Hubo un tiempo en que yo también consideré una especie de genio cinematográfico al británico Ridley Scott, un tipo que tal vez con los años podría llegar a rivalizar con mi director favorito desde siempre (Stanley Kubrick, ¿quién, si no?), pero ese tiempo pasó ya hace mucho. Y es una lástima, porque guardo bien y con cariño en la memoria (e incluso he llegado a ver varias veces, en esas extrañas, rarísimas ocasiones en las que me sobra el tiempo suficiente como para echar otro vistazo a una película ya vista) aquel trío de historias tan diferentes una de otra pero que tanto me gustaron cada una en su estilo: el terror de Alien, el octavo pasajero (donde descubrí no sólo al bicho extraterrestre sino a la larguirucha Sigourney), la ciencia ficción de Blade Runner (fabulosa recreación, más que adaptación, de la más famosa novela de Phil, nuestro paranoico favorito) y la fantasía de Legend (donde todo encajaba a la perfección, como en un sueño, incluso la incapacidad actoral de un Cruise jovencito). Luego tuve oportunidad de disfrutar Black Rain (esa historia de dos polis occidentales perdidos en un planeta lejano digo..., en Japón) e incluso su primer y napoleónico largo: Los duelistas.
Hasta ahí, bien. Pero de pronto en los años noventa del siglo XX las cosas empezaron a torcerse. El feminismo exagerado de Thelma y Louise. El machismo exagerado de La teniente O'Neil. La pesadez exagerada de 1492, la conquista del paraíso... Quedaban detalles, brochazos aquí y allá, promesas incumplidas de lo que podría haber sido una historia interesante pero al fin frustrada por algo difuso, indefinido... Y llegó en el 2000 el mazazo de Gladiator. Aquélla pudo haber sido LA película de romanos de todos los tiempos, EL peplum mejor conseguido de la historia... En lugar de ello, acabó convertido en una peli más de romanos, con una dolorosa ambientación (esos pueblos germanos que son presentados como trogloditas de hace 45.000 años, esa Hispania que es más africana que europea, esa Roma en la que solo el palacio del emperador es ya de por sí más grande que la antigua Roma real) y un irritante discurso de lo políticamente correcto, a veces subyacente a veces en primer plano, que no hubiera firmado ni el brillante y generoso Marco Aurelio de verdad.
A partir de ahí, la calidad del cine de Scott ha sido más errática que el vuelo del helicóptero alcanzado en Somalia y sobre cuya historia se rodó Black Hawk derribado, tal vez la película más sólida de aquellos años (y tal vez la más estéril y aburrida para aquéllos a los que no les gusta el cine bélico sin más pretensiones). Personalmente, no le he perdonado todavía que convirtiera a los templarios en una banda de incultos matones medievales en El reino de los cielos o que tomara el pelo con tanta naturalidad a todos sus fans en la más que fallida Prometheus. Pero lo que ha hecho con el cuento de Moisés y compañía en Exodus: dioses y reyes ya es para ponerle la cruz y despedirle definitivamente de mis afectos más próximos.
Por razones obvias para cualquier estudiante de la Universidad de Dios (aunque reconozco que esas razones no necesariamente han de ser tan claras para los que no conocen este centro de formación tan peculiar), mi interés por cualquier obra que incluya e interprete la figura de Moisés es automático. Después de todo, la humanidad está hoy en el lugar en el que se encuentra gracias a (o por culpa de) ese pacto tan peculiar que estableció este hombre de grandes conocimientos, nobles intenciones y chapuceros errores con un ser cósmico de desmesurado poder, negra alma y tiránico comportamiento. Ese monstruo que devora sangre y dolor diariamente en cantidades espantosas y que a pesar de ello se hace llamar dios a sí mismo, presentándose en el colmo del sarcasmo a sus distintos tipos de adoradores con caras diferentes, enfrentadas entre sí, como si fuera una "divinidad" distinta y rival de ella misma, para mantener constantemente encendidas las cocinas del infierno donde se alimenta...
