Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 27 de marzo de 2015

¿Más inteligentes?

Circulan por ahí noticias francamente divertidas que demuestran lo fácil que es tomar el pelo al homo sapiens, simplemente invocando el principio de autoridad (ojo, que esto lo está diciendo alguien "importante") y ofreciendo una pátina de seriedad a las palabras (en general, utilizar términos rimbombantes o poco utilizados para una sociedad cada vez más inculta). Una de esas informaciones apareció a mediados de este mismo mes de marzo con el descacharrante titular Cada vez somos más listos, aunque a tenor de la lectura posterior debería haberse titulado mejor Cada vez somos más inteligentes. En cualquiera de los casos, se trata de una tan alegre como tonta conclusión, como puede razonar cualquiera que verdaderamente tenga dos dedos de frente...

La información aludía a un estudio de la universidad King's College de Londres dirigido por un investigador profesor de neuropsicología de nombre Robin Morris y publicado por Intelligence, en el que se analiza la evolución de los datos recogidos en todo el mundo en relación con el IQ o, lo que es lo mismo, Intelligence Quotient: el famoso Cociente Intelectual que todos los ignorantes del mundo quieren tener lo más elevado posible como si fuera garantía de felicidad cuando por lo general suele ser indicativo de lo contrario. Según el documento, aproximadamente dos tercios de la población mundial se sitúan ahora mismo entre los 85 y los 115 puntos de IQ. Uno superior a los 130 y, sobre todo, a los 140, se considera excepcional, digno de un genio. Pues, según Morris, desde 1950 la media mundial se ha elevado en 20 puntos, lo que le lleva a la conclusión de que sí, que ahora somos más inteligentes que nuestros padres, abuelos y demás antepasados.

Para llegar a sus conclusiones acerca de lo que hemos "superado" hoy día a los que nos precedieron en el tiempo, Morris ha analizado más de 400 trabajos de los últimos 64 años en casi medio centenar de países, con pruebas de conocimiento a más de 200.000 personas. Según sus conclusiones, el IQ aumenta una media de 3 puntos por decenio, si bien este incremento es irregular desde el punto de vista geográfico y por ejemplo en países como China o India es "más notable" que en los países desarrollados. Las causas de este aumento en "inteligencia y sabiduría" (ay, que me parto de la risa) mundial tampoco están muy claras y, como suele suceder, hay multitud de opiniones, teorías e ideas al respecto. Salen los planteamientos habituales: una buena dieta, una buena salud en la infancia... Y los políticamente correctos como una mayor y mejor escolarización de acuerdo a métodos contemporáneos. Y por supuestos los técnicos: el desarrollo tecnológico y en especial el de los dispositivos del estilo de ordenadores han influido enormemente en el conocimiento humano... Al final, Morris resume los elementos de influencia prioritarios en la genética, el medio ambiente y la enseñanza o formación.

He aquí una de las falacias favoritas del hombre moderno, especialmente, el de los últimos cien o ciento cincuenta años, convencido por su soberbia y su capacidad tecnológica de que nuestros ancestros eran una banda de tarados mentales o, en el mejor de los casos, unos paletos, brutos e ignorantes y por supuesto analfabetos. Es el desprecio y el olvido por los logros de nuestros antepasados una de las razones de fondo por la que hemos desembocado en la actual miseria espiritual, social y política, que a su vez nos ha conducido al desastre financiero y económico. ¿Dónde están hoy, ahora mismo, los Sócrates o los Platón capaces de elaborar argumentos filosóficos vitales como los suyos? ¿Dónde, los ingenieros capaces de levantar monumentos tan macizos como las pirámides o tan estéticos como el Partenón? ¿Dónde están los Velázquez capaces de capturar el alma humana en un retrato como el del Papa Inocencio X o los Bellini tan hábiles para convertir el mármol en carne como en El Rapto de Prosperpina? ¿Dónde, puestos a apurar, están hoy los monarcas con la visión de Estado que tuvieron los Reyes Católicos o los políticos con la sagacidad de Nicolás Maquiavelo? Llegando incluso al nivel más popular: ¿en qué podemos decir que somos mejores desde el punto de vista intelectual nosotros, ciudadanos comunes, a los ciudadanos comunes de otras épocas que disponían de menos dispositivos y máquinas y por tanto debían usar bastante más y mejor su cerebro para resolver los problemas del día a día?

