La llegada de la luz eléctrica al mundo moderno fue una bendición, pero también una maldición. Igual que sucede con cualquier otra circunstancia de la vida, porque la ley fue así escrita desde el principio de acuerdo con su propia lógica sobrehumana: hasta lo aparentemente más inocente y hermoso esconde hebras de maldad, mientras que hasta lo supuestamente más terrible y cruel incluye murmullos de amor. Como esos postres de yogur que hay que saborear hasta el final para encontrar, debajo de una gruesa capa de blancura deliciosamente agria, el fondo laminado, coloreado y dulce, de fresa o melocotón. Está magistralmente descrito en ese símbolo universal aportado por los sabios del Tao que conocemos como el círculo del Yin y el Yang.
La luz eléctrica, artificial y generada por el propio hombre, nos permitió independizarnos de la del Sol, olvidarnos de las velas de duración finita, de los reflejos lunares e incluso de otras formas más rústicas de alumbrarnos, de manera que cualquier persona puede trabajar, divertirse o simplemente dejarse estar durante toda la noche en una habitación perfectamente iluminada, como si fueran las doce del mediodía de cualquier jornada despejada. Para los que tenemos un alma inquieta y creativa, disponer de luz de acuerdo con nuestras necesidades supone una gran oportunidad pues amplía y mejora el tiempo disponible para construir
nuestras obras, cuya inspiración depende de los caprichosos deseos de las Musas. También es cierto que las ciudades derrochan enormes cantidades de dinero y energía en mantener absurdamente iluminadas sus calles y edificios, por dentro y por fuera, de día y de noche, en ese loco afán por querer igualarlo todo, a todas horas. La oscuridad, que había acompañado (y atemorizado) (e inspirado) al homo sapiens durante toda su existencia desapareció como por arte de magia..., sólo en apariencia. En realidad, quedó arrinconada, agazapada, a la espera de recuperar su sitio. A veces lo consigue, como cuando el urbanita acostumbrado a todo tipo de bombillas, fluorescentes y luminosos se marcha de acampada a un lugar lejano y, al caer la noche, se reencuentra con el manto profundo de Nix y se ve por ello embargado de un temor ancestral que desearía dominar aunque generalmente no pueda hacerlo.
El hombre occidental contemporáneo actúa con la noche de la misma forma
que con la vejez, la muerte y otros conceptos para él incómodos pero en verdad imprescindibles para comprender cómo funciona el Juego: ha intentado desterrarla, hacerla desaparecer de su existencia, porque en el fondo es un niño que necesita rutinas y está obsesionado con la utopía de la seguridad. Pero la seguridad no existe. No hay nadie seguro en ninguna parte. Sonrío cada vez que veo esos enormes despliegues de policías y militares para proteger a los grandes prebostes políticos, financieros, económicos, religiosos o sociales en cualquier parte del mundo..., o cuando una aseguradora intenta hacerme creer que no importa lo que suceda porque responde por cualquier problema que uno pueda tener..., o cuando un hipocondríaco se obsesiona con hacer esto pero no lo otro para vivir aunque sea unos años más..., o cuando un sinvergüenza trata de convencerme de que sacrifique parte de mi libertad para aumentar mi seguridad...
Jugamos a estar seguros pero podríamos estar muertos ya o a punto de morir y no lo sabríamos hasta el último instante, o quizá ni siquiera entonces. La luz que recibimos del Sol tarda seis minutos en llegar a la Tierra. Es decir, los rayos que nos calientan amablemente el rostro, por ejemplo durante una mañana de primavera, fueron emitidos desde el astro rey hace un largo rato. En consecuencia, el Sol podría haber estallado ahora mismo, y no nos enteraríamos de ello hasta seis minutos más tarde. Más fácil aún: recuerdo el caso de una persona a la que conocí hace unos cuantos años. Un hombre de 40 años, trabajador, buena persona, con familia, emprendedor, fuerte y saludable, de buen humor... Pocos meses después, durante una comida de trabajo como otra cualquiera en la que charlaba agradablemente con unos clientes, sufrió un infarto y murió en el acto: cayó sobre el plato de comida sin decir ni "ay", como en las películas. Fin de su vida. Sin avisar, sin tiempo siquiera para hacer una última llamada a su mujer, a sus hijos, sin poder despedirse, sin nada. Fin. Su historia es la de cualquiera de nosotros, en cualquier momento. Entonces, ¿qué tontería es ésa de la seguridad?