Fui a ver Exodus con ciertas esperanzas. Después de todo, Scott ha cumplido ya los 77 años y posee toda una carrera (evaluable de una u otra forma pero que difícilmente puede ser re-juzgada en función del tiempo de vida que le quede) y, además, es inglés (garantía supuesta de independencia y arrojo). Si a ello sumamos sus inquietudes culturales personales y la información que una persona como él debería manejar, existía a priori cierto porcentaje de posibilidades de que tal vez osara desmontar el pastiche publicitario que Hollywood construyó desde sus mismos inicios en torno a ciertos acontecimientos veterotestamentarios y cuyo exponente más conocido sigue siendo seguramente Los diez mandamientos, la gigantesca producción de Cecil B. DeMille rodada en 1956 con unos tan colosales como maniqueos Charlton Heston en el papel de Moisés y Yul Brynner en el del Faraón (y a pesar de ello, una película a miles de años luz -para mejor- que Exodus).
Bueno, pues mi gozo en un pozo. Todo empieza a venirse abajo desde el primer momento, desde el mismísimo comienzo de la película cuando, para situar al incauto público, una voz en off nos lee unos carteles en los que se asegura sin sonrojo alguno que "la gloria de Egipto" pertenece en realidad a los "esclavos hebreos" que "llevan 400 años construyendo sus monumentos y sus ciudades". Como si Egipto no tuviera miles de años de antigüedad, como si sus mayores glorias no se hubieran levantado antes siquiera de que al primer hebreo se le hubiera ocurrido emigrar a la Tierra Negra, como si en realidad hubiera habido algún esclavo hebreo alguna vez construyendo nada (todas las últimas investigaciones históricas y arqueológicas parecen indicar que las grandes construcciones, incluso las pirámides, fueron levantadas por ciudadanos libres y, por supuesto, egipcios). Para subrayar eso, a continuación nos hacen una panorámica con un montón de esclavos (aunque probablemente en aquella época en todo Egipto no había tanta población como la que se supone vive sólo en Menfis, la capital en el momento en el que se desarrolla la acción de la película) trabajando todos a la vez en multitud de obras, algunas de las cuales son completamente ridículas (como una gigantesca cabeza de faraón que está siendo labrada casi a pie de suelo en medio de un llano y que por supuesto nadie ha pensado cómo va a ser posible moverla y elevarla sobre el supuesto cuerpo que debe coronar).
A partir de ahí, las bofetadas históricas y culturales se suceden una tras otra sin solución de continuidad y, lo que es peor, la propaganda hace exactamente lo mismo, con lo que la macedonia final es más que indigesta. Por citar sólo algunas de las barbaridades de Exodus (cuyos productores debieron dedicar el dinero inicialmente destinado a los asesores históricos a organizar orgías de papas arrugás y vino del valle de Güimar), podemos señalar como ejemplos:
a) esos palacios que tienen más aspecto de grandes templos estilo Karnak que de residencias oficiales de una familia real, con un mobiliario que poco o nada tiene que ver con el que se usaba en aquel momento,
b) esas pirámides construidas ¡en medio de la ciudad! y en las dos orillas del Nilo a la vez..., o ese templo de Abu Simbel (uno de los monumentos hoy día más conocidos de Egipto) ¡¡usado como tumba faraónica para enterrar a Seti!!