El problema radica, naturalmente, en identificar Cociente Intelectual con Inteligencia. Y escribo esta última palabra en mayúscula porque en realidad el IQ es un sistema de medición inventado a principios del siglo XX para medir la inteligencia con minúscula. Es decir, un fragmento de la Inteligencia general, lo que en esa época se consideraba como tal, a través de una serie de tests o pruebas de habilidad. El asunto se ha ido complicando a medida que han ido pasando los años y la definición ha ido difuminándose hasta el punto de que los "listos" contemporáneos no tienen nada claro en qué consiste realmente esta cualidad (que por lo demás no es exclusivamente humana) ya que, como reconoce el propio Morris, "los hay que creen que la inteligencia es la capacidad para abstraer ideas, resolver problemas y razonamientos e incluye también el pensamiento creativo; otro aspecto es la inteligencia emocional, que no está siempre relacionada con las otras formas de inteligencia..."

Por ejemplo, otro estudio anunciado antes que el de Morris, en enero de este año, por un grupo de investigación psicolingüística de la Universidad española Rovira i Virgili y publicado en Cognition and Emotion advierte por ejemplo de que las palabras con contenido emocional, ya sea positivo o negativo (como amormuerte o felicidad), se recuerdan mejor que los vocablos neutros (como silla o bolígrafo), sin que tenga que mediar ninguna relación semántica entre ellas. La autora principal del trabajo, Pilar Ferré, aseguraba que el efecto en sí mismo que tiene el contenido emocional se debe muy probablemente a que "es importante para la supervivencia" y por ello capta la atención y se recuerda mejor, sin mediación de la parte inteligente de nuestro cerebro.

Experimentos como este último muestran que aún desconocemos muchos mecanismos de funcionamiento de nuestro cerebro. Es más, a día de hoy, son mayoría los científicos que han llegado a (y publicado en numerosos artículos) la misma conclusión: uno de los puntos centrales de investigación del siglo XXI será, y está siendo de hecho, la mente humana y su expresión a través del cerebro. No tenemos todavía una visión completa de sus capacidades y posibilidades, más bien estamos lejos de ella todavía. Aunque poseemos un marco general y aceptamos ciertas líneas y conceptos comunes, el trabajo en este campo es inmenso y los descubrimientos, cuando lleguen oficialmente, serán fabulosos. A pesar de ello, actuamos como si realmente controláramos la situación, como si supiéramos de qué va, como si los tests de IQ fueran ciertamente garantía de algo... Es como si no hubiéramos abierto jamás una naranja y la juzgáramos alegremente sin tener ni idea de lo que contiene bajo la piel. 

Los muy inteligentes sabios homo sapiens de hoy, los más inteligentes y sabios probablemente de toda la Historia según Morris y compañía, son precisamente los más faltos de voluntad e iniciativa personal, los más dormidos y dependientes de una serie de instituciones que controlan su vida desde la cuna a la tumba y los que mayor y mejor catálogo de armas de destrucción han logrado poseer a lo largo del tiempo. De hecho, los únicos capaces, que sepamos, no ya de destruirse a sí mismos o al pueblo de al lado, sino a todos los habitantes de la Tierra e incluso al planeta mismo, con armas nucleares, virus mutados, contaminación generalizada, desarrollo descontrolado de inteligencia artificial y otras pequeñas minucias.

Y somos inteligentes, dicen.

viernes, 20 de marzo de 2015

No eres culpable, no tengas miedo

Desde que arrancó esta bitácora hará unos seis años he repetido aproximadamente unas 10.042 veces que las dos principales armas empleadas por los Amos para dominar al homo sapiens son la culpa y el miedo, pero viendo cómo (no) evoluciona el mundo me temo que tendré que repetirlo otras tantas sólo en los próximos seis meses. Si nos fijamos en las noticias de los medios de comunicación generalistas, cada vez se publican más insensateces en este sentido (tanto por el contenido de las informaciones -y me refiero a las reales y comprobadas, ya sin entrar en manipulaciones- como por sus protagonistas). Del miedo, qué vamos a decir, con atentados de todos los formatos y todos los niveles de gravedad en cualquier parte del mundo en cualquier momento. Y de la culpa... Hace unos días, por ejemplo, leí con asombro que los caraduras de Syriza (los mismos que prometieron sacar “mágicamente” a sus compatriotas griegos de sus problemas financieros aunque a día de hoy han aceptado prácticamente toda la deuda que durante su campaña electoral dijeron que no abonarían) habían planteado la idea de que Alemania tenía que pagar compensaciones de guerra a Grecia por la ocupación durante la Segunda Guerra Mundial. 

