Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 26 de enero de 2018

Por la pendiente

Sabemos muchas cosas y al mismo tiempo las ignoramos. ¿Cómo es eso posible? Porque no las comprendemos, debido a nuestro lamentable nivel consciente. Somos como esos analfabetos funcionales, capaces de leer un texto pero que, una vez han terminado con él, se muestran incapaces de sintetizarlo porque no lo han entendido, no lo han digerido en su interior y, en consecuencia, el significado que contenía les ha atravesado y se ha perdido, como el rayo de luz pasa a través del cristal. Limpiamente y sin dejar huella. Filosofando el otro día delante de unas cervezas en compañía de un colega, me impresionó redescubrir esta verdad -que conozco desde hace tantos años y que sigo olvidando, y recordando, una y otra vez- a propósito de una conversación sobre los últimos y alucinantes avances tecnológicos de nuestra sociedad actual, que en muy pocos años han llevado nuestra existencia al borde de la Ciencia Ficción y en muy pocos años más la llevarán aún más allá.

Citando a mi colega: "Si tuviéramos una máquina del tiempo y nos trajéramos a nuestra época a un neanderthal, o incluso a un 'homo sapiens' de hace 30.000 años, sería un verdadero superhombre. Por ejemplo, podría ver mucho más y mejor que cualquiera de nosotros, porque nuestra vista fue diseñada para ver y distinguir a grandes distancias, tanto a las presas como a los depredadores, en amplias llanuras. Pero desde hace mucho tiempo vivimos en ciudades y cuando levantamos los ojos sólo tenemos edificios delante. Eso, cuando salimos de casa o de la oficina o del bar, porque hacemos muchísima menos vida al aire libre que nuestros ancestros, que normalmente sólo iban a su casa o a su cueva, si la tenían, para dormir.  Por eso, ese sentido ha degenerado en nosotros: ya no lo utilizamos como antes. Igualmente, ese neanderthal viajero en el tiempo también oiría mucho mejor, percibiría ruidos y tonos que ni el más fino de nosotros podríamos intuir hoy día. Sería como uno de esos perros que está tan tranquilo y que de repente levanta la cabeza, con las orejas en punta, para escuchar algo que nosotros no podemos porque tenemos los oídos abotargados de ruido. Y ya no te digo si tuviéramos que enfrentarnos a él: podríamos romperle un palo de béisbol en la cabeza, que el tipo ni se enteraría. En cambio, de un bofetón él nos mandaría al otro extremo de la habitación. Y no sé si llegaríamos vivos."

Todo esto venía a cuenta de la decadencia progresiva del homo sapiens durante los últimos siglos -acelerada en los ciento y pico años más recientes-  a medida que el desarrollo tecnológico y científico ha ido ampliando el catálogo de comodidades a su disposición. Yo expresaba mis temores acerca de la creciente injerencia en la vida cotidiana de la inteligencia artificial mediante los actuales dispositivos de telecomunicaciones: ésos que completan las frases de tus programas de mensajería a medida que vas escribiéndolos, que te aconsejan un restaurante cuando detectan donde estás, que te sugieren que actúes de una manera u otra tras examinar y evaluar las actividades que has incluido en tu agenda digital..., y que pronto harán muchas más cosas, algunas de ellas francamente preocupantes -o al menos a mí me lo parece-. "Táchame de neoludita", le dije, "pero me inquieta sobremanera el hecho de que cada vez más labores humanas estén siendo delegadas en máquinas". Nos hacen la vida más fácil, sí, pero podrían terminar por reducir al hombre a la categoría de un frágil flan de vainilla, dependiente siempre de sus "cacharritos" e incapaz de valerse por sí mismo en un futuro más cercano de lo que pensamos.

"Es que eso ya está sucediendo ahora mismo. Es que viene sucediendo desde que empezamos a desarrollar comodidades, incluso las más primitivas", me recordó mi colega, quien considera el proceso de degeneración física como algo inevitable en el devenir humano. Y es un hecho que un ciudadano contemporáneo medio no sería capaz de sobrevivir en las condiciones a las que tuvieron que enfrentarse la mayor parte de nuestros antepasados. Por no retroceder excesivamente en el tiempo, hagamos una excursión a la segunda mitad siglo XIX y pensemos en la guerra entre el ejército colonial británico y el pueblo zulú. Los oficiales europeos pronto descubrieron que, a pesar de la superioridad que les confería la potencia de fuego de sus cañones y de sus fusiles Martini-Henry, los africanos no sólo les aventajaban ampliamente en número sino en movilidad. Las tropas de infantería del imperio regido por Victoria podían recorrer, bien calzadas, unos 30 kilómetros diarios, mientras que los guerreros del rey Cetshwayo cubrían mucha más distancia con los pies desnudos y además corriendo durante buena parte del trayecto. No sólo eso, podían moverse con una discreción asombrosa, como se demostró en la famosa batalla de Isandlwana, en enero de 1879, cuando unos 25.000 zulúes arrollaron literalmente a algo más de 2.000 británicos, tras alcanzar sus posiciones prácticamente sin ser descubiertos hasta el momento de lanzar su ataque... 