Volviendo a la noche, la luz eléctrica nos privó del contraste. Nos robó el conocimiento de lo que significan el amanecer y el crepúsculo así como el
placer de contemplarlos. Escondió las estrellas, que hoy vemos (si es que acertamos a levantar la vista cuando salimos a la calle en las horas nocturnas) en un número diminuto a simple vista, en comparación con todas las que podíamos apreciar antes de que la iluminación artificial nos cegara. Nos alejó de las criaturas de la penumbra, que están allí desde siempre compartiendo el mundo con nosotros, y las relegó al corral materialista de lo oficialmente inexistente. Los antiguos irlandeses decían que ese momento de transición tan especial entre el día y la noche era el mejor momento para ver danzar a las hadas o para acechar al leprechaun, porque la luz peculiar de aquél a quien los egipcios llamaron Ra Horakhty, el dios solar del horizonte, permitía vislumbrar siquiera por un instante la frontera entre los mundos y ver a los habitantes del Otro Lado. Ésos que el hombre corriente sólo ve, hoy, en algunos de sus sueños, que por lo demás olvida con rapidez.
No es casual que los antiguos ritos de iniciación, incluyendo los de las religiones institucionales, tuvieran que ver con la oscuridad y el aislamiento, con la noche, las cavernas, los pozos oscuros, la bajada a los infiernos, la ausencia de luz. Hay una sabiduría muy específica que sólo puede adquirirse en el viaje al inframundo de ambiente sombrío y tenebroso. Hay incluso una luz de otro universo que sólo unos pocos privilegiados conocen en la actualidad. Una luz negra de un Sol negro, o que parece tal a quien no la conoce, porque es tan brillante y poderosa que ciega a todo el que tiene la osadía de mirarla de frente. No es, tampoco, casual, que hoy por hoy resulte tan complicado encontrar el Camino, ya que la luz artificial nos deslumbra y nos impide acercarnos a la oportunidad que nos da la ausencia de luz. Conozco a pocas personas que sean capaces de dormir completamente a oscuras y en silencio absoluto: la mayoría no puede conciliar el sueño sin ver alguna rendija luminosa, siquiera los números de un reloj despertador digital, y sin oír algún ruido de fondo, como los coches en la calle o un tedioso programa de radio y hasta de televisión.
Así, los seres humanos van adquiriendo el carácter de lo que algunos estudiosos antiguos como C.W.Leadbeater y la gente de su época, a caballo entre el siglo XIX y el XX, llamaban "infusorios": unos microorganismos diminutos que hoy día suelen encuadrarse en el reino Protista y que están provistos de cilios, una especie de "patitas" con aspecto de párpados con los que se desplazaban en un medio líquido. Leadbeater escribía en su interesante El otro lado de la muerte que "Nuestro concepto ordinario del espacio entraña la idea del límite (...) pero todos cuantos son capaces de elevarla a los planos superiores de la naturaleza saben que hay un nivel más allá del cual no existen ni el tiempo ni el espacio según el concepto común. En estado de conciencia física no podemos concebir otra línea perpendicular a las tres citadas (se refiere a las dimensiones de alto, ancho y largo) pero esta imposibilidad no prueba que no exista la cuarta línea, sino que nuestra mente no es capaz de imaginarla. Este problema ha de resolverse precisamente por analogía, es decir, estableciendo términos de comparación con un ser viviente que tan solo perciba dos dimensiones así como nosotros percibimos tres (y aquí es donde hace referencia a los infusorios). Si suponemos uno de estos infusorios sobre una hoja de papel, no habrá para él otro mundo que la superficie en que se mueve, ya que no sólo no podrá elevarse sobre la hoja ni hundirse bajo ella, sino que también desconocerá nuestros conceptos de arriba y abajo pues, aunque esté sobre la superficie, no sabrá que sea tal superficie. Si este inusorio razonase, ¿descubriría la tercera dimensión que absolutamente invisible para él escapa a toda experiencia que pudiese llevar a cabo?"