He aquí una ocurrencia ciertamente estúpida, como la que durante años han sostenido ciertos desnortados líderes iberoamericanos exigiendo a España una indemnización por la “invasión y colonización” desde 1492. Si nos ponemos así, ¿por qué los países árabes no pagan compensaciones (por ejemplo en forma de petróleo gratis) a España por la conquista musulmana? Aún más, ¿por qué Alemania no paga indemnizaciones de conquista también a España, pero por la invasión de visigodos, vándalos y alanos durante la Edad Media? ¿Por qué no paga Italia por la conquista de la península ibérica durante el imperio romano? Y etcétera. Pues siendo absurdo el planteamiento de Syriza, más lo es la actitud de una pareja de alemanes supuestamente “idealistas y responsables” (aunque viendo las imágenes
 distribuidas por la televisión griega, más bien parecen consumidores habituales de sustancias alteradoras de la conciencia, con ganas de tener sus quince minutos de fama reglamentaria en la dictadura de la imagen que padecemos) llamados Ludwig Zaccaro y Nina Lange, que se han presentado en el ayuntamiento de Nafplio, en el Peloponeso, para dar en mano la cantidad que según ellos les correspondía pagar de esas reparaciones de guerra y que, siguiendo también su propio criterio, ascendía a 875 euros. Tras declararse “avergonzados” ante la prensa griega por la “arrogancia de nuestro país y la de muchos de nuestros conciudadanos” y asegurar que “nos encanta Grecia y su forma de vida”, insistieron en que Alemania “debe pagar de una vez” su supuesta deuda con el país mediterráneo. 

La dicha de Herr Ludwig y Frau Lange no fue completa porque, aunque el alcalde les recibió alegremente (después de todo, también quería recibir su ración de fama y aparecer en la tele) y les escuchó con una sonrisa de oreja a oreja, terminó por reconocer que el Ayuntamiento no podía recibir ese dinero directamente, así que lo mejor que podían hacer era donarlo a organizaciones de ayuda humanitaria, lo que al final hicieron... Además del ansia de protagonismo de esta pareja, se detecta en su actitud un soberano complejo de superioridad ("nosotros sí que somos buenas personas, y no los demás alemanes que no han tenido la ocurrencia de hacer esto antes") y, subrayándolo todo, ese inmenso complejo de culpa (porque ya sabemos, se lo repiten una y otra vez, que a lo largo de toda la Historia de la Humanidad sólo los alemanes han cometido graves crímenes y han sido muy malos..., qué digo malos..., han sido soberbios y sádicos miserables asesinos, como nunca antes ha habido en el mundo y nunca después los ha habido ni los habrá) que empapa hoy la sociedad alemana. O, mejor dicho, que empapa a la sociedad de los alemanes autóctonos, no a la sociedad paralela compuesta por una heterogénea y enorme masa de emigración inyectada en este país en un tiempo récord, igual que en el resto de los países históricamente importantes de la Unión Europea, a los que los Amos aspiran a terminar de destruir a base de convertir su población en una mezcla ingobernable de "multiculturalidad", similar a lo que han conseguido prácticamente ya con Estados Unidos. 


Constantemente se nos presenta la culpa como si fuese algo positivo. En El Cultural, por ejemplo, una entrevista con Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía (que no filósofo, porque un verdadero filósofo no diría cosas como que "el único sentido de la existencia" se encuentra hoy a su juicio en "el sexo, el turismo y el deporte") resulta un buen ejemplo. Así, el periodista le pregunta: "¿Está ese sentido de la responsabilidad y la culpa en la base del progreso de Occidente?" Y él responde afirmativamente: "Sólo hay que observar los lugares donde esa culpabilidad no existe, como en buena parte de los países árabes. Allí se dedicaron durante siglos al comercio de esclavos, a la industria del secuestro, y ahora ocurre que siguen dedicándose a todas esas actividades y no creen que estén transgrediendo nada. Sólo hacen lo que hacían sus padres, sus abuelos..." Pero éste es un argumento falaz. Lo que está en juego ahí no es la culpabilidad o no culpabilidad, sino las tradiciones culturales y sociales de cada época y cada lugar. El imperio romano, una de las construcciones más occidentales que podamos imaginarnos en un momento dado y que siempre se nos muestra como artífice del progreso y la paz en los pueblos que conquistó (aunque lo hiciera de forma salvaje, a base de destruir sus culturas autóctonas y, en algunos casos, de aniquilarlas por completo) fue lo que fue por dos motivos principales: su poderosa y bien estructurada maquinaria de guerra y la enorme fuerza de su economía basada en el esclavismo. Jamás un romano de pura cepa se avergonzó o se culpabilizó a sí mismo por tener que matar para sostener su imperio o por poseer esclavos para mantenerlo. Antes bien, eran motivos de orgullo para alimentar su curriculum vitae. Entonces, ¿de qué hablamos?


