Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 10 de mayo de 2010

Rabindranath Tagore, 150 aniversario

Ignorantes y primitivos, los hombres gustan de celebrar fechas de batallas, de victorias y derrotas políticas y militares, dominados como están por el poder de ese Monstruo que les confunde y les ciega impulsándoles hacia el abismo una y otra vez a pesar de sus vacías promesas de que no volverán a empuñar las armas, de que en todo caso la siguiente será "la guerra que acabe con todas las guerras". Pero en la Universidad de Dios celebramos otro tipo de aniversarios muy diferentes a los que tienen ocupados estos días a los engañabobos. Por ejemplo, el 150 aniversario del nacimiento del bengalí más conocido de la Historia, autor de tantas frases felices, de tantos cuentos y poesías que el verdadero buscador de sabiduría a la fuerza ha tenido que encontrarse a lo largo de su camino.

Si lloras por haber perdido el Sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas; Cada niño que viene al mundo nos dice: Dios aún está esperando algo del hombre; El que se ocupa demasiado en hacer el bien no tiene tiempo de ser bueno; ¡He perdido mi gotita de rocío!, se queja la flor al cielo del amanecer, que ha perdido todas sus estrellas y tantos otros pensamientos se los debemos a este hombre de aspecto físico tan característico, a medio camino entre un filósofo griego y la imagen clásica de Jesucristo: Rabindranath Tagore.

Filósofo, artista, músico y especialmente conocido por su faceta de literato (poeta y novelista), Tagore es citado a menudo como el primer asiático que logró el Premio Nobel de Literatura, en 1913. Lo es, ciertamente, aunque consiguió el reconocimiento gracias a su feliz hibridación de la tradición narrativa hindú con su educación y visión del mundo de carácter británico, con obras como Gitanjali o El hogar y el mundo, las más citadas. Buena prueba de su influencia cultural es el hecho e que dos de las canciones por él compuestas son en la actualidad los respectivos himnos nacionales de la India (Jana Gana Mana) y Bangladesh (Amar Shonar Bangla).

Para muchos occidentales, Tagore representa el ideal del sabio que consiguió el conocimiento en Oriente, en esa misteriosa India que se supone alberga maravillosos secretos y que, aún hoy, sigue hipnotizando a no pocos europeos y americanos que han perdido (tal vez nunca lo encontraron) el verdadero camino que les corresponde por su cultura y hemisferio de nacimiento. Son buscadores que se dejan ir sin rumbo vagando por senderos erróneos, atraídos por la ambigüedad y languidez orientales que, en el fondo, constituyen una trampa definitiva para su verdadero progreso: el dulce desangrarse espiritual en la bañera con agua cálida y relajante, ajena a su verdadero desafío como héroes que han de vencer al monstruo o caballeros que deben derrotar al dragón.

Cada cultura tiene su desafío, cada hombre tiene su destino..., y no hay peor engaño que eludir nuestra tarea asignada embarcándonos en una aventura diferente a la que debemos emprender, simplemente porque no nos gusta la que nos ha tocado en suerte. Como dice mi tutor en la Universidad de Dios: voluntad no es hacer lo que uno quiere, sino lo que debe hacer aunque no quiera.

Luego en el fondo el Camino es sólo uno pero, eso lo saben todos los estudiantes verdaderos, cada cual lo recorre de acuerdo con los dones recibidos a la hora de comenzar el Gran Juego.

Lo cierto es que nuestro hombre ya fue encaminado desde niño, pues su padre Debendranath Tagore fue el encargado de predicar la fe conocida como Brahmo Samaj que más tarde sería propagada por su amigo, el rajá Rammohun Roy, y que, bien visto, no era demasiado original. Sus principios básicos incluían la creencia en un solo Dios (creador y mantenedor del mundo, infinito en amor, sabiduría, energía y santidad) así como en la inmortalidad del alma humana, a través de la cual se manifiesta la divinidad. No se reconocían profetas ni sacerdotes ni mediador alguno entre Dios y el alma pero todas las revelaciones religiosas, todos los libros sagrados, debían ser honrados siempre y cuando estuvieran en armonía con esta visión del mundo. La mejor manera de adorar a la deidad es amándola, todos los días. Y por supuesto el Cielo y el Infierno no son lugares físicos sino un estado armónico superior, el primero, y un estado vinculado a la maldad y los pensamientos erróneos, el segundo.

Uno de los experimentos más ambiciosos de Tagore fue la escuela de Shantiniketan, al norte de Calcuta en Bengala Occidental, donde había heredado algunas propiedades. Allí intentó poner en marcha su visión de otro tipo de enseñanza, no sujeta a la memorización ni a la repetición de fechas, datos, cifras... Una visión que tan bien relató en uno de sus cuentos en el que un hombre intentaba dotar de sabiduría a sus pájaros dándoles de comer páginas de libros cultos. Como es obvio, los pájaros murieron pocos días después. La metáfora es clara. Soñaba con crear un modelo de escuela en cierto modo similar al de la Academia platónica: con el sabio o gurú enseñando directamente, por la vía de la reflexión profunda y también de la práctica directa, la mejor forma de manejarse en la vida.

Sin embargo, Rabindranath nunca contó con lo más importante para sacar adelante este proyecto: seres humanos dignos de semejante empeño. Hoy, Shantiniketan es un lugar desprestigiado y en decadencia, con las aulas vacías por el alto absentismo de profesores preocupados por ganar más dinero en lugar de por enseñar las verdades de la vida y por la ausencia también de alumnos más interesados en la política que en el aprendizaje, y con un vicerrector encarcelado por corrupción. Hasta la medalla del premio Nobel que recibió Tagore fue robada recientemente.

No es mi propósito resumir la vida de Tagore aquí. Biografías hay para todos los que quieran profundizar en sus logros, sus viajes y sus obras, escritas o pictóricas.

Sólo deseo recordar al buscador que vio cosas, que las comprendió..., porque sólo alguien que comprende puede escribir párrafos tan hermosos como este fragmento de Gitanjali:

Lloro, encerrado en la mazmorra de mi nombre. Día tras día, erijo sin descanso este muro a mi alrededor/ y a medida que crece hasta llegar al cielo, mi ser verdadero se esconde tras su sombra oscura./Este hermoso muro es mi orgullo y lo remato con cal y arena, para que no deje la menor grieta./Y con tanto cuidado, pierdo de vista mi verdadero ser.

O éste otro, uno de mis fragmentos favoritos, de Canciones a lo divino:

Nunca rece yo para ser preservado de los peligros, sino para alzarme ante ellos mirándolos cara a cara./Nunca pida yo la extinción de mi dolor, sino el coraje que me falta para sobreponerme a él./ Nunca me confíe en aliados en la Guerra de la Vida sobre el campo de batalla del Alma, sino que sólo espere de mí mismo./Nunca implore, espantado, por mi salvación, sino que reúna la fe necesaria para conquistarla./Concédeme no ser ingrato, pues es a Tu misericorida a quien debo mis triunfos./Y si sucumbo, acude a mí con tu fuerte brazo. ¡Y dame la paz, y dame también la guerra!


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