Sin duda el personaje más trágico de la Ilíada, obra cumbre de la literatura universal hoy prácticamente desconocida por las nuevas generaciones, es el príncipe Paris, hijo de Príamo: en apariencia un personaje secundario pero de una importancia descomunal, porque simboliza el drama del ser humano que no llega a ser tal y se autocondena a no pasar de homo sapiens y desperdiciar así el precioso y corto tiempo de sus días en este planeta. Esa tragedia se simboliza en una escena representada varias veces en la historia de la Pintura, como en esta preciosa versión de 1904 de Enrique Simonet. Para los legos en la materia, recuerdo que la diosa Eris (Discordia), en una venganza contra los dioses del Olimpo, dejó en medio de la boda de Peleo y Tetis una manzana de oro con la palabra griega Kallisti (para la más hermosa) impresa sobre ella. De inmediato, tres divinidades se disputaron ese reconocimiento y exigieron quedarse con la manzana: Hera, Atenea y Afrodita. Como no se ponían de acuerdo entre ellas (ni el resto de los dioses, especialmente los masculinos, fueron tan imprudentes como para mediar en esta bronca), decidieron descender a la Tierra y exigir al primer mortal que vieran que eligiera cuál de ellas merecía el premio.
Ese humano fue Paris, que estaba en ese momento cuidando un rebaño de cabras. Curiosa ocupación para un príncipe, diríamos ahora, pero es que toda esta historia (en realidad, toda la Ilíada) está saturada de símbolos y es fácil descubrir qué significan las cabras en este caso al conocer el carácter lujurioso e impulsivo (como corresponde a un joven, apuesto y desenfrenado antiguo aristócrata griego, acostumbrado a tomar lo que le apeteciera como si fuera el mismísimo Pan o cualquiera de sus faunos adláteres) del vástago de Príamo. El caso es que las tres diosas se mostraron sucesivamente desnudas ante Paris, para que él eligiera a la más bella. Tampoco se limitaron a mostrarse así tal cual, sino que añadieron a su aspecto físico la promesa de sus respectivos dones. Por resumir el episodio, diremos que Hera, la primera en hablar, era la mujer de Zeus y por tanto la Primera Dama del Olimpo, así que junto a su desnudez prometió el Poder. Atenea, que habló a continuación, prometió la Sabiduría. Afrodita, que habló la última, prometió la Belleza. Son por cierto las tres grandes cualidades que encontramos en numerosas historias esotéricas como propias del hombre (y la mujer) superior. El desnortado Paris rechazó el Poder (era un príncipe y algún día sería rey de una de las ciudades comercial, política y militarmente más importantes de su mundo: ¿para qué quería más?) y la Sabiduría (eso es cosa de viejos, razonó en su ignorancia, pues a mi edad ya conozco todo lo que necesito y quiero en esta vida) y se quedó con la Belleza (lo único que a su fogosa e inconsciente edad le interesaba: saciarse sexualmente con las mujeres más despampanantes de su tiempo). El cuadro de Simonet representa el momento en el que está a punto de decidirse por Afrodita, acompañada por un deslumbrante e igualmente significativo pavo real y por un pequeño Eros que no puede disimular su burlona sonrisa ante la inmediata y obvia elección de Paris.
Luego pasó lo que pasó. Para recompensar al mortal que le había permitido derrotar a sus rivales, Afrodita hizo que se enamorara de él la mujer más guapa de su tiempo: Helena, la mujer de Menelao, rey de Esparta. La tal Helena no era precisamente una inocente florecilla silvestre. Su padre formal había sido el también rey espartano Tíndaro, aunque según la leyenda descendía del mismísimo Zeus. Quizá por ello se hizo famosa desde muy joven por su belleza y fueron muchos los pretendientes que tuvo, alguno de ellos tan famoso como el héroe Teseo, que llegó a raptarla antes que Paris, pero fue obligado a devolverla por las tropas espartanas que envió su familia para recuperarla. Contando con la protección de Afrodita, Paris se presentó en el palacio espartano sin avisar y, aprovechando que Menelao estaba en un funeral, se llevó consigo a su mujer, sin que ésta mostrara demasiada resistencia. Al regresar Menelao, montó en cólera y llamó a su hermano Agamenón, rey de Micenas, para contarle lo ocurrido. Juntos convocaron al resto de caudillos aqueos y organizaron la gran expedición contra Troya, ciudad a la que se la tenían jurada desde hacía tiempo por la extorsión que sus habitantes practicaban con los barcos griegos, a los que exigían "impuestos" por pasar junto al estrecho de los Dardanelos, controlado por los troyanos. Así pues, el rapto de Helena fue sólo la excusa que necesitaban para organizar una agresión en toda regla..., pero ésa es otra historia.