Es una interesante cuestión, que desarrolla de manera muy gráfica al explicar cómo "una línea de tiza trazada en la hoja de papel sería para el infusorio insuperable obstáculo y, si la línea pasara de uno a otro borde de la hoja, quedaría la superficie, o sea, el mundo del infusorio, dividida en dos partes por el espesor de la tinta sin que le fuese posible salvar la frontera que le separa de la otra parte de su mundo, esencialmente idéntica a la en que se halla, ni tampoco tener conciencia de cuanto ocurre más allá de aquel límite, no obstante su estrecha cercanía. Desde el espacio de tres dimensiones, observamos nosotros el mundo del infusorio y nos es fácil producir fenómenos que a la entidad microscópica le parecerían maravillosos. Si tomáramos un objeto de este otro mundo y lo traspusiéramos hasta el suyo por encima de la línea divisoria, sería para el infusorio aparición inexplicable. Si dibujáramos un cuadrado alrededor del infusorio, quedaría éste preso dentro de un espacio limitado por todas partes en direcciones desconocidas y le parecería inconcebible que otra entidad pudiese entrar en el cuadrado sin trasponer uno de sus lados, por más que a nosotros nos sería sumamente fácil colocar de pronto un objeto junto al infusorio durante el tiempo necesario para que se convenciera de su realidad y retirarlo después con la misma prontitud."
Leadbeater advierte de que todos los que han observado los fenómenos espiritistas o similares han podido observar hechos "análogos" a los que él describe, con desapariciones de objetos del interior de una caja cerrada o apariciones ectoplásmicas, entre otros sucesos. Es cierto que alrededor de la actividad espiritista han proliferado la estafa y el engaño, aprovechándose de la desesperación humana por intentar volver a tomar contacto con los conocidos que fallecieron, pero de la misma manera que la estafa y el engaño se han enseñoreado del resto de las actividades humanas (por poner un ejemplo reciente, ahí tenemos la corrupción política: hoy probablemente hay más personas que usan el concepto
de político como sinónimo de corrupto que las que usan el de espiritista como sinónimo de estafador). Sin embargo, no todos estos fenómenos son falsificaciones ni todos los médiums son listillos especialistas en tomar el pelo y quedarse con el dinero de sus tristes víctimas. Hay una película que cuenta muy bien algo de esto aunque fue necesario disfrazar el argumento con toques de melodrama y humor para que el público la aceptara (y, por cierto, la convirtiera en un éxito de taquilla en su momento) y no es otra que Ghost, dirigida en 1990 por Jerry Zucker. Toda la trama que gira en torno al personaje interpretado por Whoopi Goldberg es particularmente elocuente acerca de cosas que suceden en la realidad. Lo explicaba Leadbeater: "si existe esta cuarta dimensión, todo ser conocedor de sus leyes que en ella actuase podrá tratarnos como tratamos nostoros al infusorio, que tan sólo concibe dos, y realizar fenómenos que nos parezcan prodigios sin contravenir de ningún modo las leyes naturales".
Va más allá, al sugerir un tipo de comunicación que sólo ahora los científicos contemporáneos están empezando a comprender y aceptar como posible. Atención a estas palabras, escritas hace ciento y pico años: "si señalamos un punto cerca de cada uno de ambos bordes paralelos de la hoja de papel, su distancia será para el infusorio la anchura máxima de su mundo y no podrá trasladarse de uno a otro punto sin atravesar toda la superficie. Nuestro conocimiento de las tres dimensiones nos permite doblar la hoja de papel de modo que se aproximen y aún se toquen los puntos, pero el infusorio no concibe semejante dobladura, porque para ello es preciso que el papel se mueva por un espacio del que no tiene idea. Sin embargo, el infusorio hallaría, por virtud de nuestra intervención, que los puntos antes lejos se han aproximado, de suerte que no necesita atravesar toda la
superficie de la hoja para ir de uno a otro. Esto le parecería otro milagro opuesto, desde su punto de vista, a las leyes de la naturaleza." ¿No está describiendo el autor británico el funcionamiento de lo que hoy conocemos como "agujeros de gusano", esa posibilidad de viaje interestelar para recorrer grandes distancias, cuya posibilidad real se plantean hoy los físicos y los astrónomos? Pero, ¿y si esos agujeros, o mejor dicho, si esos miniagujeros existieran ya a nivel, digamos, planetario? ¿Y si fueran la explicación física "materialista" de determinados fenómenos hoy inexplicables, incluyendo los de algunos llamados hechos "paranormales"?