A un ciudadano promedio de hoy, acostumbrado a ir en coche hasta para acercarse a comprar el pan (con aire acondicionado o calefacción, según el tiempo que haga, por supuesto) y por tanto con un nivel de resistencia física muy inferior, se le haría un poco cuesta arriba plantearse combates de este tipo después de varios días de marchas agotadoras. De hecho, ¿cuántos kilómetros diarios caminamos cualquiera de nosotros en nuestra vida corriente? Y a quienes puedan objetar que no es posible comparar a soldados o guerreros con ciudadanos normales y que, para ser justos, habría que equipararlos con soldados actuales, hay que recordarles que tanto los británicos como los zulúes en aquella época no tenían una formación militar tan exhaustiva como la que existe en los ejércitos contemporáneos. Muchos soldados británicos eran pobres diablos sin oficio ni beneficio, a los que les habían entregado una casaca roja y les habían enseñado a pegar dos tiros, antes de mandarles al fin del mundo a fuerza de durísima disciplina. Y en cuanto a los zulúes, casi todos ellos eran guerreros por su propia naturaleza como pueblo, no por tener un entrenamiento militar específico.

Esto es un pequeño ejemplo, pero el deterioro físico del homo sapiens como especie, aunque imperceptible a una escala de vida corriente, parece bastante evidente si uno no se deja cegar por las fantasías del progreso, empeñado en contarnos que marchamos hacia una nueva Edad de Oro en todos los sentidos. Es el caso de un economista de la Universidad de Oxford llamado Max Roser que ha publicado recientemente un estudio elaborado sobre datos recogidos por organismos oficiales. Su conclusión es que los últimos 200 años han supuesto un enorme avance no ya económico, sino social para la Humanidad en su conjunto y en distintos ámbitos. En su opinión, "no vemos el progreso porque no somos conscientes de lo mal que se vivía en el pasado" y aporta datos comparativos para convencernos de ello. Pero ¿es real su análisis?

Así, en 1820 -unos 60 años antes de la guerra anglozulú- la mayoría de la gente vivía en condiciones hoy calificadas como de "extrema pobreza", con el equivalente de 1,90 dólares de gasto al día por persona. En 1950 el porcentaje de pobres extremos se había reducido a las tres cuartas partes, en 1980 a algo más del 40 % y en 2017 eran menos del 10 %. Y eso mientras la población mundial se ha multiplicado por siete. ¿No es esto acaso una prueba de que hemos mejorado?, se pregunta el economista.

Dejando aparte el hecho de la diferencia de percepción acerca de lo que es importante en la vida (tan habitual en los que practican análisis entre el pasado y el presente cuando aplican estándares de hoy a los antiguos modos de vida basados en valores muy  diferentes), Roser no explica el precio que hemos pagado -y seguimos pagando- por este avance: sustituir al ciudadano por el consumidor. Es cierto que en el siglo XIX sólo una pequeña minoría gozaba de lujos que hoy nos parecen normales a los ciudadanos occidentales, como la disponibilidad de agua en el hogar durante las veinticuatro horas del día simplemente abriendo y cerrando un grifo. Pero no lo es menos que un habitante promedio de una población de la época vivía una existencia en general mucho más tranquila: sin la ansiedad generada por el constante bombardeo de información (con noticias casi siempre malas) de los medios audiovisuales, sin el estrés producto de la "necesidad" de comprar lo último en moda o tecnología, sin la mecanicidad de agendas cargadas y extenuantes que, no es que no nos dejen tiempo para estar con nuestras parejas o familias, sino para reunirnos con nosotros mismos. Entre otras cosas.

Roser habla también de aspectos sanitarios, como la elevada mortalidad infantil. Para 1800, indica, más del 40 % de los recién nacidos fallecía antes siquiera de cumplir cinco días de vida, daba igual el país del planeta en el que nacieran. En 2015, esa cifra se ha reducido al 4,3 %. Otra buena noticia, a priori. Y es cierto que la mejora en las condiciones de salud e higiene han elevado mucho la calidad de vida y el tiempo que viven las personas pero, aunque suene brutal, es preciso hacerse la pregunta: ¿es realmente tan buena noticia como parece, desde el punto de vista de la especie humana? Planteo esta cuestión teniendo en cuenta que según cálculos de la ONU la población mundial hoy día alcanza unos 7.500 millones de personas y, de continuar las condiciones hoy vigentes, superaremos los 10.000 millones en 2060. Nuestro planeta soporta a duras penas nuestras actuales exigencias de comida, agua potable y aire respirable, por citar las más básicas. ¿Soportará los 10.000 millones o incluso más? Tengo serias dudas de que la propia Naturaleza no dé un "puñetazo en la mesa" y evite que lleguemos a ese número con una intervención directa (conoce muchas formas de hacerlo y lo ha hecho antes, con el ser humano y con otras especies). Eso, si antes no nos matamos entre nosotros -a mayor escala de lo que ya lo estamos haciendo ahora, quiero decir, aunque no queramos darnos por enterados, mientras vemos series de televisión cómodamente sentados en el mullido sofá de casa- por unos recursos cada vez más escasos.