Lo que nos interesa de todo esto es el momento supremo de la decisión de Paris que, bajo la capa del mito, no está en realidad interviniendo en una elección ajena a sí mismo, sino todo lo contrario: está decidiendo cómo va a enfocar su propia vida, lo que va a determinar su existencia a partir de ese mismo momento. Lo expresó de una manera magnífica ese gran escritor y profesor norteamericano llamado Joseph Campbell, autor de al menos dos obras imprescindibles para empezar a entender qué es la Mitología: "El héroe de las mil caras" y "Las máscaras de Dios". Dijo Campbell: "El camino del héroe comienza cuando se escucha y obedece la llamada a la aventura, ese pájaro de la libertad que aparece una sola vez en la vida. La manifestación de una voz en el alma joven invita a abandonar las estrechas miras de la moral del rebaño y a seguir el camino del creador..."
Y es exactamente así. Una vez en la vida canta el pájaro. Una vez en la vida, las tres diosas se presentan ante nosotros. Una vez en la vida, hemos de escoger qué queremos hacer con ella. Y de esa elección, depende nuestra felicidad no ya en esta existencia, sino más allá.
Lo terrible de la elección es que, como Paris, la inmensa mayoría de las personas la toma inconscientemente durante su juventud, motivo por el cual terminan por arrepentirse tarde o temprano y llegan a su vejez presas de la angustia, la amargura e incluso la desesperación pues, a medida que la Muerte se acerca, el velo que separa esta vida de la siguiente se hace más tenue y uno acaba comprendiendo muchas cosas ante las que se mantuvo ciego durante la mayor parte de sus años..., pero ya es demasiado tarde para comenzar de nuevo. Surgen los lamentos, los remordimientos, los reproches..., se generaliza el sentimiento de "mi vida no ha servido de nada" y comienza la tortura masoquista del "¿Y si...?" (¿Y si hubiera dejado a Fulanita para irme a vivir con Menganita? ¿Y si no me hubiera ido a trabajar fuera de mi ciudad natal? ¿Y si hubiera aceptado aquel negocio que me propuso Zutanito? ¿Y si...?) De pronto, los éxitos y los fracasos dejan de verse como conceptos diferentes y todo acaba en la misma caja de desechos, que será arrojada al basurero. Hasta los recuerdos más queridos se perderán en la nada... Por eso causó (y sigue causando) tanta impresión la famosa escena del replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner, la versión cinematográfica de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del genialmente desquiciado Philip K. Dick. Muchos espectadores de la película a los que jamás les llamó la atención el género de la ciencia ficción recuerdan especialmente esta escena porque ven reflejada en ella su propio futuro.
Roy Batty, el replicante, ha derrotado a su duro enemigo Rick Deckard y está a punto de matarle. Pero, en lugar de ello, le lanza la siguiente advertencia: "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. He visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser... Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".
