Insisto en ello porque es que ya no sé cómo decirlo: aburrido estoy de la moda catastrofista que se ha impuesto en la literatura, la televisión, el cine y, ahora también, en los videojuegos. La empresa norteamericana Bethesda ha presentado este martes en París algunos de los videojuegos con los que pretende saturar el mercado el próximo otoño y el panorama es desolador: desde la clásica guerra nuclear (bombazo va, bombazo viene) hasta el brutal impacto de un asteroide empeñado en jugar a canicas con la Tierra (por cierto que ya lo decían los galos, que lo único que temían es que el cielo se cayera sobre sus cabezas) pasando por, ¡cómo no!, un desastre global generado por el cambio climático.
Transcribo algunos de los alegres párrafos con los que se promocionaban hace unas horas los susodichos videojuegos, porque no tienen desperdicio:
* "El más esperado es la continuación de la saga Fallout (...) inspirado en la ciudad del vicio y el juego por excelencia de EE.UU., Las Vegas (...) irreconocible tras un desastre nuclear (...) Los lanzagranadas, rifles y armas con mira telescópica podrán compatibilizarse con palos de golf para arrancar la cabeza a los rivales, en un planeta irreconocible y desfigurado por las tensiones nucleares entre las naciones, cerca del año 2300." (¿Palos de golf para destrozar cabezas ajenas?)
* "En el caso de Rage (...) un asteroide causa el fin del planeta y deja el camino despejado para que orcos y otras criaturas ávidas de carne humana luchen por controlar la Tierra (...) un juego en donde sangre y muerte constituyen un binomio inseparable (...) con un montón de añadidos en el juego (...) que hace mucho más enriquecedora la experiencia de jugar". (¿Experiencia enriquecedora?)
* "Por su parte, Brink (...) ambientada en un futuro próximo, sus ciudadanos se matarán los unos a los otros para sobrevivir entre revueltas populares y reyertas gracias al poder destructor de las ingeniosas armas que podrán diseñar los propios usuarios" (¿Armas ingeniosas a la par que destructoras?)
Así que se trata de lo de siempre: promocionar la muerte, el caos, la destrucción…, el miedo, siempre el miedo como elemento controlador de las grandes masas, que juegan (¡No pasa nada, es un simple juego! Sí, eso pensaba Ender, el protagonista de la famosa novela de Orson Scott Card, que, jugando jugando, se convierte en el mayor genocida conocido de una especie extraterrestre...) y de paso son entrenadas sin darse cuenta. Igual que las generaciones anteriores eran entrenadas a jugar a la guerra con escopetas o espadas de madera. Como reza, con bastante claridad, el eslógan de una web dedicada específicamente a este tipo de productos: "No sólo son juegos, son una forma de vida".
Pero con las películas sucede lo mismo. La última que he visto en esta línea es Knowing (traducible como Conocimiento aunque se estrenó en España como Señales del futuro) de Alex Proyas y protagonizada por Nicolas Cage (¿otra vez? ¿pero es que no hay más actores -y mejores- en Hollywood?). Una historia con unos efectos especiales extraordinarios..., y un guión de lo más predecible, con ángeles/extraterrestres que salvan a un puñado de niños a los que llevan a un planeta virgen (y presidido por un árbol similar al del Bien y el Mal en la Biblia) para que lo repueblen y dé comienzo una nueva historia de la Humanidad, después de destruir la Tierra con una gigantesca erupción solar. Tanto la destrucción total del planeta como los accidentes previos de un avión de pasajeros y de un tren de metro son espectaculares, pero todo gira en torno a lo mismo: Fin del Mundo.