c) esas espadas de hierro (¡¡¡de hierro, en plena Edad del Bronce!!! Y que conste que la fecha en la que suceden los hechos la eligen graciosamente los guionistas, porque no está demostrado de ninguna manera que el Faraón al que se enfrentó Moisés fuera, como se dice aquí, Ramsés II) que Seti regala a sus dos hijos, al auténtico y al "implantado",
d) esa cínica sacerdotisa de no se sabe qué divinidad con unos modelitos dignos de John Galliano (en realidad, como los que "lucen" todos los protagonistas, tan feos como irreales) practicando unos rituales absurdos,
e) ese uso de la terminología moderna como si fuera corriente en la antigüedad (particularmente me mató aquello de "No puedes recibir al gobernador, no está en la agenda de hoy"),
f) esos equipamientos militares egipcios que parecen sacados de un desfile del día del orgullo gay más que de la abundante documentación que poseemos sobre cómo eran de verdad..., y esa batalla de Qadesh que podría ser igualmente un enfrentamiento entre bandas de desharrapados en Tatooine o cualquier otro planeta del universo Star Wars,
g) ese Moisés organizando un primitivo Tsahal a espaldas del Faraón, un verdadero ejército de rebeldes que nadie sabe de dónde saca las armas o cómo puede entrenarse sin que se enteren los egipcios (por cierto, que hacen muy bien sus entrenamientos, acertando todas las flechas en los blancos y todo eso, pero luego nunca combaten de verdad),
Suma y sigue, todo lo que quieras.
En cuanto a la propaganda, es difícil encontrar una película donde los egipcios tengan un aspecto más nazificado que los propios nazis malvadísimos de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. La vulgar visión de los sufridos y humildes hebreos tirando con largas cuerdas de las enormes piedras sobre trineos de madera (solución que se demostró hace mucho tiempo más que insuficiente en un mundo de arena) mientras el fustigador egipcio de turno disfruta latigazo va, latigazo viene, como si fuera un discípulo del Marqués de Sade, es lo de menos. Durante toda la película hay un mensaje machacón de los-egipcios,-como-los-alemanes,-son-lo-peor mientras que los hebreos son un pueblo-santo,-valeroso-y-humilde-al-que-no-se-le-ha-hecho-justicia. Un mensaje resaltado con secuencias muy estudiadas como el aspecto de Pitón, la ciudad llena de esclavos a la que se traslada Moisés y cuya primera imagen recuerda poderosamente las innumerables secuencias de canteras de campos de concentración donde trabajan en condiciones lamentables los prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. O como las piras gigantescas donde son incinerados constantemente centenares de cadáveres de esclavos hebreos transportados por otros esclavos de la misma forma que en las susodichas películas veíamos a los prisioneros de rayadillo llevando cadáveres de rayadillo (y menos mal que estamos en Egipto porque, si no, apuesto veinte a uno a que Aarón y Moisés habrían mantenido la manida y sarcástica conversación de "¿Está nevando?" "No, son las cenizas de la incineradora"). O como la secuencia en la que Moisés
se reúne con los "sabios" del pueblo que, harapos aparte, recuerda tanto a otras en las que el Schindler de turno se entrevista con el Consejo Rabínico de guardia. O como el ahorcamiento de una familia cada día, al más típico estilo de represalia militar en Ucrania. Por cierto, los mandamases egipcios son siempre blancos, de aspecto caucásico e incluso ojos azules.
En fin, para qué seguir... El único detalle interesante de toda esta larga (dos horas y media) y aburrida película es la caracterización del monstruo no como una zarza ardiente, una nube luminosa o un montón de rayos y truenos, que es la imagen de costumbre, sino como un niñato insolente y malencarado, que necesitaría ser sometido a una de las terapias del programa televisivo Hermano Mayor. Un niño llamado formalmente Malak (Mensajero), aunque ya sabemos que en las lenguas semitas las vocales hay que interpretarlas en función del contexto pues todas las letras son en realidad consonantes. Así, el nombre original MLK puede significar varias cosas. Si en lugar de aes, usamos es, por ejemplo, tenemos Melek (Rey), pero si en lugar de aes y es usamos oes, resulta que tenemos... ¡Oh, vaya, vaya, vaya...! ¡Mira lo que tenemos!