Lo repetiré una vez más, y las que haga falta: el miedo y la culpa son enfermedades ajenas al alma del verdadero ser humano. Han sido inoculadas en nuestras sociedades por los Amos, para mejor poder dominarnos. Ellos son los que, a través de sus marionetas y casi a diario, se encargan de inyectar nuevas dosis de recuerdo de estas particulares vacunas contra el desarrollo de la voluntad y la asunción de la responsabilidad sobre los hechos de la propia vida. En el caso de los viejos pueblos europeos, estos venenos han colaborado de manera muy activa a que en unas pocas decenas de años, apenas en un parpadeo histórico, sus gentes (y, en especial, sus más jóvenes generaciones) hayan decaído al nivel de homo sapiens aturdidos, débiles y llorones, incapaces de reproducir las muchas virtudes de los que nos antecedieron en el tiempo que, sí, es cierto, pudieron cometer muchos pecados y cojear de numerosos defectos, pero aún así salían ganando en comparación con lo que nosotros somos hoy.

En cierta ocasión, mi profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin nos contó la siguiente experiencia a propósito del peligroso embrujo de la culpa:

"Cierta noche caminaba en solitario de vuelta a casa por una calle oscura y silenciosa, cuando de pronto vi a varios hombres a caballo que se acercaban hacia mí, mirándome torvamente. O eso me pareció intuir, porque la luna estaba en cuarto menguante y se veía poco. Pensé que podían ser bandidos que sabían que yo volvía de la ciudad vecina tras haber obtenido pingües beneficios de mis negocios y querrían robarme el oro. Luego me imaginé que tal vez fueran soldados del rey en busca de voluntarios forzosos para incluirlos en el ejército. También se me ocurrió que pudieran ser un grupo de malévolos djinns en busca de una presa humana. Me asusté mucho y, cuando casi los tenía encima, eché a correr para huir de ellos. La calle desembocaba en un cementerio, así que entré allí corriendo y para esconderme, me tumbé en una fosa que estaba abierta aunque todavía sin ocupante. Los jinetes, que me habían visto perfectamente, espolearon a sus caballos detrás de mí y me localizaron enseguida, aunque yo había cerrado los ojos como si estuviera ya muerto... Tras descabalgar, uno de ellos, que parecía su jefe, me preguntó:

- ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has asustado tanto de repente? ¿Podemos ayudarte? Somos simples viajeros en peregrinación hacia la Ciudad Santa...

Entonces me di cuenta de que me había asustado sin necesidad, abrí los ojos y traté de justificarme:

- Creo que esta situación es un poco complicada. Pero ya que insistís en preguntarme por qué, os lo diré. Yo estoy aquí por vuestra culpa. Y vosotros estáis aquí por mi culpa."

Así de simple y así de bien lo resumió Nasrudin. La culpa, como el miedo, no son después de todo más que simples fantasmas, con un poder inusitado si tenemos en cuenta la fuerza real de la que disponen por sí mismas. Ambos, por cierto, están basados en la desubicación temporal del que vive constantemente mareado, bamboleándose entre un pasado que no existe ya y un futuro que aún no ha llegado y quizá no llegue. La buena noticia es que hay formas de derrotar a estos venenos, de expulsarlos de nosotros. La mala noticia (teniendo en cuenta el lamentable estado en el que nos encontramos hoy día, cuando nadie se compromete a nada si no es "por sexo, turismo o deporte") es que esas formas dependen de nuestra propia voluntad.

