El Museo Británico inaugura dentro de pocos días una de sus muy interesantes exposiciones temporales (más allá de la muy interesante colección permanente, forjada con el saqueo y expolio de tantos países a lo largo de los siglos) dedicada al mundo vikingo. Presentará así de paso la nueva galería Sainsbury, construida especialmente para este tipo de muestras. Ahí podremos ver algunos objetos interesantes, incluyendo los restos del barco de Roskilde, el fiordo danés, minuciosamente reconstruidos por los expertos a partir del pecio original perteneciente muy posiblemente a la época de Canuto el Grande. Aunque se centrará en el período comprendido entre los siglos VIII y XI, según el Museo se trata de mostrar a los vikingos "en un contexto global a partir de sus numerosos contactos culturales por sus incursiones y pillajes". Tiene cierta gracia que el principal museo de un pueblo de piratas como es el inglés (en parte descendiente por cierto de vikingos) organice una exposición sobre otro pueblo calificándole precisamente de pirata...
Claro que el tema no es novedoso: los vikingos, como casi todos los pueblos europeos del centro y el norte del Viejo Continente han sido sistemática y secularmente denigrados, despreciados y ninguneados durante siglos por los "productores de cultura". La imagen que se ha trasladado al mundo, y en especial a los propios europeos descendientes de estos guerreros y aventureros nórdicos, es que más les vale ocultar su linaje para no avergonzarse de tener que descender de un grupo de salvajes, ladrones, violadores y asesinos cuya actividad favorita era blandir hachas para matar indiscriminadamente mientras asustaban a sus víctimas con sus cascos con cuernos como diablos. Nada que ver con los "civilizados" y "ejemplarizantes" pueblos del sur..., cuyos salvajismos, robos, violaciones y asesinatos son edulcorados una y otra vez y camuflados como epopeyas culturales. Por poner un ejemplo, a ningún clan vikingo se le pasó jamás por la cabeza hacer con un enemigo lo que el "educado" Senado de Roma hizo con Cartago, adversario principalísimo en la época de la república: una vez destruida la ciudad, los legionarios romanos sembraron con sal sus escombros para garantizar la muerte de la tierra sobre la que había sido levantada y que nunca más pudiera ser reconstruida.
En el caso de los vikingos (que por cierto no usaban cascos con cuernos, completamente absurdos en un combate, y peleaban más con espadas y lanzas, porque el hacha es un arma incómoda más bien útil para cortar árboles), no es corriente oír hablar de sus extraordinarias dotes como (además de piratas, sí) exploradores, navegantes, comerciantes y colonizadores. Dotes con las cuales fundaron ciudades como Dublín, poblaron y controlaron grandes territorios para crear el germen de lo que acabaría siendo Rusia e incluso se establecieron al otro lado del Atlántico mucho antes del descubrimiento oficial de América. Nadie comenta la brillante capacidad
artística de una gente que creó asombrosos y bellos diseños desde la joyería hasta la simple talla de madera. No se menciona su valentía ni su lealtad, demostradas mil veces (los propios emperadores de Bizancio confiaron durante siglos su seguridad personal a la Guardia Varega compuesta por vikingos y representada en este manuscrito de la imagen, en lugar de tomar a su servicio a sus traidores compatriotas). Por supuesto, nadie toma en serio su sentido del humor, uno de sus principales signos de identidad: un humor oscuro, muy similar al tradicional humor negro español que venía dado por las duras condiciones de su existencia y que les hacía sonreír y bromear más cuanto mayor fuera el peligro al que se enfrentaban (los antiguos relatos cuentan cómo, justo en los momentos más complicados, no falta un vikingo que haga un chiste o al menos exprese en voz alta una reflexión irónica ante el riesgo).