Por sí misma, la Naturaleza es muy selectiva: en una especie dejada a su libre albedrío, siempre sobreviven los mejores ejemplares. Los mejores no son necesariamente los más fuertes, sino que pueden ser los más inteligentes, los más veloces o los más hábiles. En todo caso, los que mejor se adaptan a los cambios constantes a los que estamos sometidos en la vida material. Los niños que llegaban a adultos a principios del siglo XIX lo lograban con ayuda de alguna dosis de suerte pero, sobre todo, por la fortaleza interna de su genética. Eran los mejores ejemplares del animal humano, sin duda. Precisamente esa limitación demográfica alimentaba la ilusión de que los recursos terrestres eran inagotables: los procesos naturales podían reponer en tiempo y forma los derroches y abusos de ese puñado de homo sapiens. Pero no es lo mismo 1.000 millones de personas (las que se calcula que había en 1800) derrochando que 7.500 millones haciendo lo propio...

Por lo demás, habría que hablar mucho sobre la salud. Hoy hemos avanzado muchísimo en medicación y tratamientos de todo tipo de enfermedades. Es difícil que alguien pueda morir por culpa de una caries, como le sucedió a Ramsés II, uno de los faraones más poderosos del antiguo Egipto, cuyo reinado duró nada menos que 66 años y que falleció víctima de una septicemia provocada por una dentadura mal cuidada. No deberíamos tachar de ignorantes a los egipcios de la época, teniendo en cuenta que los médicos del siglo XXX -si nuestra especie existe aún entonces y ha logrado evolucionar a mejor- probablemente curarán el cáncer más terrible y fulminante que hoy podamos conocer ingiriendo un par de pastillas. Pero seguro que en su época también tendrán otras enfermedades tremendas a las que no sabrán como enfrentarse y que, a su vez, serán pan comido para los del siglo XL. En todo caso, ¿qué es mejor? ¿Vivir treinta o treinta y cinco años en plenas facultades físicas antes de morir, como quien dice, "en la flor de la vida" o alcanzar los ochenta, los noventa y hasta los cien años en un estado lamentable, con degeneración progresiva de las facultades físicas (ya no hablo de los horrores de la decadencia mental), encadenados a medicinas y máquinas, saboreando el declive propio y de nuestros familiares, amigos y conocidos? Sé que esta pregunta es absurda para un materialista convencido, pero yo no soy uno de ellos y tengo mi propia respuesta desde hace mucho tiempo. Y en esa respuesta se incluye una clave básica: en la vida nunca importa la cantidad, sino la calidad. 

Por lo demás, las mejoras de salud que hemos experimentado en los últimos años no son para siempre, si no nos preocupamos por mantenerlas. El mago Gran Gran Houdini, que por experiencia directa sabe unas cuantas cosas acerca de medicina (¿Un mago con capacidades terapéuticas? No es tan extraño) me ha comentado en más de una ocasión que la actual generación de españoles "no cumpliremos tantos años como nuestros padres o nuestros abuelos" precisamente por la razón de que "por más que lloriqueen hoy los 'millennials', la vida hoy día es mucho menos exigente que la que tuvieron que experimentar los que nacieron durante la guerra civil (de 1936/1939) o la postguerra y en consecuencia nuestros cuerpos no aguantarán lo que ellos han aguantado". Eso por no mencionar el aire contaminado que respiramos, el deterioro causado por el sedentarismo, el abuso de los antibióticos en la carne que comemos, los escandalosos porcentajes de azúcar de los productos agroalimentarios y otros pequeños factores contemporáneos. No es nada de lo que uno se pueda asombrar: un boxeador que ha participado en 50 combates y que sólo cobrará por su participación en ellos si los gana aguantará la mayor parte de los puñetazos que reciba en el combate número 51, por duros que sean. Pero otro boxeador que haya participado en media docena de peleas sin jugarse nada en el envite, es mucho más probable que se vaya a la lona si recibe un buen gancho.

 "Si conoces a algún chaval que quiera estudiar algo relacionado con el cuerpo humano y no sepa qué", añadía el Gran Gran Houdini, "recomiéndale que se dedique a la otorrinolaringología y que se dedique a los audífonos: es un negocio seguro para el futuro. Cada día escuchamos peor, debido al ruido que soportamos en nuestra vida cotidiana y el porcentaje de gente que necesita un sonotone está en franco crecimiento, desde edades cada vez más tempranas". Es éste un problema muy de aquí, puesto que España figura desde hace años en segundo lugar, tras Japón, en las listas de países del mundo con mayor contaminación acústica...

