En cierta lluviosa ocasión, en cierto pub irlandés de cierta pequeña y preciosa localidad del oeste de la verde Éire en donde estaba trasegando mi preciada pinta de Murphy's, un tipo de la localidad llamado Miceal (Michael) me contó la historia del ingrato Frank. Miceal tenía varias virtudes y una de las más conocidas en el pueblo era su capacidad de agradar a las personas de edad. Siempre que tenía ocasión se ofrecía para llevarles la compra, hacerles compañía, acercarles en su propio carro adonde ellos necesitaran y cosas así. Todo lo hacía sin pedir nada a cambio, aunque es bien cierto que a veces algunos de los ancianos le correspondían invitándole a un pedazo de colcannon o incluso tejiéndole una bufanda. Él se reía de ello, porque realmente no iba buscando estas compensaciones. Sólo lo hacía, me confesó, "para no acabar como Frank".
Frank vivía en su humilde casa junto con su mujer, su hijo y su anciano padre. Como de costumbre en la vieja Irlanda, no había mucho trabajo y aún menos dinero. Todos debían aportar lo que pudieran para mantener la escuálida economía familiar..., pero todos eran sólo la mitad de los habitanes de la casa. Él se deslomaba en los campos mientras su mujer cosía ropa todo el día. Sin embargo, el niño era todavía un bebé y poco podía hacer y, en cuanto al padre, había trabajado toda su vida, como Frank lo hacía ahora, en aquella misma casa para sacar a su propia familia adelante y en aquel momento era demasiado mayor y estaba demasiado enfermo para trabajar, así que la mayor parte del día se limitaba a sentarse ante la puerta de la casa a fumar y beber, y quizás a charlar con algún vecino tan viejo como él que pasara por allí.
Resentido por su mala fortuna, que le había destinado una vida penosa y sin expectativas de cambio, Frank se enfadó mucho un día que, regresando del campo, oyó a su padre riendo junto a otro hombre tan mayor como él mientras recordaban tiempos pasados. Enfadado, le hizo entrar con malos modos en la casa y, frente al hogar, le reprochó su inutilidad y le acusó de perezoso. Luego, sin dejarle defenderse, le anunció que, ya que le gustaba tanto hacer el vago y reírse con los demás, estaría mejor fuera de allí, viviendo su propia vida en otra parte. A continuación, le ordenó que cogiera sus cuatro miserables pertenencias y le echó a la calle. Por lo menos, pensaba, no seguiría comiendo a su costa.
De nada sirvieron los llantos y los ruegos de su esposa, que quiso interceder por su suegro sabiendo que era un buen hombre y que su marido estaba siendo muy injusto con él, entre otras cosas porque aquella misma casa de la que le estaba echando la había construido el anciano con sus propias manos en su juventud, cuando aún tenía fuerza y salud suficientes para afrontar las incertidumbres de la vida.
- ¡Morirá de frío ahí fuera, pues se acerca el invierno! -se lamentó la mujer- Déjale que se lleve al menos una manta para guarecerse de la bajas temperaturas.
Frank asintió, pensando que si le entregaba una de las usadas y raídas mantas de su dormitorio, su esposa dejaría de interponerse en su decisión y podría así dejar resuelto el problema. Él mismo escogió la más deteriorada y fea de las que tenía y se la entregó a su padre.
Con lágrimas en los ojos y una expresión de sofoco, temblando por el disgusto y musitando una oración, el padre tomó la manta y, tras una última y triste mirada al interior de la casa, arrastró los pies hacia la puerta dispuesto a enfrentar su duro destino. Pero en el momento en el que agarraba el picaporte, se oyó una enfadada vocecilla en la cuna: ¡era el bebé, que hablaba por primera vez!
Asombrados, Frank, su padre y su mujer se quedaron mirando al pequeño, quien se había sentado sobre sus pañales y exigía con voz airada:
- ¡No le des la manta entera! ¡Dale sólo la mitad! Eso es suficiente para el viejo.
Frank apenas pudo balbucear la pregunta, tan anonadado como estaba:
- ¿Por qué sólo la mitad?
- ¡Porque yo necesitaré la otra mitad para dártela a ti el día que te eche de casa!
Según algunas versiones de esta historia, Frank se murió en ese mismo momento de un ataque al corazón. Según otras, se volvió loco y salió chillando de su casa y nunca más se le volvió a ver por allí. Las más piadosas afirman que recapacitó sobre sus actos y finalmente pidió perdón a su padre y a su esposa (y a su hijo) y nunca más volvió a renegar de su fortuna.
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