Pero si aún existe alguien que posea ese mínimo de chispa en su interior, recuerde la más básica de las enseñanzas: la vida está en el Aquí y el Ahora.











viernes, 13 de marzo de 2015

El efecto nocebo

Hay muchas historias interesantes que jamás han llegado a las pantallas de cine o televisión y por tanto son absolutamente desconocidas para la mayoría del público contemporáneo, que no tiene ni ganas de pensar ni, a estas alturas, capacidad ya para ello, pese a que suelen ser bastante instructivas. A veces tocan el argumento de forma tangencial,  pero sin profundizar demasiado en ello y uno tiene que ponerse a buscar por su cuenta si quiere enterarse de algo más. Un ejemplo reciente es la etnia de los miao, o hmong, que tuvieron sus cinco minutos de gloria en la película Gran Torino de Clint Eastwood. Sí: eran esos chinos vecinos del gruñón Walt Kowalski (entre paréntesis, ¿alguien recuerda alguna película en la que Eastwood no aparezca permanentemente enfadado?) cuyo apellido tan característico no le impide desconfiar e incluso maldecir por la aparición en su barrio de otros inmigrantes, en este caso asiáticos.

Hay que aclarar que China no es, en realidad, un inmenso país lleno de chinos, o mejor dicho de chinos de un solo tipo, de la misma forma que en Europa hay muchos tipos de europeos y un noruego de pura cepa tiene un aspecto peculiarmente diferente a un siciliano también de pura cepa, por no mencionar sus tradiciones culturales o sociales. Así que el coloso asiático posee numerosas etnias, que estaban allí antes de que llegaran los han y se apoderaran del país, como es el caso de los mismos hmong. Otras se integraron en el país durante sus intentos de conquista como los mongoles, o fueron obligadas a hacerlo al ser conquistadas, cuando originalmente se trataba de un pueblo diferente, como los tibetanos. En el caso de los miao-hmong, fueron progresivamente empujados hacia el sur por los Han y acabaron instalándose fuera de las fronteras propiamente chinas: en países vecinos como Laos o Vietnam.

En busca de apoyos locales para fortalecer su presencia militar en el sur de Asia, el ejército norteamericano reclutó a miles de hmong y les dio formación militar además de prometerles un buen sueldo y una buena posición (en comparación con la vida pobre pero discretamente feliz que llevaban hasta entonces, apartados de las cosas del mundo por así decir). Durante la guerra de Vietnam, sus servicios fueron muy apreciados en las diversas operaciones sobre la antigua Indochina
 pero ya sabemos cómo terminó ese conflicto bélico (aunque como diría Mac Namara todavía está por ser contado públicamente quiénes fueron y cómo actuaron los traidores y principales responsables de la derrota norteamericana, trabajando desde dentro de la propia administración yankee), así que tras la retirada oficial de los soldados estadounidenses, los hmong quedaron abandonados a su suerte. El gobierno comunista de Vietnam atacó Laos declarándoles enemigos principales del Estado y se dedicó a cazarlos precisamente al estilo comunista: mediante la aniquilación pura y dura. Decenas de miles fueron asesinados fríamente y otros tantos que lograron huir tuvieron que agolparse en campos de refugiados en condiciones lamentables.

Para cuando EE.UU. decidió dar cobijo mediante el estatus de refugiados políticos a los hmong la mayoría habían muerto. Un veterano del Vietnam, Jack Austin Smith, calculó que, de los 3 millones que vivían en los años 50 del siglo XX, sólo quedaban vivos, a finales de los 90, unos 200.000. La mayoría terminaron por emigrar finalmente a América, donde algunos de ellos aparecerían finalmente en la trama de la película de Eastwood. Sin embargo, una vez en tierra norteamericana, los hmong fueron objeto de una epidemia misteriosa. Muchos jóvenes de su pueblo, que no sufrían cuadros previos de enfermedad, empezaron a enfrentar períodos de pesadillas y otros problemas nocturnos como parálisis del sueño. Luego, las personas afectadas comenzaron a morir mientras dormían. ¿Por qué? A día de hoy no está claro el origen del mal. Lo único que se sabe es que los ancianos de su pueblo lo atribuían al ataque de demonios nocturnos... Aunque formalmente cristianos desde que llegaron a EE.UU. y absorbidos por las costumbres yankees, la religión original de este pueblo asiático es una mezcla de animismo y politeísmo, incluyendo la adoración a los propios dioses e incluso a dragones. Y si uno cree en dioses, automáticamente cree en demonios, sus antagonistas.

