Cielos añiles, casi púrpuras..., cielos bellísimos con destellos anaranjados salpicando el horizonte y semiocultos por la cordillera cada vez más oscura que se recorta delante de ellos y que impediría al observador ocasional, si lo hubiera, el privilegio de contemplar aun durante un instante el extravagante rayo verde que acompaña a la muerte diaria del Sol. Son las mismas montañas que enmarcan, o mejor sería decir que contienen, ese inmenso tapiz de colores esmeralda, malaquita, pistacho, menta, oliva, musgo, aguacate, manzana..., que ofrecerían un festival de relajantes sensaciones a un ojo entrenado. El aire es limpio, fresco y a la vez sereno. Un aire transparente, casi inexistente, que trae desde lejos los trinos de pájaros despistados y la berrea de grandes cérvidos excitados por el celo en pleno edén, donde el crepúsculo está deshaciendo la jornada a cámara lenta, como si en el fondo no lo deseara.
Nada de eso le interesa demasiado al anciano Perkus Frank, que agoniza lentamente, con la misma suavidad con la que se licúa el día, hundido en su cómodo y almohadillado sofá de anea, sobre la inmensa terraza de mármol blanco y parquet de madera noble bajo el porche con vistas privilegiadas al gran bosque delante de su hogar. Nada le duele, nada siente. Pero no disfruta de la eterna tranquilidad de la naturaleza que le rodea. Tiene la mirada perdida, viendo sin ver, arrinconado en el fondo de su alma por antiguas visiones que sólo a él le atormentan.
- ¿Necesita algo más, amo Perkus?
Ni siquiera contesta a la tierna voz de MePu, la escultural joven apenas cubierta con un ligero vestido de lino, suelto y cómodo, que recoge con dedicación el apetitoso refrigerio, ignorado desde hace ya un par de horas sobre la mesita junto al sofá. Ella le sonríe, agradable como de costumbre. Perkus Frank nunca ha visto en ella un mal gesto, un mohín o una cara de reproche. Mucho menos una lágrima. Sin embargo, no piensa en ella, ni siquiera la mira, como tampoco ha apreciado los alimentos que preparó amorosamente y luego le llevó para que los disfrutara y que ahora está retirando con la misma eficacia que los trajo. Ni siquiera se ha tomado su zumo de frutas del bosque recién exprimidas, que tanto le ha gustado siempre. Pero si durante un instante fuera de nuevo consciente de su vida y pudiera echar mano de sus recuerdos, vería a MePu ahí, junto a él, desde su adolescencia, cuidándole, mimándole, sometiéndose a todos y cada uno de sus caprichos, delicada y obediente, sin protestar. Recordaría que ha sido su fiel compañera desde hace..., ¿cuánto? ¿Un centenar de años? No sabe exactamente el tiempo que lleva viviendo. Los tratamientos de salud y rejuvenecimiento le han provisto de un aspecto inmejorable. Alguien que no le conociera diría de él que no tiene más de 40 años, aunque en realidad triplique esa edad.
MePu termina de recoger y le dedica otra sonrisa cariñosa antes de llevarse la bandeja y el zumo y perderse, tras la cristalera impoluta, en el interior de la confortable vivienda en la que el hombre, tan viejo y tan joven a la vez, ha disfrutado de una vida larga y tranquila, reposada y sumamente agradable. Vista en perspectiva, la suya podría ser descrita de hecho como una vida ideal, el sueño de generaciones incontables de seres humanos que han luchado, sufrido y muerto sin conseguir más que migajas de felicidad, y a veces ni siquiera eso, sometidos a una existencia propia de galeotes cósmicos. Sin embargo, a él no le ha faltado de nada. Se ha emborrachado de lujos, de sexo, de aire puro, de momentos encantadores y risueños, de seguridad y placeres. Nunca ha tenido que preocuparse absolutamente por nada. La más simple de las enfermedades ha sido prevista y combatida genéticamente y con las técnicas de rejuvenecimiento. Su más mínimo capricho ha sido cubierto por la extraordinaria Seguridad Social Universal heredada de sus mayores. Ha disfrutado de MePu y de muchas otras como ella. Jamás se ha sentido amenazado. Nadie le ha gritado, ni le ha presionado, ni le ha pegado, ni le ha provocado siquiera. No ha tenido que superar retos, ni enfrentar problemas. No ha necesitado crecer interiormente. Ha disfrutado de una infancia casi eterna, cumpliendo todos y cada uno de sus caprichos.
Pero eso no le ha salvado, después de todo, de la inmensa marea de melancolía que comenzó a apoderarse de él poco a poco, a hurtadillas, hace ya unos años y que ha ido creciendo lentamente hasta ahogarle, sin que él supiera qué le estaba ocurriendo, por qué ya no iba todo perfectamente como siempre lo había hecho. Hasta que descubrió la razón.