Es muy posible que el guionista (y el propio Hauer, que también hizo sus aportaciones personales al guión) se inspirara en un poema que, en el último tercio del siglo XIX, Rimbaud incluyó en una carta que envió a Verlaine. La poesía del francés, que se titula El barco ebrio, tiene bastantes similitudes con el parlamento de Hauer y viene a decir lo siguiente: "He visto alguna vez todo eso que el hombre ha creído ver. He visto los archipiélagos siderales y las islas donde delirantes cielos se abren para el viajero. Conozco los cielos que estallan en rayos, y las trombas. Pero lo cierto es que he llorado demasiado. Los amaneceres son desoladores, pues toda luna es atroz y todo sol es amargo. El amor, acre, me ha hinchado con embriagadoras torpezas. ¡Oh, que mi quilla estalle, que yo me hunda en la mar!". Cuántos homo sapiens podrían decir algo similar al final de sus días, en su lecho de muerte, a sus familiares más jóvenes... Pongamos, por ejemplo: "Yo he visto a lo largo de mi vida muchas cosas. He viajado a este país y al otro, donde tuve tal experiencia y tal otra. Experimenté cosas muy bonitas y otras muy feas. Y todo lo que he sufrido, lo que he amado, lo que he vivido..., todo se perderá dentro de un momento, en cuanto me muera." Sí, en efecto, se perderá porque esa persona nunca se preocupó durante toda su vida de guardar esas experiencias donde debía haberlo hecho para llevárselas consigo una vez decayera su cuerpo físico...
Ese triste y moribundo anciano se da cuenta, sólo entonces, de su patética situación: es como si hubiera ido a un supermercado a hacer una gran compra llenando el carro de productos y, después de pagar por ellos en caja, se marcha a su casa olvidando allí el carro. No importa tanto quién se lleva el carro el final (porque, eso sí, él no lo sabe pero sus esfuerzos no van a caer en saco roto, pues alguien se va a beneficiar de ellos: ni una gota de energía se desperdicia en el universo) sino el pésimo resultado para él, que muere completamente fracasado (con independencia de lo "importante" que fuera en vida). En ese momento comprende que hizo mal la elección de su juventud. La diosa de la Belleza y el Sexo (pues el Amor es otra cosa, que Afrodita no gobierna) no puede ofrecer más que eso, de la misma forma que Hera tampoco puede dar más que el Poder y la Fuerza (ambos materiales). La elección correcta era Atenea, porque con la Sabiduría y sólo con ella (no con el simple conocimiento, al alcance de cualquier mortal) se concede por añadidura todo lo demás. Y, por si quedara alguna duda, recordemos que Atenea es también la diosa de la guerra y que en su mano sostiene a Niké, la diosa de la victoria. ¿Y qué es este mundo sino una guerra? Una guerra espiritual, por supuesto. A pesar de que los antropoides disfrazados de seres humanos no terminan de comprenderlo y por ello se empeñan en practicar la guerra material, ofreciendo de continuo brutales y masivos sacrificios de sangre al Demonio que de ellos se alimenta..., hasta que les toca el turno a ellos mismos de pasar por el ara sacrificial.
Ese humano fue Paris, que estaba en ese momento cuidando un rebaño de cabras. Curiosa ocupación para un príncipe, diríamos ahora, pero es que toda esta historia (en realidad, toda la Ilíada) está saturada de símbolos y es fácil descubrir qué significan las cabras en este caso al conocer el carácter lujurioso e impulsivo (como corresponde a un joven, apuesto y desenfrenado antiguo aristócrata griego, acostumbrado a tomar lo que le apeteciera como si fuera el mismísimo Pan o cualquiera de sus faunos adláteres) del vástago de Príamo. El caso es que las tres diosas se mostraron sucesivamente desnudas ante Paris, para que él eligiera a la más bella. Tampoco se limitaron a mostrarse así tal cual, sino que añadieron a su aspecto físico la promesa de sus respectivos dones. Por resumir el episodio, diremos que Hera, la primera en hablar, era la mujer de Zeus y por tanto la Primera Dama del Olimpo, así que junto a su desnudez prometió el Poder. Atenea, que habló a continuación, prometió la Sabiduría. Afrodita, que habló la última, prometió la Belleza. Son por cierto las tres grandes cualidades que encontramos en numerosas historias esotéricas como propias del hombre (y la mujer) superior. El desnortado Paris rechazó el Poder (era un príncipe y algún día sería rey de una de las ciudades comercial, política y militarmente más importantes de su mundo: ¿para qué quería más?) y la Sabiduría (eso es cosa de viejos, razonó en su ignorancia, pues a mi edad ya conozco todo lo que necesito y quiero en esta vida) y se quedó con la Belleza (lo único que a su fogosa e inconsciente edad le interesaba: saciarse sexualmente con las mujeres más despampanantes de su tiempo). El cuadro de Simonet representa el momento en el que está a punto de decidirse por Afrodita, acompañada por un deslumbrante e igualmente significativo pavo real y por un pequeño Eros que no puede disimular su burlona sonrisa ante la inmediata y obvia elección de Paris.