Desde el punto de vista occidental, este tipo de creencias es fruto de mentes “supersticiosas”, aunque finalicen con resultado de muerte. Buscando una explicación a lo ocurrido en éste, y en muchos otros casos parecidos como por ejemplo los afectados por la hechicería vudú, alguien planteó un concepto que los médicos contemporáneos están aprendiendo ahora a manejar y que promete explicar de forma racional muchos fenómenos, digamos, oscuros relacionados con la salud de los pueblos primitivos. Ese concepto se llama nocebo y es complementario al de placebo. De hecho, es como su cara oscura. En cualquier caso, la demostración del poder real que nuestra mente, nuestro subconsciente, impone lo queramos o no sobre nuestra vida diaria.

Quien más, quien menos, ha oído hablar de algún experimento basado en el efecto placebo: el que produce la ingesta de una sustancia sin efectos reales (en teoría) sobre el cuerpo, generalmente compuesta por suero o por azúcares, pero que se utiliza como control en un ensayo clínico y es capaz de provocar (por el convencimiento psicológico del individuo que lo consume) efectos positivos en pacientes que creen estar tomando una medicina de verdad. La mejoría e incluso la curación depende de la enfermedad, de la capacidad de sugestión que tenga el médico que facilita el placebo y, sobre todo, del poder mental del propio enfermo. Pues bien, el nocebo es un placebo que busca el efecto contrario: hacer enfermar o desequilibrar la salud de la persona que cree estar siendo perjudicada por un elemento concreto aunque ese elemento realmente no le afecte desde el punto de vista físico. Un reciente artículo en la BBC contaba varios casos curiosos explicando cómo funciona.

Entre ellos, el de un médico de la universidad de Turín, Fabrizio Benedetti, que decidió experimentar con un centenar de estudiantes a los que se invitó a visitar los Alpes, con excursiones de más de 3.000 metros de altura. Antes de partir, se entrevistó en privado con uno de los alumnos con el que conversó sobre los problemas que generaba la falta de aire en lugares tan elevados, incluyendo la aparición de fuertes migrañas y dolores de cabeza. El médico exageró las posibles afecciones y el estudiante compartió la información con otros miembros de su grupo. Al final, en torno a la cuarta parte de los excursionistas conocía (y temía), en el momento del viaje, las severas advertencias previas. Fueron precisamente los mismos alumnos que sufrieron los peores dolores de cabeza y que en los exámenes de saliva que se les practicó mostraron una proliferación especial de enzimas asociadas a las jaquecas. La conclusión de Benedetti fue clara: los individuos que habían resultado “afectados socialmente” cambiaron, sin desearlo, la bioquímica de su cerebro y se hicieron daño a sí mismos. Éste doctor también ha escaneado cerebros de individuos sometidos a nocebos para comprobar que este tipo de sugestiones activan el hipotálamo así como las áreas de las glándulas pituitaria y suprarrenal que se encargan de hacer reaccionar el cuerpo ante amenazas externas contra el mismo.

Benedetti no es una rara avis. Dimos Mitsikostas, del Hospital Naval de Atenas, en Grecia, explicaba también en el mismo artículo cómo las respuestas psicológicas al nocebo producen erupciones en la piel o alteraciones en los exámenes fisiológicos, por ejemplo disparando los niveles de las enzimas del hígado, aunque la persona estudiada no haya tomado nada extraño. Simplemente, basta con que ella crea que lo ha tomado, para que el cuerpo reaccione.  Aparece también un caso planteado por un médico llamado Roy Reeves que, estando en urgencias, se enfrentó al problema de un hombre que, en plena depresión, se había tomado un frasco completo de pastillas con la intención de suicidarse. En lugar de morir de inmediato (o caer en un sopor previo a la muerte), el tipo se arrepintió de lo que había hecho y se fue corriendo al hospital para ser sometido a un lavado de estómago. Llegó en condiciones en apariencia realmente graves y Reeves pudo temer por su vida…, pero los análisis de droga que le hicieron con urgencia no mostraban ni rastro de la droga. ¿Dónde había ido a parar? Mientras estaba en observación, apareció otro médico, quien informó a Reeves de que el hombre estaba participando en el ensayo de un medicamento y que el frasco de pastillas que se había tomado en realidad no era de tales sino de inofensivas tabletas de azúcar. Cuando ambos médicos fueron a ver al paciente y se lo comunicaron, éste se recuperó con suma rapidez.