Tampoco se comenta su estilo de vida, bastante sano en comparación con el de otros pueblos supuestamente por encima en su época, como demuestra por ejemplo el hecho de que el peine y el cepillo de dientes fueran dos de las pertenencias personales más corrientes en su equipaje cuando partían en una expedición. Naturalmente, está casi prohibido hablar de su estructura política, muy parecida a la alabadísima democracia de los antiguos griegos y que se basaba en el Thing o Althing: la Asamblea Vikinga. Los jefes y hasta los
reyes eran escogidos por sus hombres gracias a sus cualidades y nadie retenía durante mucho tiempo el poder si no era capaz de demostrar a sus electores que lo merecía, mientras en el sur se sucedían las dinastías de reyes o, más a menudo, de tiranos, aislados del grueso del pueblo y apoyados en una creciente estructura burocrática y militar de autoprotección. Y ya no hablo del respeto a la mujer, prácticamente igual en derechos al hombre, en una época en la que en el Mediterráneo la mujer se hundía más y más en la miseria religiosa, filosófica y económica, convertida en una "criatura demoníaca y tentadora", en todo caso bajo la custodia y hasta propiedad de facto de la parte masculina de la familia.
Todo esto, por no hablar de sus aportaciones, en forma de cuentos, canciones, tradiciones y costumbres, al edificio cultural europeo, cuya fuerza aún persiste tanto tiempo después como pude comprobar en persona hace ya unos años con motivo de un festival de cuentacuentos en un centro educativo. Por
motivos que no vienen al caso, me vi convertido en uno de los responsables de contar una historia "entretenida y con valores" a varias decenas de chavales de corta edad, junto con sus respectivos profesores. Mis predecesores en la tarea se dedicaron, con mayor voluntad y entusiasmo que habilidad narradora, a los "clásicos" (que tienen su propia y muy interesante lectura secreta, como ya sabemos) del estilo de Blancanieves, Caperucita Roja y demás. Yo había decidido contar la aventura de Thor en la Tierra de los Gigantes, un cuento popular de las sagas escandinavas y de hecho uno de mis favoritos. Para introducir y justificar mi "desviación" de la línea general de cuentistas, empecé a explicar que Europa es completamente incomprensible si no la concebimos como una bicicleta con dos ruedas, cada una de ellas tan importante como la otra: la tradición mediterránea y la tradición atlántica. Ambas son igual de poderosas (aunque nos hayan hecho creer que podemos ir por la vida en monociclo, tan sólo con la mediterránea) y complementarias a la hora de llegar a entender lo que somos los europeos y qué pintamos en el mundo... Pero pronto comprobé con cierta decepción que apenas un porcentaje diminuto de mis oyentes me hacía caso (poco), mientras el resto aprovechaba mi explicación para charlar animadamente entre sí.
Así que me dejé de filosofías y comencé a contar la aventura en la que Thor y sus compañeros llegan al castillo donde vive el rey de los gigantes y contra cuyos campeones compiten en una especie de primitivos juegos olímpicos. A pesar de las buenísimas marcas de los protagonistas, sus titánicos rivales ganan en todas las pruebas hasta el punto de humillarles. Sólo al final del relato, el rey de los gigantes revelará que, en realidad, lo que han hecho ha sido engañarles porque sabían que no podrían vencer a los viajeros de Asgard. Y así, le explica lo sucedido competición por competición, incluyendo una de las escenas más divertidas: cuando Thor, sediento, exigió un cuerno de cerveza. Los colosos le proporcionaron uno, no excesivamente grande, y le dijeron que cualquiera de ellos se lo terminaría de un trago, aunque las mujeres y los niños gigantes necesitarían dos tragos. El hijo de Odín se rió y, asegurando que ningún ser vivo bebía tanto como él, tomó el cuerno y comenzó a trasegar su contenido. Tras varios minutos bebiendo, el cuerno todavía contenía la salada y desagradable cerveza de los gigantes y él se había quedado sin aire. Rabioso, se vio obligado a hacer una pausa antes de intentarlo de nuevo. Tampoco a la segunda consiguió apurar el cuerno. Ni siquiera en un tercer intento: apenas logró hacer disminuir su contenido cuando, decepcionado, se declaró perdedor. El rey de los gigantes le explica ahora que el cuerno estaba secretamente conectado con el océano así que era imposible que se hubiera podido beber toda la cerveza que en realidad era..., agua salada. Aún así, dice estar sorprendido y admirado por la capacidad de Thor para ingerir líquido: sus tres largos tragos habían hecho descender el nivel del mar, creando el fenómeno de las mareas, que antes de este suceso no existían.