Luego pasó lo que pasó. Para recompensar al mortal que le había permitido derrotar a sus rivales, Afrodita hizo que se enamorara de él la mujer más guapa de su tiempo: Helena, la mujer de Menelao, rey de Esparta. La tal Helena no era precisamente una inocente florecilla silvestre. Su padre formal había sido el también rey espartano Tíndaro, aunque según la leyenda descendía del mismísimo Zeus. Quizá por ello se hizo famosa desde muy joven por su belleza y fueron muchos los pretendientes que tuvo, alguno de ellos tan famoso como el héroe Teseo, que llegó a raptarla antes que Paris, pero fue obligado a devolverla por las tropas espartanas que envió su familia para recuperarla. Contando con la protección de Afrodita, Paris se presentó en el palacio espartano sin avisar y, aprovechando que Menelao estaba en un funeral, se llevó consigo a su mujer, sin que ésta mostrara demasiada resistencia. Al regresar Menelao, montó en cólera y llamó a su hermano Agamenón, rey de Micenas, para contarle lo ocurrido. Juntos convocaron al resto de caudillos aqueos y organizaron la gran expedición contra Troya, ciudad a la que se la tenían jurada desde hacía tiempo por la extorsión que sus habitantes practicaban con los barcos griegos, a los que exigían "impuestos" por pasar junto al estrecho de los Dardanelos, controlado por los troyanos. Así pues, el rapto de Helena fue sólo la excusa que necesitaban para organizar una agresión en toda regla..., pero ésa es otra historia.
Lo que nos interesa de todo esto es el momento supremo de la decisión de Paris que, bajo la capa del mito, no está en realidad interviniendo en una elección ajena a sí mismo, sino todo lo contrario: está decidiendo cómo va a enfocar su propia vida, lo que va a determinar su existencia a partir de ese mismo momento. Lo expresó de una manera magnífica ese gran escritor y profesor norteamericano llamado Joseph Campbell, autor de al menos dos obras imprescindibles para empezar a entender qué es la Mitología: "El héroe de las mil caras" y "Las máscaras de Dios". Dijo Campbell: "El camino del héroe comienza cuando se escucha y obedece la llamada a la aventura, ese pájaro de la libertad que aparece una sola vez en la vida. La manifestación de una voz en el alma joven invita a abandonar las estrechas miras de la moral del rebaño y a seguir el camino del creador..."
Y es exactamente así. Una vez en la vida canta el pájaro. Una vez en la vida, las tres diosas se presentan ante nosotros. Una vez en la vida, hemos de escoger qué queremos hacer con ella. Y de esa elección, depende nuestra felicidad no ya en esta existencia, sino más allá.
Lo terrible de la elección es que, como Paris, la inmensa mayoría de las personas la toma inconscientemente durante su juventud, motivo por el cual terminan por arrepentirse tarde o temprano y llegan a su vejez presas de la angustia, la amargura e incluso la desesperación pues, a medida que la Muerte se acerca, el velo que separa esta vida de la siguiente se hace más tenue y uno acaba comprendiendo muchas cosas ante las que se mantuvo ciego durante la mayor parte de sus años..., pero ya es demasiado tarde para comenzar de nuevo. Surgen los lamentos, los remordimientos, los reproches..., se generaliza el sentimiento de "mi vida no ha servido de nada" y comienza la tortura masoquista del "¿Y si...?" (¿Y si hubiera dejado a Fulanita para irme a vivir con Menganita? ¿Y si no me hubiera ido a trabajar fuera de mi ciudad natal? ¿Y si hubiera aceptado aquel negocio que me propuso Zutanito? ¿Y si...?) De pronto, los éxitos y los fracasos dejan de verse como conceptos diferentes y todo acaba en la misma caja de desechos, que será arrojada al basurero. Hasta los recuerdos más queridos se perderán en la nada... Por eso causó (y sigue causando) tanta impresión la famosa escena del replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner, la versión cinematográfica de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del genialmente desquiciado Philip K. Dick. Muchos espectadores de la película a los que jamás les llamó la atención el género de la ciencia ficción recuerdan especialmente esta escena porque ven reflejada en ella su propio futuro.
