Y un paso más allá... ¡el Facebook de Hugo Chávez!
(Pinchar en él para verlo en grande: ojo, son varias imágenes cada cual más descacharrante)
Sin embargo, (qué extraño me siento escribiendo esto) sí estoy de acuerdo con la penúltima advertencia catastrofista que la OMS acaba de lanzar al mundo, aprovechando la primera jornada de la red mundial contra las enfermedades no transmisibles. Porque esta vez la amenaza sí es fácilmente comprobable con sólo echar un vistazo a nuestro alrededor y porque, de hecho, esta agencia parece casi la última en haberse enterado de lo que numerosos educadores y nutricionistas, con un impacto mucho menor en la opinión pública, llevan ya varios años señalando sin que nadie les haga demasiado caso. Me refiero a lo siguiente: la actual generación de niños tiene todas las papeletas para convertirse en la primera, en siglos, con una esperanza de vida inferior a la de sus padres. Como curiosidad, aquí al lado vemos una gráfica de la evolución de la esperanza de vida en Francia entre 1740 y 2004: siempre al alza. Los pronósticos indican que al otro lado de la "loma" que se observa en la parte derecha del cuadro comienza un verdadero barranco. ¿Y por qué?
La esperanza de vida, como indica su nombre, es la media de años que vive una población concreta durante un período determinado de tiempo. Aunque está evidentemente influenciada por diversos factores de acción tan directa como brutal (como las guerras, las enfermedades o las catástrofes naturales) hoy se sobreentiende que se refiere a la edad que duran las personas que mueren "en su cama" por así decir. Esto es, una muerte no violenta, sobrevenida por el deterioro implícito al hecho mismo de cumplir años. Para cuestiones estadísticas, suele emplearse la edad promedio de fallecimiento, que no es exactamente lo mismo, aunque se aproxime. Por lo demás, y como en tantos otros campos del conocimiento popular que da por cierto una serie de afirmaciones muy divulgadas simplemente porque hay mucha gente que se las cree, existe un error de base que consiste en pensar que la esperanza de vida cuando uno nace se corresponde con la de la vejez: ¡cuántas veces hemos oído eso de "es que un tío en la Edad Media ya era un viejo con treinta años" o "los sesenta años de ahora no son los sesenta años de antes"! Por un lado, y resumiendo mucho el tema, una esperanza de vida de treinta años en la Edad Media puede significar simplemente que la mitad de los hombres medievales morían antes de cumplir su primer año de vida mientras la otra mitad podía alcanzar al menos los sesenta años. Por otro lado, y resumiéndolo también, el estado físico de cada persona es independiente de la época en la que viva: conozco a "jóvenes" de veintipocos años que están completamente calvos y cuyo estado físico es una ruina (demasiado alcohol y lo que no es alcohol...) y a otros "jóvenes" más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años que no sólo conservan una hermosa mata de pelo craneal sino que lucen un palmito estupendo.
De acuerdo con los promedios hoy conocidos y estudiados, en estos comienzos del siglo XXI un ser humano corriente tiene una esperanza de vida próxima a los 67 años. Sin embargo, si vive en Swazilandia, lo más probable es que apenas sobrepase los 33 y, si lo hace en Andorra, alcanzará casi los 84 (no es cuestión de racismo, sino de promedios, según los datos facilitados por la propia ONU). En la clasificación final, España está bastante arriba, entre los siete países con mayor esperanza de vida, con casi 81 años de promedio.
Con todos estos datos, la advertencia de la OMS se centra en una serie de patologías que a veces ni siquiera se consideran como tales y que atacan cada vez más a los más jóvenes y les provocan un deterioro corporal acelerado, de manera que cada día hay más casos de niños con, por ejemplo, hipertensión, diabetes, derrames cerebrales, cáncer y hasta desórdenes mentales. Una de esas patologías es el sobrepeso (que en sus casos más extremos lleva a la obesidad) y contra el que resulta complicado luchar por diversos motivos culturales (muchas madres creen que no importa que sus hijos estén "gorditos" porque suponen erróneamente que así no sólo son más guapos sino que acumulan más "reservas" para enfrentar cualquier problema físico) y sociales (la lucha contra el sobrepeso la utilizan como justificación a su conducta suicida los jóvenes enfermos de anorexia y bulimia). Según la agencia de la ONU en este mismo momento hay, en todo caso, nada menos que 43 millones de niños (casi la población total que reside oficialmente en España hoy día), todos ellos en edad preescolar, que sufren este problema.