Casos como éstos vienen a probar lo que los practicantes de la hipnosis (por no hablar de brujos y hechiceros) conocen desde hace siglos, probablemente milenios: basta con creer que algo es posible, para que ese algo se manifieste ante nosotros de alguna forma en cuanto tenga oportunidad, aunque sólo exista en nuestra imaginación. Desde ese punto de vista, las alertas sanitarias funcionan por sí mismas como un peligro para la sociedad. Si los medios de comunicación empiezan a repetir una y otra vez (con la ayuda de expertos muy serios que desgranan los riesgos y problemas de cada enfermedad) que vamos a sufrir tal o cual epidemia (desde la gripe A, hasta el ébola) con tales o cuales síntomas, automáticamente se multiplican las posibilidades de que de verdad podamos ser víctimas de ésa u otra dolencia, pues el miedo hará que nuestra principal defensa sanitaria, es decir nuestro sistema inmunológico, caiga en picado. Cualquier virus maligno que nos ronde en ese momento, y que en circunstancias normales no hubiera tenido oportunidad de infectarnos por la fortaleza de nuestras defensas naturales, tendrá la puerta abierta para entrar hasta el fondo.

Ahora, sólo falta dar un paso más allá y comprobar que el miedo no es la única forma de desestabilizarnos y autosabotear nuestro sistema inmunológico. Otras emociones negativas como la culpa, la ira, la envidia o el odio actúan de la misma manera. Es muy fácil establecer la relación entre ambos sucesos si somos lo suficientemente observadores. Todos los grandes líderes espirituales de la Historia han insistido siempre en la necesidad de practicar el autocontrol y el dominio sobre uno mismo, así como en fomentar virtudes como la bondad, la alegría o el sentido del humor. No es un asunto de “ser buenos” para “entrar en el cielo” sino de saber situarse a uno mismo en la posición correcta para no ser golpeado por la enfermedad y otros peligros del gran campo de juegos en el que correteamos a diario.





viernes, 6 de marzo de 2015

Así desaparecieron los gigantes

Cuentan las leyendas que hace mucho tiempo existieron los gigantes: seres parecidos a los humanos pero más grandes y poderosos, tanto de cuerpo como de mente. Eran hijos de los dioses y de sus siervas en el mundo y cuando sus padres volvieron a los cielos de donde habían descendido les encomendaron el dominio de todas las tierras desde un horizonte hasta el siguiente.

Pero los gigantes eran pocos y para garantizar su supervivencia se sometían a sí mismos a una estricta disciplina de grupo que les llevaba, entre otras cosas, a reunirse en asamblea anual para decidir en común los temas más importantes y adoptar allí sus estrategias de actuación, de obligado cumplimiento para todos. Las asambleas solían durar varios días, pues los gigantes tenían mucho tiempo libre para pensar y aprovechaban la cita no sólo para presentar sus propuestas sino para expresar sus más profundas ideas y razonamientos personales y hasta filosóficos sobre los asuntos más peregrinos.

Kulutz Esmendrik, uno de los viejos y más respetados gigantes del Este, aprovechó uno de estos cónclaves para plantear el tema que venía preocupándole desde hacía bastante tiempo, aunque gracias a la astucia que le confería la edad supo aprovechar el mejor momento para conseguir un resultado favorable a su iniciativa.

Después de una reunión especialmente larga que duró casi una semana y en el curso de la cual se habló, como suele decirse, de lo divino y de lo humano, los gigantes estaban agotados y deseando volver a sus respectivos hogares. El encargado de dirigir la reunión, el gigante más viejo de todos, viendo que no había ya por fin más asuntos que tratar, levantó su poderoso bastón de piedra para golpear con él el suelo y declarar así el final de las deliberaciones. Pero antes de que llegara a machacar la tierra, Kulutz Esmendrik se levantó y advirtió con su potente vozarrón que aún quedaba una propuesta por exponer: la suya.

- No temáis, seré breve -dijo, antes de comenzar un lírico discurso que duró aproximadamente tres horas y media-. Quiero llamar la atención sobre nuestra alimentación, basada en un canibalismo impropio de nuestra estirpe, pues nos dedicamos a matar y devorar a nuestros hermanos animales...