Roy Batty, el replicante, ha derrotado a su duro enemigo Rick Deckard y está a punto de matarle. Pero, en lugar de ello, le lanza la siguiente advertencia: "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. He visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser... Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".
Es muy posible que el guionista (y el propio Hauer, que también hizo sus aportaciones personales al guión) se inspirara en un poema que, en el último tercio del siglo XIX, Rimbaud incluyó en una carta que envió a Verlaine. La poesía del francés, que se titula El barco ebrio, tiene bastantes similitudes con el parlamento de Hauer y viene a decir lo siguiente: "He visto alguna vez todo eso que el hombre ha creído ver. He visto los archipiélagos siderales y las islas donde delirantes cielos se abren para el viajero. Conozco los cielos que estallan en rayos, y las trombas. Pero lo cierto es que he llorado demasiado. Los amaneceres son desoladores, pues toda luna es atroz y todo sol es amargo. El amor, acre, me ha hinchado con embriagadoras torpezas. ¡Oh, que mi quilla estalle, que yo me hunda en la mar!". Cuántos homo sapiens podrían decir algo similar al final de sus días, en su lecho de muerte, a sus familiares más jóvenes... Pongamos, por ejemplo: "Yo he visto a lo largo de mi vida muchas cosas. He viajado a este país y al otro, donde tuve tal experiencia y tal otra. Experimenté cosas muy bonitas y otras muy feas. Y todo lo que he sufrido, lo que he amado, lo que he vivido..., todo se perderá dentro de un momento, en cuanto me muera." Sí, en efecto, se perderá porque esa persona nunca se preocupó durante toda su vida de guardar esas experiencias donde debía haberlo hecho para llevárselas consigo una vez decayera su cuerpo físico...
Ese triste y moribundo anciano se da cuenta, sólo entonces, de su patética situación: es como si hubiera ido a un supermercado a hacer una gran compra llenando el carro de productos y, después de pagar por ellos en caja, se marcha a su casa olvidando allí el carro. No importa tanto quién se lleva el carro el final (porque, eso sí, él no lo sabe pero sus esfuerzos no van a caer en saco roto, pues alguien se va a beneficiar de ellos: ni una gota de energía se desperdicia en el universo) sino el pésimo resultado para él, que muere completamente fracasado (con independencia de lo "importante" que fuera en vida). En ese momento comprende que hizo mal la elección de su juventud. La diosa de la Belleza y el Sexo (pues el Amor es otra cosa, que Afrodita no gobierna) no puede ofrecer más que eso, de la misma forma que Hera tampoco puede dar más que el Poder y la Fuerza (ambos materiales). La elección correcta era Atenea, porque con la Sabiduría y sólo con ella (no con el simple conocimiento, al alcance de cualquier mortal) se concede por añadidura todo lo demás. Y, por si quedara alguna duda, recordemos que Atenea es también la diosa de la guerra y que en su mano sostiene a Niké, la diosa de la victoria. ¿Y qué es este mundo sino una guerra? Una guerra espiritual, por supuesto. A pesar de que los antropoides disfrazados de seres humanos no terminan de comprenderlo y por ello se empeñan en practicar la guerra material, ofreciendo de continuo brutales y masivos sacrificios de sangre al Demonio que de ellos se alimenta..., hasta que les toca el turno a ellos mismos de pasar por el ara sacrificial.