Claro, que estamos hablando de niños y tengo para mí que en realidad los adultos de la actual generación ya viviremos físicamente menos años que nuestros padres y que nuestros abuelos. En primer lugar, porque somos mucho más "blanditos" y "criados entre algodones" de lo que lo fueron ellos, que tuvieron que pasar infinidad de calamidades personales por la época que les tocó vivir. En segundo lugar, por el incremento de los factores de riesgo que afrontamos y de los cuales los cuatro principales reconocidos desde hace tiempo son: consumo de tabaco, consumo de alcohol, inadecuada alimentación y falta de actividad física. El ser humano fue creado para el esfuerzo y está físicamente diseñado para comportarse como un nómada, pero sobre todo en los últimos cien años una serie de circunstancias y presiones históricas nos ha conducido (hablo por supuesto de los países desarrollados; los que no lo están no tienen el problema del sobrepeso porque se mueren de hambre, literalmente) a transformarnos en una especie de muebles: sentados siempre, frente a la televisión, a la mesa, al volante del coche o delante de una pantalla de ordenador, reduciendo de manera constante y progresiva nuestro gasto físico y nuestra capacidad de sufrimiento y esfuerzo en todos los sentidos (ya no somos capaces de vivir sin el aire acondicionado ni la calefacción, preferimos engullir una hamburguesa de dudoso origen o meter un congelado cinco minutos en el microondas en lugar de tomarnos el tiempo de preparar un guiso sano y más sabroso, nos enfadamos si el ascensor no funciona y lloriqueamos si nuestra empresa nos cambia el horario o la tarea que realizamos rutinaria y mecánicamente).
Lo más grande de todo esto es que la propia Margaret Chan ha reconocido que esas circunstancias y presiones que padecemos y que pastorean al rebaño humano responden a "fuerzas globales que están formando las condiciones de salud en todo el mundo" incluyendo la "globalización de estilos de vida insanos". Vaya, vaya..., por la boca muere el pez... Ahí tenemos a una de las principales prebostes e impulsoras de la globalización, antaño conocida como mundialismo, reconociendo que esta nueva forma de vida que se está impulsando descaradamente desde todos los cenáculos políticos del mundo (tanto nacionales como internacionales y hasta autonómicos con hecho diferencial) no es buena para el ser humano..., pero paradójicamente sigue apoyándola de la misma forma.
Otra cifra: de cada diez personas que se mueren en el mundo, seis se van al Otro Barrio por culpa de enfermedades que no se contagian, que pueden prevenirse y para algunas de las cuales existen además tratamientos económicos. ¡Esto es una auténtica locura! ¿Cómo es posible que siga muriendo tanta gente de esa manera? Estoy tratando de no escribir esa palabra tan peligrosa que Mac Namara lleva susurrándome al oído desde que me vio empezar a escribir este artículo y que empieza por gen y termina por ocidio. Diseñado y ejecutado por razones que escapan a la comprensión de los humanos corrientes.
Por buscarle el lado bueno al asunto, el hecho de que las futuras generaciones, quizá la nuestra ya, vivan menos que las anteriores también posee una ventaja: terminará con todo el cacareo que se ha lanzado en los últimos días a los medios de comunicación sobre el futuro de las pensiones...
Sin embargo, las buenas noticias existen. Buenas e importantes noticias, si bien la mayor parte de las veces yacen enterradas bajo toneladas de ignorancia, desprecio, interpretaciones erróneas y mala fe. Sin ir más lejos, y volviendo a un asunto recurrente en la Universidad de Dios (y por ende de este blog), acerca e nuestra capacidad real para influir en la vida que nos rodea, sabemos que todo está en nuestro interior, en esa mente ubicada en el sancta sanctorum más sagrado que existe en lo más profundo de cada uno de nosotros (aunque muchos no se hayan enterado siquiera de su existencia) y al que sólo podemos llegar tras una aventura cuasicaballeresca en el curso de la cual hay que derrotar ogros, dragones y otros tipos de monstruos. Ya lo decían los antiguos y lo grande es que también lo dicen los “modernos”, mas por lo general no se suele dar mucha publicidad a este tipo de informaciones.