Volviendo a Roser, aporta otros datos de mejora a los que les pasa lo mismo que a los anteriores. Hay una parte cierta, que es la que él destaca, y otra de la que no se habla, pero que establece un contrapeso evidente. Por ejemplo, la alfabetización. En 1800, 1 de cada 10 mayores de 15 años sabía escribir. En 1930, la proporción había crecido a 3 de cada 10. Hoy, son 8 de cada 10. Estupendo. Cada día hay más personas que saben leer (pues para escribir, recordemos, hay que saber leer previamente) pero, dejando aparte el caso de los analfabetos funcionales antes citados, ¿en qué se traduce eso exactamente? Los informes de lectura anuales de la Federación Española de Gremios de Editores son bastante desalentadores. El último, de 2017, constataba la pérdida de 700 librerías entre 2012 y 2013, la reducción en un 25 % del número de puntos de venta de prensa en el último decenio o un porcentaje próximo al 40 % entre las personas que reconocían no haber leído ningún libro durante el último año. Hay un dato que sería muy interesante conocer pero por su propia naturaleza resulta muy difícil de averiguar y es hasta qué punto estos lectores se han beneficiado de la actividad lectora. Quiero decir, más allá de entretenerse o disfrutar de un libro en concreto, ¿les ha hecho eso mejores personas? ¿Han aprendido algo, han obtenido un significado que les sirva en la vida? Es obvio que no es lo mismo leer El principito de Saint-Exupéry, donde se pueden encontrar enseñanzas muy interesantes para aplicar en nuestra existencia, que 50 sombras de Grey, de una autora de la que no recuerdo ni el nombre. 

En fin, el asunto es que marchamos con paso firme hacia la decadencia física definitiva. No es ninguna sorpresa porque conocemos bien los efectos de la segunda ley de la termodinámica y cómo se va incrementando poco a poco el efecto desorganizador de la entropía. El futuro imaginado por el materialismo nos conduce hacia esa estampa, tan típica de algunas historias de Ciencia Ficción, en la que lo único que sobrevive de un ser humano es su cerebro, flotando en un tanque de sustancias nutritivas y protegido por un sólido envoltorio de metal y cristal. O tal vez cambiando de androide en androide, como en aquella película de Jonathan Mostow, Los sustitutos. Por suerte, la materia densa, la que nos rodea y somos capaces de apreciar en esta vida, es sólo un fragmento -y no el más importante- de la existencia real.







viernes, 19 de enero de 2018

Race

Entre las maravillas del santuario de Olimpia, poco antes del sendero que conduce al estadio -y que un día estuvo coronado por arcos de los cuales apenas queda uno en pie-, todavía se puede encontrar una serie de bases de piedra a las que el turista apresurado no suele hacer mucho caso, pero que para el viajero consciente supone un lugar digno de reflexión. Son los pedestales de los Zanes, unas estatuas de Zeus -en cuyo honor, como primero de los olímpicos, fueron fundados los Juegos-, hoy desaparecidas, que fueron fundidas en bronce y pagadas con las multas que los jueces imponían a los atletas que violaban las normas de competición, como simular lesiones o sobornar a un adversario, entre otras. En su Descripción de Grecia, el viajero Pausanias dejó por escrito, para póstumo deshonor, el nombre de los tramposos con cuyo dinero se pagó la construcción de los primeros Zanes: Agetor de Arcadia, Pritanis de Cíclico y Formión de Halicarnaso. En estos pedestales, los griegos antiguos grabaron el nombre de los castigados y su ciudad de procedencia pero, aún más importante, una serie de versos que debían leer forzosamente los atletas que se dirigían al estadio olímpico, porque pasaban justo por delante. En ellos se les exhortaba a abrazar a Niké, la diosa de la victoria, por sus propios méritos como atletas, no a través de la corrupción del dinero. Este templo del deporte lo era también del honor.

Olimpia es uno de los más importantes decorados de una de mis novelas, La tumba de Gerión (Ed. GoodBooks), y no ha sido una casualidad -nunca lo es- que poco después de cumplir un anhelo de muchos años y haber podido pisar por fin su suelo sagrado (maravillado ante los escombros del Templo de Zeus, entusiasmado entre los restos de la palestra, conmovido en las ruinas de la basílica que erigieron los destructores del taller de Fidias, fascinado por el Filipeo...) haya tenido oportunidad de ver una película cuyo título original pierde por completo su significado al ser traducido al español. Se trata de Race, una palabra de significado ambiguo que se puede traducir como Raza y también como Carrera. Su guión se basa en los triunfos deportivos del atleta norteamericano Jesse Owens en los JJ.OO. de Berlín en 1936. Como en nuestro idioma no existe una palabra o expresión equivalente, aquí llegó a los cines con el título mucho más soso de El héroe de Berlín. En realidad, la traducción española hace más justicia a una producción con más hechuras de telefilm que de largometraje, con un guión previsible y no a la altura del ingenioso título original. Su director es, por cierto, Stephen Hopkins, así que no nos debe extrañar el aire televisivo de Race.

Tenía curiosidad por ver esta película desde que se estrenó en 2016, pero no se presentó la oportunidad de verla en el cine en aquel momento. La escasez del tiempo necesario para disfrutar de la gran pantalla, la poquísima duración de las películas en los cines -donde las carteleras se renuevan tan rápida y gratuitamente como en los expositores de novedades editoriales- y la seguridad de que tarde o temprano, más bien temprano, estaría disponible en televisión, hicieron que me despreocupara de ella. Esta semana he podido finalmente verla y comprobar que no me ha decepcionado. Quiero decir, que era exactamente tan manipuladora como esperaba y que contribuye, como un ladrillo más, a construir ese muro de incomprensión y desinformación general respecto a una época -los años 30 del siglo XX- cuyo conocimiento popular a día de hoy lamentablemente deriva casi en exclusiva de las películas de Hollywood. ¿Quiere esto decir que cuenta mentiras? No. Sólo cuenta la verdad. Mejor dicho, sólo cuenta una parte de la verdad, lo que técnicamente conduce a la mentira, aunque por un camino más largo y sutil que el del engaño puro y duro.