Cuando terminé de contar la historia, descubrí con satisfacción que reinaba un silencio enorme en la sala donde había hecho revivir una vez más a Thor y compañía, igual que los antiguos escaldos. Durante un breve instante (ante de que la audiencia recuperara la respiración y me felicitaran por mi relato y demás) reflexioné sobre el poder impregnado en el relato que, al comenzar a fluir, había hecho callar a mi antes díscolo público y supe que, entre aquellas
caritas que me observaban buscando recuperar las imágenes mitológicas que se habían apoderado de ellos durante la narración y que ya empezaban a echar de menos a medida que el silencio ocupaba el lugar de la palabra, había más de uno que se sentía herido en lo más hondo. Herido por la flecha del conocimiento. De repente habían descubierto un mundo del que nadie les había hablado hasta entonces pero que habían reconocido de inmediato como suyo porque, por cierto, era realmente suyo, pertenecía a su herencia genética y cultural como europeos. Esos niños, lo intuí al instante, crecerían a partir de entonces fascinados por la mitología vikinga, nórdica, por su manera de ver y entender la existencia, ansiosos por leer más, conocer más, saber más. Buscarían, a partir de entonces, sanar la herida que no sana una vez abierta, porque por mucho conocimiento que uno sea capaz de acumular, nunca es suficiente.
Por lo demás, hace bien poco tuve ocasión de comprobar de nuevo hasta qué punto los "productores de cultura" siguen riéndose de los vikingos y de sus descendientes. Sucedió en la ciudad británica de York donde días atrás se ha celebrado un llamado Festival Vikingo, que no es otra cosa que una excusa para emborracharse y vender camisetas y tazas de café con sobreimpresiones de frases presuntamente ingeniosas. Allí, unos autoproclamados "expertos" del Jorvik Viking Center encabezados por Danielle Daglan, directora del festival, habían convocado a un número elevado de ilusos e ignorantes prometiéndoles nada menos que el Ragnarök para el pasado sábado 22 de febrero. Hacían alusión a una oscura profecía firmada en el siglo XIII por Snorri Sturluson (autor, entre otras imprescindibles obras, de la conocida
como Edda Menor) y al sonido del cuerno Gjallarhorn. Este poderoso y místico instrumento estaba en poder de Heimdallr, el Dios Blanco y Guardián de Bifrost, el que tiene un oído tan fino que puede oír cómo crece la hierba y la lana en los corderos. Su misión es tocarlo con fuerza para avisar a los dioses de Asgard y a todo su ejército de Einherjar que ha llegado el momento de enfrentarse a la invasión de Loki, Fenrir, Hel, los gigantes y demás monstruos de la oscuridad. Será la última batalla para casi todos: la de Ragnarök o del Destino de los Dioses. En la edición anterior del Festival Vikingo de York, unos fantoches vestidos ad hoc hicieron sonar una supuesta reproducción de Gjallarhorn y a continuación decretaron que quedaban cien días para que esa batalla se reprodujera y se terminara el mundo. Decía Daglan: "en los últimos dos años ha habido numerosas predicciones pero el sonido del cuerno es el indicador más obvio de que el fin del mundo está cerca"...
Y aquí estamos: no parece que el Ragnarök se haya producido o tenga mucha intención de hacerlo. Hay un hecho (otro) que se obvia respecto a los vikingos y en general las creencias de los pueblos atlánticos europeos: para ellos no existía la expresión Fin del Mundo, porque el Apocalipsis es un concepto de origen oriental, importado del Este del Mediterráneo. En Europa, el concepto más importante era muy otro: el de la eternidad. Nuestros antepasados aceptaban la muerte con dignidad y hasta con alegría porque ya entonces sabían que no era el final, que de hecho no existe el final para todo aquel hombre (o mujer) que ha conquistado la nobleza interna. El mundo podrá ser destruido, pero luego será reconstruido otra vez: una y otra vez, eternamente. Y los hombres y mujeres dignos lo poblarán también eternamente. Ni siquiera el Ragnarök equivale al final de todo, sino sólo al de los dioses (es su destino) y de sus enemigos, pues unos sin los otros no pueden existir. Es más: después de la batalla, las leyendas vikingas cuentan que habrá algunos sobrevivientes, entre ellos los hijos de Thor, que se encargarán de repoblar la Tierra durante un período de paz y tranquilidad, una nueva Edad de Oro.
¿Quién puede tener miedo de algo, sabiendo eso?