Da igual transformarse en un Mad Max de la vida en un páramo desolado que en un Kevin Costner submarino perdido en un mundo inundado o en un miliciano de Michigan con refugio antinuclear y antiCasa Blanca camuflado en el bosque correspondiente. ¡Cuánto patetismo! ¡Qué tristeza de sociedad la nuestra, que es incapaz de generar películas o libros que inciten a luchar por la vida, a amar a los demás, a crecer personalmente…, mientras en lugar de eso disfrutamos palomitas en mano de la visión, aun simulada e incluso por ordenador, de la destrucción de la civilización y la muerte de miles de personas en graves accidentes, terremotos o desastres de cualquier otro tipo (o, peor, ni siquiera disfrutamos ya, ni siquiera poseemos el “goce” sádico de ver el sufrimiento y la muerte ajenos sino que lo contemplamos como algo normal, rutinario en una película de este tipo: “si no mueren un mínimo de un millón de extras, no merece la pena”)!
- No pasa nada. Después de todo es una película, una ficción... Una forma incluso positiva de desahogar nuestras rabias interiores...
Ése suele ser el falaz argumento empleado por los cansinos defensores de la mugre emocional con la que nos enfrentamos día sí y día también, sin que nadie se pare a contestarles públicamente que nunca antes en la historia del cine, ni de la literatura, ni del entretenimiento en general, se había generalizado de esta manera el argumento catastrófico y destructor, hasta el punto de crear un propio subgénero. Y obviando, por supuesto, la existencia de tantos y tantos informes y estudios psicológicos que advierten de la influencia de este tipo de historias (sobre todo las de carácter audiovisual; léase: las películas) en un número sorprendente de personas que tienden a imitar lo que ven en la pantalla. Cuántos criminales no se lanzaron a hacer carrera en el mundo del robo, la estafa, la violación o incluso el asesinato después de aprender literalmente en películas muy realistas de cine negro cómo había que hacer para planear un crimen, fabricarse una coartada, borrar las huellas del arma empleada, etc.
Un ejemplo evidente: ¿no resulta espantosa y macabramente ridículo que un tipo como el sobrevalorado y ególatra Pedro Almodóvar se permita el lujo de "sacar tarjeta roja a los maltratadores" en la nueva campaña del gobierno contra la violencia de género cuando estamos hablando del mismo director de cine especializado en personajes e historias de violadores, chulos y machos machistas y que, aún más, rodó un engendro (entre muchos otros) como ¡Átame! donde glorificaba precisamente el mal trato? Y recuerdo para los que no hayan visto esta película (¡que obtuvo 15 candidaturas a los premios Goya!) que se basaba única y exclusivamente en la relación sadomasoquista de los personajes interpretados por Antonio Banderas y Victoria Abril: ella acaba rindiéndose al "amor" de él después de sufrir todo tipo de vejaciones y malos tratos físicos y psíquicos, empezando por su propio secuestro.
Así que con las películas de desastres nos vamos acostumbrando, no ya a obviar el dolor real, el sufrimiento, de una persona o de un puñado de personas, sino de todo un mundo que se desguaza, que desaparece porque sí, que no merece la pena defender. Y tendemos a pensar que sí, que está bien, que el futuro normal que nos espera por delante no puede ser más que la destrucción pura y dura. Que nada podemos hacer más que bajar los brazos y, si acaso, emborracharnos para olvidar. Incluso no nos sorprenderemos si el día de mañana alguien decide finalmente apretar el famoso "botón nuclear" o cualquiera de sus equivalentes: ¿no es eso lo que estaba previsto que sucediera? En este ambiente turbio y tenebroso, ¿a quién le apetece hacer planes de futuro, construir, luchar por nada? Carpe diem es el eslógan del momento, aunque la inmensa mayoría de personas que lo emplea hoy no entiende exactamente lo que quiso decir el clásico al proponerlo.
Los textos sagrados hindúes hablan de la Trimurti, la trinidad divina de su tradición: Brahma, el dios creador; Vishnú, el dios mantenedor; Shiva, el dios destructor. Tradicionalmente, la Tierra ha contado con fieles seguidores de cada uno de ellos, que operan sobre nuestra realidad llevando a la misma las fuerzas de las respectivas deidades. Hasta ahora y visto lo visto, la gran mayoría han sido partidarios de Vishnú: más o menos, el mundo ha conseguido tirar para delante. Pero da la impresión de que en este momento Shiva cuenta con legiones de siervos dispuestos a hacer realidad su sueño eterno de devastación.
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