Race cuenta la historia de James Cleveland 'Jesse' Owens, ese heroico atleta negro de EE.UU. que humilló a los malvados nazis en los Juegos Olímpicos de Berlín en los que el Tercer Reich quería demostrar la superioridad aplastante e indiscutible de la raza aria. Owens se rió de Hitler y de su camarilla al ganar delante de sus narices cuatro medallas de oro, una de ellas a uno de los ídolos alemanes del momento, Carl Ludwig Lutz Long. Tan contrariado se quedó el Führer, que se marchó del estadio, encolerizado y sin saludar al campeón. Owens fue todo un héroe (norte) americano, sí señor.

O eso es lo que nos han contado una y otra vez -otra vez, en esta película- durante años y años y más años... 

Lo cierto es que estamos ante, insisto, sólo una parte de la verdad, lo que contribuye a empañar el que debería haber sido un gran homenaje cinematográfico a este coloso del deporte. Veamos... En la primera parte de la película se muestra, con mucha suavidad -que contrasta aún más con el aire siniestro y a la vez torpe con el que, como de costumbre, se describe a las autoridades alemanas de la época-, el fuerte segregacionismo que se vivía en EE.UU. durante la juventud de Owens. De hecho, su familia era oriunda de una pequeña localidad de Alabama y emigró al estado de Ohio, a la ciudad de Cleveland -curiosamente, el mismo nombre del futuro atleta-, al norte del país, huyendo del irrespirable ambiente del sur para las personas de raza negra. De todas formas, el norte tampoco era un paraíso para ellas, pero sus excepcionales condiciones como velocista le permitieron acceder y destacar en el equipo universitario de atletismo. Pronto adquirió tanta fama que fue apodado y conocido como "la bala". Su extraordinaria progresión deportiva fue enfocada hacia la participación en los JJ.OO. de Berlín de 1936 y su superioridad física era de tal calibre que nadie dudó nunca de que sería uno de los principales miembros de la delegación yankee, aunque en la película se inventen unas supuestas dudas existenciales sobre si debería ir a un país donde "creo que no reciben bien a la gente como yo" según dice el actor que le interpreta en un momento dado.

En paralelo, el largometraje nos muestra las dudas de algunos miembros del Comité Olímpico Estadounidense sobre si participar o no en Berlín. Y se adorna con las clásicas secuencias de la Alemania hitleriana con cierre de tiendas de judíos y boicots a sus productos, además de redadas, en imágenes que hemos contemplado recreadas muchas veces. Por cierto que todavía no he visto en ninguna película sobre la Segunda Guerra Mundial -y mira que he visto películas sobre el tema- o ambientada en sus años preliminares, como es ésta, ni una sola secuencia sobre el boicot previo impulsado a nivel internacional por las organizaciones judías contra Alemania tras la victoria electoral de Hitler y su nombramiento oficial como canciller por parte del presidente Hindenburg a finales de enero de 1933. Cualquier historiador serio sabe (pero por alguna misteriosa razón, nadie lo cuenta nunca) que la coacción y las obstrucciones comerciales alemanas a los productos judíos del 1 de abril de ese año fueron una reacción a las reiteradas coacciones y obstrucciones comerciales judías previas a los productos alemanes en distintos países del mundo. Material para filmar y escribir guiones sobre este punto hay de sobra: por ejemplo, las protestas masivas organizadas por el American Jewish Congress en el Madison Square Garden o frente al Ayuntamiento de Nueva York en marzo de 1933, con el entonces famoso abogado judeoamericano Samuel Untermeyer pidiendo ya en aquel momento una "guerra santa" contra Alemania, cuando el Tercer Reich ni siquiera había planteado sus primeras medidas contra los judíos.

El boicot antialemán lo contaron varias publicaciones de la época pero quizá la fuente más impresionante sea la portada del 24 de marzo de 1933 del diario británico The Daily Express, que incluía un dibujo en el que aparecía el propio Hitler, de pie, y con cara seria, delante de una especie de tribunal rabínico que parecía juzgarle. E incluía un titular múltiple: "Judea declara la guerra a Alemania - Los judíos de todo el mundo se unen - Boicot a los productos alemanes - Demostraciones masivas." En el periódico inglés también se podía leer textos como éste: "Todo Israel en todo el mundo se está uniendo para declarar una guerra económica y financiera contra Alemania (...) catorce millones de judíos dispersados por el mundo entero estrechan filas unos con otros como un solo hombre a fin de declarar la guerra (...) contra el pueblo de Hitler (...) En Londres, Nueva York, París y Varsovia, los negociantes judíos están unidos para llevar adelante una cruzada económica". Atención, estamos hablando de 1933, seis años antes -seis..., vaya- del comienzo oficial de la Segunda Guerra Mundial.