Eso, y dos secuencias concretas. La primera, cuando tras la muerte de todos los primogénitos egipcios el Faraón dice la única línea de guión seria que le ha tocado en toda la película: "¿Qué clase de fanáticos adoran a un dios que asesina niños?" y Moisés le contesta (y se queda tan tranquilo): "Ningún niño hebreo ha muerto esta noche." Este breve diálogo podría recordarnos que el dios veterotestamentario, el supuesto bueno de la peli, mata a casi toda la humanidad con un Diluvio y luego practica genocidios aleatorios (como los de Sodoma y Gomorra) además de alentar otros crímenes como el secuestro, el incesto o el sacrificio humano, mientras que el supuesto malo de la peli, la serpiente satánica, lo único que hace es ofrecer a Adán y Eva la vía a través de la cual convertirse en dioses ellos mismos y prácticamente no vuelve a molestar a la humanidad...
La segunda secuencia es el cierre de la película: un final soso y sin gracia, aunque quizá sólo en apariencia... Después del despliegue de efectos especiales con la famosa ola que engulle al ejército egipcio, el pueblo hebreo se encamina hacia su "paseíllo" de 40 años antes de llegar a la Tierra Prometida (por la que tendrán que luchar, matar y aniquilar ciudades enteras..., menos mal que estaba prometida). En medio de la barahúnda, se ve un carro a bordo del cual viaja un Moisés progresivamente más anciano, sucio y despeinado. A solas con sus pensamientos y sus recuerdos, Moisés se deja conducir/es conducido por el polvoriento e interminable camino. Y es ése casi el único momento de la película en el que Christian Bale demuestra que es actor, cuando descubrimos de pronto la mirada, a medias perdida, a medias aterrorizada de su personaje.
Una mirada de comprensión.
Probablemente porque en ese momento se ha dado cuenta del error que ha cometido: convertir a un demonio en un dios.
Por razones obvias para cualquier estudiante de la Universidad de Dios (aunque reconozco que esas razones no necesariamente han de ser tan claras para los que no conocen este centro de formación tan peculiar), mi interés por cualquier obra que incluya e interprete la figura de Moisés es automático. Después de todo, la humanidad está hoy en el lugar en el que se encuentra gracias a (o por culpa de) ese pacto tan peculiar que estableció este hombre de grandes conocimientos, nobles intenciones y chapuceros errores con un ser cósmico de desmesurado poder, negra alma y tiránico comportamiento. Ese monstruo que devora sangre y dolor diariamente en cantidades espantosas y que a pesar de ello se hace llamar dios a sí mismo, presentándose en el colmo del sarcasmo a sus distintos tipos de adoradores con caras diferentes, enfrentadas entre sí, como si fuera una "divinidad" distinta y rival de ella misma, para mantener constantemente encendidas las cocinas del infierno donde se alimenta...
Fui a ver Exodus con ciertas esperanzas. Después de todo, Scott ha cumplido ya los 77 años y posee toda una carrera (evaluable de una u otra forma pero que difícilmente puede ser re-juzgada en función del tiempo de vida que le quede) y, además, es inglés (garantía supuesta de independencia y arrojo). Si a ello sumamos sus inquietudes culturales personales y la información que una persona como él debería manejar, existía a priori cierto porcentaje de posibilidades de que tal vez osara desmontar el pastiche publicitario que Hollywood construyó desde sus mismos inicios en torno a ciertos acontecimientos veterotestamentarios y cuyo exponente más conocido sigue siendo seguramente Los diez mandamientos, la gigantesca producción de Cecil B. DeMille rodada en 1956 con unos tan colosales como maniqueos Charlton Heston en el papel de Moisés y Yul Brynner en el del Faraón (y a pesar de ello, una película a miles de años luz -para mejor- que Exodus).