Sin embargo, de vez en cuando algunos medios “serios” se resquebrajan y por entre los adoquines de los muros con los que nos esconden la realidad real fluyen gota a gota algunas informaciones asombrosas que durante un breve espacio de tiempo se muestran al lector corriente y le invitan a detener los ritmos de su rutina y a plantearse si el mundo que le rodea no tiene mucho más de decorado teatral que de certeza. Así sucedió en el diario La Vanguardia que hace más o menos un año por estas fechas publicó una entrevista fantástica al físico, músico y analista de sistemas Dan Winter. A continuación figura un breve resumen de lo que hablaba Winter en esta fascinante entrevista que, por lo demás, pasó escandalosamente inadvertida tras su publicación. Y recordamos que estamos hablando no de un hippie aficionado al LSD, ni de un charlatán de la New Age, ni de un gurú sectario, ni nada de ese tipo (¡pese a lo que pueda sugerir su fotografía!), sino de todo un señor científico hecho y derecho. El cineasta Darren Aronofsky rodó en 1998 su película Pi (el título original era Phi, pero hubo un erróneo cambio de título de última hora que, probablemente por ignorancia del productor, alteró su significado y luego se verá por qué) inspirado en sus trabajos.
Lo que cuenta Winter:
* El aura existe y se puede medir, hoy, con el empleo de máquinas al alcance de los científicos especializados. Más allá de las experiencias con la conocida fotografía Kirlian, Winter explica que lo que conocemos tradicionalmente como “la aureola de los santos es pura ciencia" como demostró "uno de mis colegas, el profesor Konstantin Korotkov, catedrático de la Universidad de San Petersburgo, diseñó un aparato llamado GDV, visualización por descarga de gas, que conectado a la punta de los dedos y a un ordenador muestra el aura de todo el cuerpo”. ¿Pero el aura no era una alucinación de los aficionados al esoterismo barato? Pues no, gracias a la máquina de Korotkov se ha podido probar científicamente que se trata de un “campo energético” de carácter eléctrico y personal de cada ser humano. Esa máquina “la están usando ya más de diez mil médicos, incluidos los de la Asociación Médica de los Estados Unidos.”
* Gracias a las mediciones del aura realizadas con este equipo se puede chequear el estado del ser humano pues el GDV facilita “información sobre el estado físico y psicológico del paciente” y entre otras cosas permite medir “la empatía entre las personas” más allá de lo que ellas quieran expresar verbalmente en un proceso en el que pueden decir la verdad o mentir, mientras que la máquina no yerra: se limita a interpretar datos. También se puede comprobar si alguien toma drogas y el efecto que eso tiene en su cuerpo, pues crea “agujeros en su aura”, agujeros reales, tangibles y verificables, de la misma forma que gracias a otros instrumentos científicos modernos podemos verificar los daños en los pulmones producidos por los cigarrillos.
* Con este tipo de experimentos se ha logrado por fin una explicación a las visiones que según los testimonios recogidos en los últimos años suelen tener las personas que fallecen pues, en el momento de fenecer, “el campo electromagnético, lo que llamamos vida, sale del cuerpo (…) y la gente suele ver un patrón de simetrías al morir (…) primero ven una rejilla, luego una especie de telaraña y un túnel y finalmente una espiral. Lo que hemos descubierto es que esos cuatro pasos se corresponden con la geometría de pliegues de nuestro ADN". Lo que prueba de alguna forma la existencia después de la muerte, e incluso la reencarnación, aunque de una forma quizás un tanto diferente a la que suele imaginar el común de los mortales pues “cuando morimos nuestro campo electromagnético se va al centro de cada una de nuestras células (…) para salir del cuerpo. A dónde llegue después depende del grado de fractalidad del entorno en que morimos y de nuestra preparación, puede llegar a cualquier punto del universo (…) una rosa, un helecho, una piña…” . La verdad es que la ciencia reconoce bastante claramente la existencia de la vida después de la muerte desde el mismo momento en el que admite que nada se crea ni se destruye en el Universo sino que todo se transforma constantemente. Si no hay pérdida, no podemos desaparecer tras la muerte física... Esto es de primero de parvulitos en la Universidad de Dios, pero para los científicos humanos todavía constituye poco menos que un gran misterio insondable.
* Insistiendo en la forma de espiral de la que habla Winter, toda la Naturaleza obedece a una proporción similar, “desde una caracola hasta las galaxias, desde nuestro propio cuerpo hasta los átomos (…) el punto de unión de nuestro universo, el camino de la unidad, es el número Phi”, la conocida proporción áurea, tan empleada por los artistas de la Antigüedad, y cuya diferencia con Pi va mucho más allá de una simple hache. “Pi es la constante que permite pasar de la línea al círculo y Phi nos permite pasar del círculo a la espiral (…) es lo que llamamos la autoconciencia”. Un concepto muy interesante, que nos muestra las diferencias entre la re-volución simbolizada por el círculo, que no conduce a ninguna parte más que siempre al mismo sitio, y la e-volución simbolizada por la espiral, que nos lleva más allá. De ahí que lamentara el error en el cambio de título de la película de Arofnosky.