(Aprovecho para explicar aquí que el término nazi con el que se califica, en ésta y en el 99,9 % de películas, a los alemanes durante la época del Tercer Reich no fue un término popular en aquel momento, fuera de ciertos círculos judíos, ni en Alemania, ni en Estados Unidos, ni en ningún otro país. La palabra no es más que una contracción de Nationalsozialistische -nacionalsocialista- y se la inventó el periodista y activista judeoalemán Konrad Heiden como término despectivo para los militantes del NSDAP, el partido nacionalsocialista alemán, para emplearla de forma similar al nigger con el que los estadounidenses blancos se referían despectivamente a los negros -y que podría traducirse en español como negrata-. Heiden construyó la expresión imitando una contracción que ya existía, sozi, para referirse a Sozialistische o socialista, aunque entonces el significado político de este término estaba más cerca del comunismo que de lo que hoy se considera socialismo.)

Pero volvamos a Owens. La parte culminante de Race es la competición en los JJ.OO. de Berlín y aquí encontramos todos los tópicos que rodean la historia de este legendario atleta y que fragmentan la verdad. Conocemos ésta, gracias a lo que publicaron los periodistas de medios de todo el mundo en sus diarios y también por las entrevistas y declaraciones que concedió a posteriori el propio Owens recordando su experiencia en Alemania. Anoto a continuación los puntos más importantes, que podrían desarrollarse más ampliamente.

* Nadie discriminó a nadie en los JJ.OO. de Berlín, cuyo desarrollo fue modélico, con un respeto absoluto de público y jueces hacia los competidores. De hecho, en la película hay una escena chocante -para las personas no informadas- en la que Owens y otro deportista también negro, descubren, asombrados, que comparten alojamiento, comida y trato con sus compañeros blancos. En Alemania, nadie les discrimina por su raza: ése es un privilegio impensable en los EE.UU., donde, como se aprecia en una de las escenas previas, los autobuses tenían asientos diferenciados para blancos y para negros y obvio es decir cuáles eran los mejores y cuáles los peores.

* Los alemanes no odiaban a Owens ni a ningún atleta negro, ni amarillo -en aquellos Juegos también hubo competidores asiáticos, como los japoneses, los chinos o los filipinos- o de cualquier otro color que no fuera el blanco. En este sentido, la película tampoco puede esconder el contraste entre los abucheos que recibe el protagonista durante sus competiciones en Estados Unidos por culpa de su raza con el magnífico recibimiento que tuvo la selección norteamericana -con aplausos, vítores y flores- y él en particular, pues era muy conocido por sus hazañas deportivas. El propio Owens agradeció, tras ganar la primera de sus medallas de oro, "el entusiasmo deportivo de los espectadores alemanes, la caballerosa actitud del público. Pueden decirle a todo el mundo que agradecemos la hospitalidad alemana." Esta actitud humilde y la prodigiosa suma de cuatro medallas en el Berliner Olympiastadion impulsó su fama hasta límites nunca vistos y tuvo que firmar numerosos autógrafos. Llegó a estar tan agobiado por el público y la prensa que su compañero, también negro y de físico parecido al suyo, Herb Fleming aceptó pasarse por él en varias ocasiones para liberarle de tanta presión.

* Un tercer punto que no puede obviar el largometraje por ser demasiado conocido es la amistad entre Owens y Long, que se mantuvo durante años. La ayuda que el saltador germano le prestó fue más allá de lo que se ve en la pantalla: simplemente colocando una prenda en el punto donde su rival norteamericano debía saltar, como si él no lo supiera. Según revelaría el propio Owens más tarde, había seguido algunos consejos técnicos de Long. No hay que olvidar que Owens era velocista, no saltador. Además, el atleta germano aparece en la película como crítico al gobierno alemán, pero cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial no tuvo problemas en alistarse en la Wehrmacht, pese a que los deportistas de elite disponían del privilegio de eludir la primera línea y quedarse en la retaguardia. Combatió con valor y en 1943, durante la invasión aliada de Sicilia, fue herido en combate. Murió en un hospital de campaña del ejército británico.

* Hitler no se retiró del estadio olímpico para no saludar a Owens. Al contrario,  el primer día estuvo presente prácticamente durante toda la jornada en el estadio, entusiasmado con la marcha del acontecimiento deportivo, y quiso felicitar uno por uno y en público a los vencedores. Fue el presidente belga del Comité Olímpico Internacional, Henri Baillet-Latour, quien en nombre de su organización y tras los primeros saludos, le encareció a que dejara de hacerlo. Adujo cuestiones de protocolo olímpico, aunque en realidad trataba de evitar que el Führer rentabilizara políticamente los éxitos deportivos, además del de la organización de los Juegos. Ballet-Latour obtuvo satisfacción inmediata a sus exigencias, puesto que Hitler no volvió a saludar en público a ningún otro atleta, de ningún país y de ningún color. Eso sucedió justo antes de la siguiente prueba, que fue ganada por un negro de la selección norteamericana..., pero no por nuestro protagonista, sino por Cornelius Johnson, quien logró el oro en salto de altura. Es más, Owens contó en varias entrevistas que Hitler le saludó personalmente desde la tribuna tras ganar su tercera medalla, la de los 200 metros, e incluso hay un fuerte rumor acerca de la existencia de una fotografía en la que ambos se estrechan la mano en privado, detrás del palco, aunque nunca se llegó a hacer pública.

