Uno de los principales orientadores de los alumnos en la Universidad de Dios es el profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin. Por dos motivos: su impresionante paciencia para escuchar cualquier problema, por largo o pesado que resulte, y su aún más extraordinaria facilidad para sintetizar el meollo de la cuestión, que suele resolver con un sabio consejo casi siempre ilustrado por una anécdota hilarante. Por eso es uno de los tipos más populares del campus y mucha gente, ya se trate de profesores o de estudiantes, suelen acercársele no ya para preguntarle nada en concreto sino simplemente para charlar con él. La semana pasada estábamos juntos varios colegas de mi curso de Dios debatiendo sobre el trabajo de los tertulianos: ese trabajo ideal para tantos españoles, que consiste en ganarse la vida en los medios de comunicación limitándose a opinar sobre cualquier cosa, aunque no se tenga la más remota idea acerca de ella. Cuántas veces habré escuchado ese argumento en bocas de diferentes críticos, tertulianos y opinadores profesionales: "hombre, yo sobre este asunto no tengo ni la menor idea, pero creo que..." ¡¡¡¿"Creo que"?!!! ¿Cómo que "Creo que"? Si uno no tiene idea, no la tiene. ¿Cómo es posible que haya gente que no tenga el menor pudor de expresarse de esa manera, simplemente por no "quedar mal" ante los demás?
En realidad, y según nos recuerda periódicamente mi tutor en la Universidad de Dios, opinamos demasiado y deberíamos aprender a vivir la vida disfrutando intensamente de cada uno de sus momentos, viviéndolo, en lugar de perder la ocasión juzgando sobre ellos... Pero a lo que íbamos: en plena discusión, no nos dimos cuenta de que se acercaba Nasrudin, quien se detuvo a escucharnos y sonrió al captar el tema de fondo.
- Oh, esto ha sido siempre así -dijo entonces-. No penséis que los tertulianos son un fenómeno contemporáneo. En todas las épocas hubo listillos.
Y nos contó lo que le ocurrió cuando, siendo él joven, le mandaron de profesor a un lejano pueblecito de Oriente Medio... Por entonces ya se le daba bastante bien tratar con chavales y traía una ligera fama de ser un tipo bastante erudito y capaz de responder a casi cualquier pregunta. Así que el alcalde del pueblo, junto con el resto de las autoridades del mismo, le exigieron que diera una conferencia a todos los vecinos. El mulá estaba preocupado porque no tenía nada especial que decir, ni además tenía gana alguna de llamar la atención, así que decidió improvisar sobre la marcha. Cuando le hicieron subir a un escenario construido al efecto en la misma plaza del centro de la localidad, entró pisando fuerte, se detuvo delante de la expectante audiencia y dijo:
-Si habéis venido hasta aquí, supongo que ya sabréis lo que puedo deciros.
- No lo sabemos -contestaron algunas voces entre el público-. ¡Háblanos e ilumínanos con tus conocimientos!
Nasrudin se encogió de hombros y dijo:
- Pues si habéis venido sin saber lo que puedo deciros, entonces no estáis preparados para escucharlo.
Dicho lo cual, se bajó del escenario y se marchó, aliviado porque su estratagema le había funcionado. Y ¿cómo? Muy sencillo: Nasrudin, como buen filósofo y psicólogo de la gente, sabía que siempre saldría alguien del público, un crítico o un tertuliano, queriendo quedar por encima de sus vecinos. Y discutiendo lo que dijera esta persona, a él le dejarían en paz. En efecto, eso es lo que sucedió. Mientras la gente emprezaba a indignarse por lo ocurrido y pensaban en ir a su casa a protestar por una conferencia tan rara, el tertuliano de turno apareció. Fue uno de sus nuevos vecinos quien dijo:
- Qué tipo tan inteligente.
Como sucede siempre cuando las personas sin criterio no entienden nada pero alguien dice en voz alta "qué inteligente", "qué bello", "qué profundo" o "qué-lo-que-sea", todos empezaron a repetir lo mismo para no quedar como ignorantes. Es el mismo mecanismo que el del cuento del traje nuevo del emperador... Entonces, otro asistente dijo:
- No sé si muy inteligente, pero lo que sí ha sido es muy breve.
El tertuliano, por no perder la posición en la que había quedado por encima de los demás, aclaró:
- Por supuesto, ya que los sabios siempre son breves, además de inteligentes. Tiene toda la razón. Fijáos: ¿cómo vamos a venir aquí sin saber siquiera lo que venimos a escuchar? Hemos sido un poco tontos. De hecho, hemos perdido una oportunidad maravillosa para captar la sabiduría de este gran hombre. Pidámosle a Nasrudin que nos dé otra conferencia, de la que realmente podamos sacar más fruto.
El mulá, que pensaba que le dejarían en paz, se sorprendió de que la comisión de autoridades se presentara de nuevo en su casa para exigirle que diera esa segunda conferencia. Él trató de negar el cartel que le habían puesto e insistió en que no tenía mucho más que decir pero la comisión interpretó sus reticencias pensando que Nasrudin era un hombre muy humilde..., y no pararon hasta que éste aceptó.
Al día siguiente, pues, segunda conferencia en el mismo escenario. Nasrudin empleó la misma táctica, diciendo las mismas palabras que la vez anterior:
- Si habéis venido hasta aquí, supongo que ya sabréis lo que puedo deciros.
- Sí, claro que lo sabemos
-contestaron algunas voces entre el público, para demostrarle que no pretendían ofenderle como pensaban habían hecho en la conferencia anterior- y por eso hemos venido.
- Bueno, pues si ya lo sabéis, no veo la necesidad de repetirme -y se fue por donde había venido.
El público se quedó igual de estupefacto que la vez anterior, porque habían dicho una cosa diferente pero el resultado había sido el mismo. Se volvieron hacia el tertuliano pidiendo explicaciones y éste, sin saber muy bien por dónde salir, dijo entonces:
- Qué tipo tan brillante..., es el complemento perfecto a la conferencia de ayer. Y qué capacidad de síntesis para decir tantas cosas con tan pocas palabras...
- Será sólo una más. La conferencia definitiva -le rogaron.
Nasrudin aceptó finalmente pero no sin antes forzar a los miembros de la comisión a firmar un compromiso según el cual no estaría obligado a dar ni una sola comparecencia pública más a propósito de su presunta sabiduría. Luego escribió a sus superiores solicitando ser trasladado a otra localidad, pues se sentía agobiado por todo lo ocurrido en aquel pueblo tan pequeño donde él había pensado que viviría tranquilo.
Llegó pues el tercer día y, con él, la tercera conferencia. Al igual que sucediera en las jornadas anteriores, el mulá Nasrudin subió con cierta solemnidad al escenario y pronunció su frase de siempre:
- Si habéis venido hasta aquí, supongo que ya sabréis lo que puedo deciros.
El público se había puesto de acuerdo, siguiendo las instrucciones de la comisión de autoridades y a indicación del tertuliano. Así que le gritaron:
- Algunos sí y otros no.
Durante un instante se produjo un silencio impresionante. Todos concentraron sus miradas sobre Nasrudin, conteniendo el aliento ante la contestación que pudiera dar y esperando que, esta vez sí, fuera más amplia, más explicativa y más nutritiva intelectualmente. Al fin, el mulá respondió:
- En ese caso, los que ya lo saben, que se lo cuenten a los que no.
Y se fue.