* Otros experimentos interesantes los realiza nuestro hombre con la llamada bio-retroalimentación, que permite discriminar emociones en términos eléctricos. De esta manera logró comprobar de una manera mensurable y plenamente científica algo tan interesante como que los momentos de compasión y de amor afectaban físicamente el trenzado del ADN de las personas. Es decir, “que las emociones afectan directamente a nuestra genética”, con lo que confirma el viejo concepto de recompensa y/o castigo para nuestros actos en función de que éstos sean buenos o malos. Todo lo cual significa también que “las enseñanzas espirituales son en el fondo enseñanzas eléctricas y la iluminación es pura física a nuestro alcance”.
Lo mejor de todo es que, en este mismo momento, existen muchos científicos como Dan Winter que están trabajando en la vanguardia misma de nuestros conocimientos y que están llegando a la sorprendente conclusión de que, después de todo, las antiguas enseñanzas espirituales de la Humanidad, que en el caso de Occidente nos remontan hasta eso que conocemos como el Hermetismo del Antiguo Egipto, tenían razón. La única diferencia es que ellas contienen una importante porción de verdad contada con unas palabras y unos conceptos diferentes a los que utilizan los científicos del siglo XXI, pero las materias sobre las que trabajaron y las conclusiones a las que llegaron son muy similares por no decir casi idénticas a las que hoy empezamos a rozar.
O, como dijo (al menos se le atribuye el pensamiento) el pensador francés André Malraux poco antes de fallecer en 1976: “el siglo XXI será religoso o no será”.
Resulta ciertamente patético que la misma sociedad que forzó a prohibir el servicio militar obligatorio, que se avergüenza de sus militares hasta el punto de que tiene que asignarles la etiqueta moral de ONG para justificar su despliegue en su propio territorio o en cualquier misión internacional, que pide restar dinero a los gastos militares para dedicarlos a otros sociales o que mira por encima del hombro a cualquier persona que se atreva a vestir de uniforme paseando por la calle, se entregue luego con indisimulado regocijo y gran satisfacción al placer de coger un arma de ficción y destrozar todo lo que pille por delante.
"Bueno, ya estamos con la misma crítica tonta de siempre..., esto es un juego después de todo y no tiene más trascendencia..." puede ser la contestación de los fanáticos del Modern Warfare y de todos los shooters de este tipo, empeñados en no relacionar la forma en su opinión tan amena, divertida y en apariencia inocente en la que están fijando en su subconsciente la utilidad de la violencia a la hora de reaccionar ante una situación determinada. Es el mismo principio por el que a los niños (a los de antes, sobre todo) se les regalaba pistolas o rifles de juguete mientras a las niñas les tocaban las muñecas. O el mismo por el que veo hoy día por la calle a niños realmente muy pequeños conduciendo cochecitos de juguete o manejando móviles de mentira. Es una simple cuestión de educación para cumplir una labor en el futuro.
Hay una novela muy curiosa, tal vez premonitoria después de todo, que se titula El juego de Ender y que encumbró a su autor Orson Scott Card (de hecho, no ha escrito nada mejor que esta obra) a finales de los años setenta del pasado siglo. Trata de la educación militar de un niño en una particular escuela de cadetes, donde se le lleva más allá de todos los límites para que desarrolle sus poderosas cualidades militares en todos los sentidos. Parte del entrenamiento consiste en emplear una especie de videojuego en el cual debe comandar una flota de naves que se enfrenta a las de unos enemigos de la Tierra de aspecto insectívoro e intenciones poco amistosas para con nuestro planeta. Sus instructores elevan progresivamente el nivel del juego, enfrentándole a retos casi imposibles de resolver y con todos los condicionantes en contra para exprimir todas sus habilidades. Al final de la novela, en el mayor y más difícil combate de "videojuegos" que enfrenta durante toda su carrera, descubre que ha estado comandando realmente la flota humana contra la más numerosa de los enemigos insectívoros... A los que por cierto no sólo consigue derrotar contra todo pronóstico, sino incluso aniquilar, exterminar para siempre (lo que luego le crea un complejo de culpa muy del estilo yankee renacido).