* En la película, el entrenador de Owens busca unas zapatillas para su pupilo y, como no le llegan de Inglaterra, busca a un fabricante local, Adi Dassler, el futuro fundador de la compañía Adidas. En la realidad, fue Dassler quien convenció a Owens para que llevara sus zapatillas, que entonces fabricaba con su hermano en la fábrica que llevaban conjuntamente, con lo que le convirtió así en el primer atleta patrocinado de los JJ.OO. Recordemos que el corredor de Alabama era muy conocido en Alemania antes de visitarla.

* Al finalizar los Juegos, el Tercer Reich patrocinó una exhibición del equipo estadounidense, incluyendo al propio Owens, en Colonia, donde otra multitud de fans les aplaudió con pasión. Qué diferencia con el trato que recibió "el héroe de Berlín" al regresar a Estados Unidos... Si bien es cierto que tuvo un recibimiento espectacular al llegar a Nueva York, con desfile incluido, no lo es menos que la prensa y las principales autoridades políticas y deportivas (empezando por la Casa Blanca y el mismísimo Franklin Delano Roosevelt) le ignoraron..., olímpicamente. El éxito deportivo de EE.UU. en Europa lo había conseguido un negro y, además, un negro que no criticaba a los alemanes sino que agradecía constantemente su buena acogida. Si hubiera sido un blanco y hablara mal de ellos, hubiera sido recibido por Roosevelt, entrevistado en todos los periódicos y radios y logrado subvenciones múltiples para dar continuidad a su carrera deportiva, como otros atletas -el propio Long siguió compitiendo por Alemania y, en los Europeos de Atletismo de París en 1938, fue tercero-. En lugar de ello, a Owens su propio país le prohibió viajar invitado a Suecia junto con sus compañeros de selección para una exhibición similar a la que había hecho en Colonia y, una vez en casa, le retiró la categoría de amateur, lo que significaba el final de su carrera deportiva. A pesar de ser uno de los mejores velocistas de la Historia, nunca volvería a competir..., si exceptuamos las denigrantes carreras en espectáculos públicos, corriendo incluso contra caballos, a las que se vio obligado a recurrir para ganarse la vida. Regresó al anonimato de ciudadano de segunda clase en Estados Unidos. Estos detalles no aparecen en la película, que de todas maneras no tiene más remedio que admitir, al final, el maltrato del país "campeón de la democracia" a uno de sus hijos más brillantes, en el plano deportivo...

Los Juegos Olímpicos de la Antigüedad nacieron como un ritual religioso, más que deportivo: como una ofrenda a los dioses de lo mejor que podía ofrecer el ser humano, tanto en el plano físico como el de la virtud. Eran un atractivo sustituto de la guerra para las ciudades Estado de la Hélade, que así podían disfrutar de héroes locales y victorias sobre sus adversarios sin necesidad de derramar sangre y perder lo mejor de su juventud en los campos de batalla. La recompensa que obtenían los ganadores, aparte de la fama y la gloria, varió mucho a lo largo de los siglos y en función de las ciudades de los que eran oriundos. Aunque en los primeros Juegos el símbolo de la victoria era una manzana, pronto fue cambiado por una corona de olivo salvaje, que era la concedida en la propia Olimpia, y a la que en épocas sucesivas se unieron otros reconocimientos simbólicos como una cinta de lana para la cabeza o una hoja de palma. Sin embargo, al regresar cada cual a su polis, las autoridades locales adjudicaban los premios particulares que desearan o estuvieran previamente fijados: desde la entrega de recompensas económicas hasta la erección de estatuas, el nombramiento de cargos públicos o, como en el caso de los espartanos -mis queridos espartanos-, obtener el privilegio de luchar junto al rey en primera fila de futuros conflictos bélicos.

Los Juegos Olímpicos actuales tienen poco de religión y tampoco les queda demasiado de deporte. Como ha sucedido en tantas actividades humanas, el dinero ha corrompido su espíritu inicial y hoy el principal objetivo de la inmensa mayoría de los que participan en ellos no es honrar a los dioses ni mejorar la calidad humana de sus participantes, sino ganar dinero y prestigio nacional a costa de unos deportistas que, más que seres humanos, son robots llevados al límite de sus fuerzas físicas y mentales con tal de subir a lo más alto del podio. No importa lo que piensen, lo que sientan, lo que sufran o lo que deseen: sólo que ganen.