Aún un paso más allá, Leadbeater expone: "Si el infusorio en lugar de vivir
sobre una hoja de papel lo hiciera sobre una delgadísima lámina de cera, podríamos pasar a su través un hilo bramante y mantenerlo tirante con una mano por encima y otra por debajo. Si el hilo está en posición perpendicular a la lámina y lo movemos hacia arriba y hacia abajo, no podrá comprender el infusorio por qué ni cómo se mueve sino que tan sólo se dará cuenta del agujero abierto en la superficie de la lámina de cera y de la porción de bramante que lo atraviese en aquel momento. Si el hilo fuese en algunos trechos más recio que en otros o estuviese diversamente coloreado, entonces el infusorio advertiría los cambios de tamaño y color de la partícula a su alcance, pero sin tener noción del bramante en conjunto. Si hiciéramos pasar un cono por la lámina de cera, introduciendo primero la cúspide, le parecerá al infusorio un pequeño círculo que de modo misterioso va agrandándose progresivamente hasta desaparecer con igual presteza. Si disponemos el bramante, en lugar de perpendicularmente, en ángulo de 45 grados igualmente tenso a través de la lámina y movemos las manos también verticalmente como antes y no en dirección oblicua produciremos en la lámina una ranura en vez de un orificio y, si la cera se soldara apenas pasado el bramante, el movimiento de nuestras manos produciría en la lámina de cera un agujero movedizo cuya variación de lugar sería tanto más rápida cuando mayor fuese la inclinación del bramante."
Y el paso lógico para llegar a la conclusión definitiva: "Supongamos ahora que en vez de uno tenemos centenares de hilos colocados en un bastidor y dispuestos en el mayor número de ángulos posibles, entrecruzados unos con otros de modo que formen multitud de nudos en los puntos de contacto. Al infusorio le parecerá que se mueven infinidad de puntos independientes entre sí como un verdadero caos en las direcciones más opuestas y sin embargo ésta, para él, fortuita confusión de átomos es en realidad el lento pero seguro movimiento ascendente y descendente de los hilos colocados en el bastidor, cuya existencia desconoce el pobre infusorio. Tal es alegóricamente el caso en que nos hallamos, porque cuantos movimientos vemos a nuestro alrededor y la aparente confusión y embrollo de las vidas humanas son ciertamente una parte del poderoso movimiento de evolución presidido por la ley divina." O, lo que es lo mismo, el trabajo de las Nornas.
sobre una hoja de papel lo hiciera sobre una delgadísima lámina de cera, podríamos pasar a su través un hilo bramante y mantenerlo tirante con una mano por encima y otra por debajo. Si el hilo está en posición perpendicular a la lámina y lo movemos hacia arriba y hacia abajo, no podrá comprender el infusorio por qué ni cómo se mueve sino que tan sólo se dará cuenta del agujero abierto en la superficie de la lámina de cera y de la porción de bramante que lo atraviese en aquel momento. Si el hilo fuese en algunos trechos más recio que en otros o estuviese diversamente coloreado, entonces el infusorio advertiría los cambios de tamaño y color de la partícula a su alcance, pero sin tener noción del bramante en conjunto. Si hiciéramos pasar un cono por la lámina de cera, introduciendo primero la cúspide, le parecerá al infusorio un pequeño círculo que de modo misterioso va agrandándose progresivamente hasta desaparecer con igual presteza. Si disponemos el bramante, en lugar de perpendicularmente, en ángulo de 45 grados igualmente tenso a través de la lámina y movemos las manos también verticalmente como antes y no en dirección oblicua produciremos en la lámina una ranura en vez de un orificio y, si la cera se soldara apenas pasado el bramante, el movimiento de nuestras manos produciría en la lámina de cera un agujero movedizo cuya variación de lugar sería tanto más rápida cuando mayor fuese la inclinación del bramante."
Y el paso lógico para llegar a la conclusión definitiva: "Supongamos ahora que en vez de uno tenemos centenares de hilos colocados en un bastidor y dispuestos en el mayor número de ángulos posibles, entrecruzados unos con otros de modo que formen multitud de nudos en los puntos de contacto. Al infusorio le parecerá que se mueven infinidad de puntos independientes entre sí como un verdadero caos en las direcciones más opuestas y sin embargo ésta, para él, fortuita confusión de átomos es en realidad el lento pero seguro movimiento ascendente y descendente de los hilos colocados en el bastidor, cuya existencia desconoce el pobre infusorio. Tal es alegóricamente el caso en que nos hallamos, porque cuantos movimientos vemos a nuestro alrededor y la aparente confusión y embrollo de las vidas humanas son ciertamente una parte del poderoso movimiento de evolución presidido por la ley divina." O, lo que es lo mismo, el trabajo de las Nornas.