La expresión levantó un murmullo de protestas entre sus carnívoros congéneres y la inmediata interrupción de su exposición por diversas protestas, sintetizadas en una frase gritada desde el fondo de la asamblea:

- ¿”Hermanos animales”? ¡Querrás decir “suculentas presas”!

Sin inmutarse lo más mínimo, Kulutz Esmendrik continuó con su alegato que podría resumirse básicamente en una idea: si la civilización de los gigantes quería seguir perpetuándose en el tiempo era hora de renunciar al consumo de carne en beneficio de una alimentación más “sana” y “natural” basada exclusivamente en frutas y verduras silvestres. En realidad, lo que a él le preocupaba era perder sus prerrogativas entre los gigantes, ya que se había hecho mayor y ya no tenía ni la fuerza ni la agilidad que otrora le confirieron grandes cargos y prebendas. Además, sus pocos dientes estaban podridos y casi inútiles, incapacitados de comer carne, de manera que ya sólo se alimentaba de las papillas que él mismo se preparaba a base de machacar vegetales. Pero eso no lo sabía nadie. Si conseguía que todo el mundo comiera como él, quizá podría disimular su debilidad un tiempo más y mantenerse así entre los gigantes más respetados y apoyados.

El final de sus palabras fue recibido con una bronca fenomenal, debido a que los presentes se dividieron casi de inmediato en dos facciones irreconciliables y prácticamente iguales: los que apoyaban el novedoso planteamiento y los que estaban radicalmente en contra de lo que calificaban como una verdadera locura. La controversia subió de tono y pronto la apagada asamblea resucitó hasta convertirse en un ensordecedor gallinero. Los agotados gigantes discutieron durante toda la noche y, a la mañana siguiente, aquello había ido más allá de la resistencia de todos ellos, si bien se mantenía el empate de fuerzas y por tanto no se podía tomar una decisión definitiva. Y mientras no se tomara esa decisión, no se podía poner punto final a la asamblea. Así que la reunión se alargó otra hora. Y otra. Y otra más. Y cuando el sol volvía a ponerse de nuevo, uno de los gigantes jóvenes, desesperadamente aburrido y ansioso de volver a su casa, se cambió de bando y apoyó a los partidarios de Esmendrik, con lo que éstos contaron entonces con el apoyo mayoritario de la asamblea para imponer la alimentación por medio de frutas y verduras.

Los partidarios de comer carne se retiraron enfadados y prometiéndose entre ellos recabar los apoyos suficientes para volver a dar libertad de alimentación a su pueblo en la siguiente asamblea, pero de momento aceptaron disciplinadamente el período de abstinencia que se les presentaba.

En cuanto a Kulutz Esmendrik, convertido en el gran apóstol del vegetarianismo, regresó también a sus tierras pensando que disponía de un año para preparar argumentos más sólidos, incluso basados en experimentos convenientemente dirigidos por él, no sólo para mantener esa decisión sino para ampliarla con el tiempo.

Así, las suculentas presas o hermanos animales, según la definición de unos u otros, fueron por primera vez libres de vivir su vida sin tener que estar pendientes de si tenían que salir corriendo para salvar su vida y no acabar en el estómago de los gigantes. De hecho, pronto se dieron cuenta de que la alimentación vegetariana tranquilizaba y relajaba enormemente a sus antiguos cazadores, hasta el punto no sólo de hacerlos inofensivos sino de convertirlos, de pronto, en apetecibles piezas de caza. Los papeles se cambiaron definitivamente el día en que un grupo de presas animales atacó al primer gigante. Tomado por sorpresa, sucumbió sin demasiada resistencia y fue devorado sin piedad por aquéllos a los que hasta la asamblea había perseguido y comido sin problemas. Y tras este gigante fueron cayendo los demás, uno por uno, a medida que sus antiguas víctimas se tomaban cumplida venganza mientras de paso saciaban su hambre.

El último en morir fue el gigante del Este, que vivía apartado, pero no tanto como para eludir al grupo de presas animales que se presentó un día ante él y, tras propinarle una breve paliza, suficiente para quitarle la vida, se lo comieron entero. Así desaparecieron los gigantes. 

Y sus antiguas víctimas, a los que hoy llamamos homo sapiens, tomaron su lugar en el destino del mundo.