Poco importa quién y por qué provocó la última gran guerra. Lo único cierto es que el mundo devastado que sobrevivió a ella era un inmenso erial en el que murieron a millones durante la postguerra aquéllos que de alguna forma habían logrado evitar caer en los combates, las cadenas de atentados o el envenenamiento químico mundial. Sólo dos decenios después de que se registrara el final del conflicto, apenas quedaban en la Tierra menos de cien mil personas dignas de ser llamadas así, aisladas en sus domos automatizados con recursos naturales propios y provistos de todo tipo de servicios básicos que, fuera de ellos, los desdichados que aún se arrastraban por las estepas estériles reducidos a la condición de antropoides ciegos no podían ya ni imaginar. Esas ínsulas fortaleza fueron el último refugio, no de la humanidad, sino de los parásitos que habían vivido toda su vida a costa de ella y que, ahora, tras destruirlo por fin, se dedicaron a vivir con comodidad, reduciendo progresivamente sus preocupaciones gracias a la creciente robotización de su cultura, que les mantenía a salvo de los viejos desafíos.
Al principio estudiaron, incluso se divirtieron, analizando desde la seguridad de sus domos la decadencia de los últimos hombres y mujeres dignos de ser denominados de esta manera: los luchadores, los dispuestos a enfrentar los problemas, los creativos en busca de soluciones, los solidarios con su tribu... Pero no podían ganar, naturalmente. La destrucción había sido de tal calibre que malvivían sobre arenas movedizas y era una simple cuestión de tiempo que terminaran engullidos por ellas. Cuando al fin desaparecieron, los parásitos se convirtieron, como siempre lo habían deseado, en los herederos del planeta. Pacientemente protegidos en sus refugios, asistieron a la curación de la tierra, del aire y del mar. Dejaron que la Naturaleza obrara su labor misteriosa y reconstruyera el mundo del que ahora sólo ellos iban a disfrutar.
No necesitaban trabajar, ni resolver problemas. Ni siquiera preocuparse por su alimentación, garantizada por sus cada vez más desarrollados asistentes robóticos. La molicie y la despreocupación, el capricho efímero y la ausencia de responsabilidad se convirtieron enseguida en sus normas de vida. Cada vez dependían más de sus máquinas, hasta que renunciaron a sus últimos arranques de iniciativa y, a partir de entonces, se limitaron a dejarse acunar. La existencia se convirtió en una plácida sucesión de días monótonamente felices, anodinos, desprovistos de objetivos y ambiciones. Y, de esta forma, sus generaciones fueron disminuyendo con lenta pero segura cadencia, tanto más rápida cuando mayor número de comodidades y menor número de problemas debían afrontar, merced a sus avances tecnológicos. Más pronto de lo que nunca habrían previsto, los parásitos quedaron reducidos a unas pocas docenas, desperdigados por un planeta que cicatrizaba sus heridas también de forma más temprana de lo que habían supuesto en un primer momento. Esto tenía algo bueno, razonaron: cuantos menos fueran, a mayor número de recursos tocarían. Pero la entropía es una ley de hierro, que escapa a los cálculos de los simples y termina ahogando la materia tarde o temprano.
Un día, Perkus Frank descubrió que era el último. En su inmenso egoísmo, aquél en el que había sido educado desde antes de nacer, nunca había necesitado tratar ni siquiera con los ya escasos parásitos que existían cuando él nació. O, mejor dicho, cuando fue nacido gracias a la tecnología de reproducción. Supo así que, cuando él falleciera, la especie se extinguiría. No quedaría ningún humano, fuera o no parásito, en aquella bola de agua y arcilla que caía eternamente por el cosmos girando alrededor del Sol. No era algo que tuviera que preocuparle especialmente, pero desató en él la melancolía.
Ahora, no sabía por qué, lo único que deseaba era que todo se consumara, que llegara el fin sin mayor dilación. No tenía otra ambición, ni otro deseo, ningún motivo para hacer otra cosa. Se dejaba estar, sin hacer nada, sin comer, sin preocuparse por ninguna circunstancia de ningún tipo -¿no era eso lo que siempre había hecho?-. Sólo esperaba la muerte, pues tanto tiempo sin enfrentar retos, sin resolver desafíos, le había privado incluso de la imaginación y la voluntad necesarias como para plantearse que él mismo podía provocarla de mil maneras que nunca se le ocurrirían.
MePu, Mechanische Puppe, aguarda junto a la cristalera, callada y obediente, como de costumbre. No sabe qué sucederá con ella cuando amo Perkus fallezca, pero tampoco le preocupa. La crearon para servir y eso ha hecho desde el mismo momento en el que fue programada, tan hermosa.
El problema es que Perkus Frank no termina de morir. Y ni siquiera sabe blasfemar por ello, pues la soberbia tecnológica de los suyos le privó entre otras cosas de la fe necesaria para un día poder renunciar a ella al maldecir a los dioses.