Así que ahí estamos reventando casas, destruyendo ciudades, matando enemigos..., pero no pasa nada porque todo es virtual. Bueno, una de las primeras cosas que pasa es que perdemos el contacto con la realidad. El mundo, a pesar del cuento ése que repiten las instancias internacionales empezando por las desprestigiadas agencias de la ONU de que nunca ha sido más pacífico ni ha estado mejor que ahora, sigue siendo un lugar muy peligroso y lleno de guerras y devastación más allá de las cálidas fronteras de Occidente. Y cuando nos llegan las noticias de los combates entre militares occidentales (da igual marines norteamericanos, militares británicos o -sí, vaya sorpresa, ellos también- legionarios españoles) y afganos, iraquíes, paquistaníes o lo que quiera que sea que vivan en esos países tan lejanos de nuestra tele de plasma y nuestro apartamento en la Costa Blanca, no nos afectan demasiado. Ni siquiera cuando se habla de tantos muertos y heridos. Sólo si los que caen son de los nuestros parece que nos molestamos un poco, nos movemos en nuestro sillón chasqueando la lengua y luego volvemos a lo nuestro, al juego.
Así que hoy voy a recomendar una película que me parece realmente imprescindible para volver a conectar con la realidad, para poner caras a los personajes que no las tienen porque viven demasiado lejos, nos son demasiado ajenos después de todo. Se titula La batalla de Hadiza, la dirigió en 2007 el británico Nick Broomfield y se basa en los hechos reales que sucedieron en 2005 en Iraq, cuando un convoy de marines fue atacado con una bomba por la insurgencia iraquí y en el ataque murió un oficial especialmente apreciado por la tropa. Locos de furia por lo ocurrido, los soldados la emprenden contra todo y contra todos y en plena represalia asesinan a dos docenas de personas, incluyendo ancianos, mujeres y niños, en las casas colindantes al camino donde los rebeldes instalaron la bomba.
Ése es todo el argumento. No hay glamour aquí, ni actores conocidos, ni un desarrollo dramático calculado más allá de un estilo documental (muy en boga últimamente, por cierto) en el que se van desarrollando los hechos de acuerdo con el horario previsto. Pero lo más importante de la película es que no nos muestra una historia de buenos y malos, sino de gentes que en circunstancias diferentes podrían haber sido amigos, incluso confidentes, pero a los que los acontecimientos históricos han metido en trincheras enemigas y les han forzado a enfrentarse con los otros para sobrevivir. Los dos terroristas que colocan la bomba en realidad no son radicales islámicos sino simples ciudadanos con sus propias familias que poco antes de preparar la trampa se llevan las manos a la cabeza porque los insurgentes han matado a otro ciudadano de Hadiza por enseñar inglés. Ellos preparan el artefacto porque les pagan para ello y necesitan el dinero, y porque no simpatizan con un ejército americano que les ha librado de Sadam Hussein pero en lugar de marcharse a continuación han ocupado su lugar. No hay maldad en ellos, no odian específicamente a los americanos. Tienen tanto miedo como los marines que patrullan y que saben que en cualquier lugar puede esconderse alguien con turbante y kalashnikov dispuesto a tirotearles. En cuanto a los soldados estadounidenses, actúan por simple venganza, una venganza primitiva que les lleva a sacar conclusiones equivocadas y masacrar a los civiles de las casas vecinas donde se ha colocado la bomba sólo porque necesitan un culpable y piensan que éste se halla ahí. Y en cuanto a los propios masacrados, son víctimas de su propia indecisión, puesto que los vecinos son conscientes (de hecho, ven todo el proceso de instalación) de la existencia de los explosivos pero no saben qué hacer al respecto: "si avisamos a los americanos, nos matarán los insurgentes y, si no les avisamos, pueden tomarla con nosotros". Al final es lo que sucede.
Para rematar la película, el último dardo envenenado nos muestra a los mandos inferiores encargados del asalto y la masacre (el principal de ellos, un cabo de origen hispanoamericano llamado Ramírez..., ¡como uno de los personajes de Modern Warfare 2!) que habían sido animados a lanzar el ataque por sus mandos superiores y que luego se convierten en los cabezas de turco cuando todo lo ocurrido en Hadiza sale a la luz gracias a un video de "un estudiante de periodismo iraquí" que en realidad es uno de los terroristas que ha grabado los hechos para usarlos como propaganda antiamericana.
Todos los personajes tienen cara, emociones, vida personal, dudas, razones... Lo más importante de la cinta de Broomfield es que uno no puede decantarse por un bando u otro. Todos los protagonistas del drama tienen su punto de vista y es bueno (desde su óptica). Todos son títeres de los Grandes Amos y bailan al son que tocan. Pero en lo que a nosotros nos toca, por la cercanía cultural, podemos quedarnos por ejemplo con esa escena en la que un par de marines disparan alegremente a un iraquí que nada les ha hecho y se ríen de su muerte "chocando esos cinco" y comentándola como si fuera una simple víctima más de un exitoso videojuego.
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