Bueno, pues mi gozo en un pozo. Todo empieza a venirse abajo desde el primer momento, desde el mismísimo comienzo de la película cuando, para situar al incauto público, una voz en off nos lee unos carteles en los que se asegura sin sonrojo alguno que "la gloria de Egipto" pertenece en realidad a los "esclavos hebreos" que "llevan 400 años construyendo sus monumentos y sus ciudades". Como si Egipto no tuviera miles de años de antigüedad, como si sus mayores glorias no se hubieran levantado antes siquiera de que al primer hebreo se le hubiera ocurrido emigrar a la Tierra Negra, como si en realidad hubiera habido algún esclavo hebreo alguna vez construyendo nada (todas las últimas investigaciones históricas y arqueológicas parecen indicar que las grandes construcciones, incluso las pirámides, fueron levantadas por ciudadanos libres y, por supuesto, egipcios). Para subrayar eso, a continuación nos hacen una panorámica con un montón de esclavos (aunque probablemente en aquella época en todo Egipto no había tanta población como la que se supone vive sólo en Menfis, la capital en el momento en el que se desarrolla la acción de la película) trabajando todos a la vez en multitud de obras, algunas de las cuales son completamente ridículas (como una gigantesca cabeza de faraón que está siendo labrada casi a pie de suelo en medio de un llano y que por supuesto nadie ha pensado cómo va a ser posible moverla y elevarla sobre el supuesto cuerpo que debe coronar).
A partir de ahí, las bofetadas históricas y culturales se suceden una tras otra sin solución de continuidad y, lo que es peor, la propaganda hace exactamente lo mismo, con lo que la macedonia final es más que indigesta. Por citar sólo algunas de las barbaridades de Exodus (cuyos productores debieron dedicar el dinero inicialmente destinado a los asesores históricos a organizar orgías de papas arrugás y vino del valle de Güimar), podemos señalar como ejemplos:
a) esos palacios que tienen más aspecto de grandes templos estilo Karnak que de residencias oficiales de una familia real, con un mobiliario que poco o nada tiene que ver con el que se usaba en aquel momento,
c) esas espadas de hierro (¡¡¡de hierro, en plena Edad del Bronce!!! Y que conste que la fecha en la que suceden los hechos la eligen graciosamente los guionistas, porque no está demostrado de ninguna manera que el Faraón al que se enfrentó Moisés fuera, como se dice aquí, Ramsés II) que Seti regala a sus dos hijos, al auténtico y al "implantado",
d) esa cínica sacerdotisa de no se sabe qué divinidad con unos modelitos dignos de John Galliano (en realidad, como los que "lucen" todos los protagonistas, tan feos como irreales) practicando unos rituales absurdos,
e) ese uso de la terminología moderna como si fuera corriente en la antigüedad (particularmente me mató aquello de "No puedes recibir al gobernador, no está en la agenda de hoy"),
f) esos equipamientos militares egipcios que parecen sacados de un desfile del día del orgullo gay más que de la abundante documentación que poseemos sobre cómo eran de verdad..., y esa batalla de Qadesh que podría ser igualmente un enfrentamiento entre bandas de desharrapados en Tatooine o cualquier otro planeta del universo Star Wars,
g) ese Moisés organizando un primitivo Tsahal a espaldas del Faraón, un verdadero ejército de rebeldes que nadie sabe de dónde saca las armas o cómo puede entrenarse sin que se enteren los egipcios (por cierto, que hacen muy bien sus entrenamientos, acertando todas las flechas en los blancos y todo eso, pero luego nunca combaten de verdad),
Suma y sigue, todo lo que quieras.
