneas redactadas por lo que todas las personas implicadas en la publicación de un texto eran muy conscientes de cuántas había.
Kennedy afirma que Arístokles, quien "comprendió la estructura básica del universo y se adelantó en dos milenios a la revolución de Galileo y Newton", empleó "la cuenta de las líneas para saber en todo momento en qué lugar del texto se encontraba en cada momento y por tanto incluir en él un tipo de mensaje determinado". Los mensajes y conceptos positivos, por ejemplo, los situaba en las líneas o "notas musicales cósmicas" tercera, cuarta, sexta, octava y novena, consideradas especialmente armoniosas, mientras que los negativos los ubicaba en la quinta, la séptima, la décima y la undécima, más disonantes. Platón, concluye, "escribía simbólicamente y si uno se esforzaba y era inteligente podía comprender los símbolos empleados y descubrir la filosofía subyacente".
Naturalmente, naturalmente... Algún día nos reencontraremos, amigo Arístokles. Tenemos toda la eternidad por delante.
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Postdata: Llega el verano, llegan los meses de descanso. La Universidad de Dios concede vacaciones y yo me las tomaré, pero no para vaguear. Me espera la redacción de mi próxima novela, así que durante el período estival, Fácil para Nosotros permanecerá bajo mínimos. Para animar el blog de vez en cuando durante este tiempo, encargaré a Mac Namara que inserte periódicamente algún que otro texto. El ritmo normal de publicación de artículos lo retomaré al regreso de las vacaciones. ¡Hasta pronto!
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