En cuanto a la propaganda, es difícil encontrar una película donde los egipcios tengan un aspecto más nazificado que los propios nazis malvadísimos de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. La vulgar visión de los sufridos y humildes hebreos tirando con largas cuerdas de las enormes piedras sobre trineos de madera (solución que se demostró hace mucho tiempo más que insuficiente en un mundo de arena) mientras el fustigador egipcio de turno disfruta latigazo va, latigazo viene, como si fuera un discípulo del Marqués de Sade, es lo de menos. Durante toda la película hay un mensaje machacón de los-egipcios,-como-los-alemanes,-son-lo-peor mientras que los hebreos son un pueblo-santo,-valeroso-y-humilde-al-que-no-se-le-ha-hecho-justicia. Un mensaje resaltado con secuencias muy estudiadas como el aspecto de Pitón, la ciudad llena de esclavos a la que se traslada Moisés y cuya primera imagen recuerda poderosamente las innumerables secuencias de canteras de campos de concentración donde trabajan en condiciones lamentables los prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. O como las piras gigantescas donde son incinerados constantemente centenares de cadáveres de esclavos hebreos transportados por otros esclavos de la misma forma que en las susodichas películas veíamos a los prisioneros de rayadillo llevando cadáveres de rayadillo (y menos mal que estamos en Egipto porque, si no, apuesto veinte a uno a que Aarón y Moisés habrían mantenido la manida y sarcástica conversación de "¿Está nevando?" "No, son las cenizas de la incineradora"). O como la secuencia en la que Moisés
se reúne con los "sabios" del pueblo que, harapos aparte, recuerda tanto a otras en las que el Schindler de turno se entrevista con el Consejo Rabínico de guardia. O como el ahorcamiento de una familia cada día, al más típico estilo de represalia militar en Ucrania. Por cierto, los mandamases egipcios son siempre blancos, de aspecto caucásico e incluso ojos azules.
En fin, para qué seguir... El único detalle interesante de toda esta larga (dos horas y media) y aburrida película es la caracterización del monstruo no como una zarza ardiente, una nube luminosa o un montón de rayos y truenos, que es la imagen de costumbre, sino como un niñato insolente y malencarado, que necesitaría ser sometido a una de las terapias del programa televisivo Hermano Mayor. Un niño llamado formalmente Malak (Mensajero), aunque ya sabemos que en las lenguas semitas las vocales hay que interpretarlas en función del contexto pues todas las letras son en realidad consonantes. Así, el nombre original MLK puede significar varias cosas. Si en lugar de aes, usamos es, por ejemplo, tenemos Melek (Rey), pero si en lugar de aes y es usamos oes, resulta que tenemos... ¡Oh, vaya, vaya, vaya...! ¡Mira lo que tenemos!
Eso, y dos secuencias concretas. La primera, cuando tras la muerte de todos los primogénitos egipcios el Faraón dice la única línea de guión seria que le ha tocado en toda la película: "¿Qué clase de fanáticos adoran a un dios que asesina niños?" y Moisés le contesta (y se queda tan tranquilo): "Ningún niño hebreo ha muerto esta noche." Este breve diálogo podría recordarnos que el dios veterotestamentario, el supuesto bueno de la peli, mata a casi toda la humanidad con un Diluvio y luego practica genocidios aleatorios (como los de Sodoma y Gomorra) además de alentar otros crímenes como el secuestro, el incesto o el sacrificio humano, mientras que el supuesto malo de la peli, la serpiente satánica, lo único que hace es ofrecer a Adán y Eva la vía a través de la cual convertirse en dioses ellos mismos y prácticamente no vuelve a molestar a la humanidad...
La segunda secuencia es el cierre de la película: un final soso y sin gracia, aunque quizá sólo en apariencia... Después del despliegue de efectos especiales con la famosa ola que engulle al ejército egipcio, el pueblo hebreo se encamina hacia su "paseíllo" de 40 años antes de llegar a la Tierra Prometida (por la que tendrán que luchar, matar y aniquilar ciudades enteras..., menos mal que estaba prometida). En medio de la barahúnda, se ve un carro a bordo del cual viaja un Moisés progresivamente más anciano, sucio y despeinado. A solas con sus pensamientos y sus recuerdos, Moisés se deja conducir/es conducido por el polvoriento e interminable camino. Y es ése casi el único momento de la película en el que Christian Bale demuestra que es actor, cuando descubrimos de pronto la mirada, a medias perdida, a medias aterrorizada de su personaje.
Una mirada de comprensión.
Probablemente porque en ese momento se ha dado cuenta del error que ha cometido: convertir a un demonio en un dios.