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En los JJ.OO. de Berlín, Alemania ganó 89 medallas (33 de oro, 26 de plata y 30 de bronce, en primera posición en las tres categorías). En total, cosechó las mismas medallas que la suma de las tres potencias internacionales más importantes del momento: Reino Unido obtuvo 14, Francia logró 19 y Estados Unidos llegó a 56. ¿Realmente alguien puede pensar que Hitler se sintiera humillado por los 4 triunfos del atleta de Alabama?





viernes, 12 de enero de 2018

El canal

Finalmente, llegó el nuevo año y, con él, el regreso de mis pequeñas vacaciones navideñas en Walhalla, que se me han hecho más cortas que nunca. La verdad es que me ha costado reincorporarme a las clases de la Universidad de Dios y creo que el primer día sólo conseguí llegar a tiempo porque la primera hora estaba a cargo de mi profesor favorito que, ocioso es decirlo, es el de Misticismo y Paradojas, mulá Nasrudin. Nunca me pierdo una de sus clases. Y, como quiera que yo no era el único alumno que se presentaba con pocas ganas de trabajar, para ponernos las pilas decidió contarnos otra de sus edificantes aventuras: la que le condujo al llamado Pueblo de los Números que, según algunas versiones, podría estar no muy lejos de Konya.

No es que la población local estuviera compuesta por números en lugar de por homo sapiens, sino que a éstos últimos se les daba muy bien jugar con los primeros. El pueblo contaba con apenas un centenar de familias, era tranquilo y acogedor y poseía tierras fértiles en su entorno, pero padecía un problema engorroso: el río que mucho tiempo atrás corría por la zona y junto al cual fue fundado, se había secado hacía más años de lo que podía recordar el más viejo del lugar y tampoco había ningún pozo que permitiera abastecerse de agua con facilidad. Así que los habitantes de la zona no tenían más remedio que viajar a buscar el líquido elemento a otro río ubicado en una montaña a una hora de camino de allí. Todos los días, cada familia enviaba a alguna persona junto con uno de sus burros cargado con distintos recipientes vacíos para llenarlos de agua y volver al pueblo con ella. 

Cuando Nasrudin llegó a la localidad, fue muy bien recibido pues ya entonces era bastante conocido y había adquirido un cierto prestigio por sus extravagantes pero acertados métodos para juzgar los acontecimientos de la vida. El caso es que se alojó en una de las mejores granjas del lugar, cuyo dueño le agasajó con todo tipo de viandas pero, al ver que el agua escaseaba y preguntar por qué, su anfitrión le explicó lo que sucedía. El mulá preguntó, desconcertado:

- Escúchame: ¿no viviríais mejor si tuvierais agua en el pueblo y no necesitarais ir a buscarla?

- ¡Dímelo a mí! -contestó el granjero quien, a continuación, mostró a Nasrudin el porqué del nombre de Pueblo de los Números para aquel villorrio- Fíjate, cada día envío a mi sirviente con uno de mis burros. La caminata de ida y vuelta para ambos supone 2 horas de trabajo de cada uno, o sea 4 horas diarias, o sea 1.460 horas anuales. Si pudiera dedicar a los dos a las labores del campo durante ese tiempo, podría plantar y cultivar un campo más de los que tengo. Por ejemplo, podría plantar berenjenas, y, con la cosecha que obtendría, que como mínimo sería de 547 berenjenas, ganaría dinero suficiente para comprarme una vaca y una oveja.  

- ¿Y por qué no construir un canal que traiga agua del río de la montaña hasta aquí? No sería tan difícil, aprovechando la gravedad...

- Eso crees tú -sonrió el granjero con suficiencia-. Entre la montaña y el pueblo hay varias colinas pedregosas. Si pusiera a mi sirviente y al burro a cavar y asentar un canal en condiciones, a un ritmo de 2 horas al día tardarían unos 300 años en terminar el trabajo. Y, teniendo en cuenta mi edad, no me quedan más de 30 años de vida. Si dejara de fumar, probablemente unos 36 años. Como es lógico, resulta más coherente enviarles a por el agua cada día.

- Ya veo -asintió Nasrudin- pero no tienes por qué trabajar en solitario. Reúne a tus vecinos en tu casa y plantéales el proyecto.

- Ya lo he pensado. Teniendo en cuenta que hay 100 familias en nuestro pueblo, si cada una enviara cada día un sirviente y un burro es muy posible que el canal estuviera terminado en unos 3 años. Y si trabajaran a marchas forzadas, puede que la obra estuviera finalizada en sólo 1 año... Pero, claro, si tengo que reunir aquí a mis vecinos para plantear un proyecto tan importante, he de hacerlo de acuerdo al protocolo. Eso significa invitar a cada uno de ellos a té, azúcar y galletas y conversar sobre nuestras familias, nuestra descendencia, nuestras tierras y cosechas, la situación política, la meteorología..., para llegar finalmente al punto de mayor interés. Tendría que dedicar el día entero con un solo vecino. Y repetir esto 99 veces para poder hablar con todos ellos. No puedo estar más de 3 meses seguidos agasajando y debatiendo con mis vecinos sin ocuparme de mi granja... A lo mejor podría invitar un vecino por semana y, como cada año tiene 52 semanas, estaría casi 2 años hablando con ellos. 

- ¿Y crees que podrías convencerles?

- Sí, porque todos necesitamos el agua. Y todos somos buenos con los números: echaríamos cuentas y nos cuadrarían. Todos y cada uno prometerían participar si los otros participaran también. Así que, terminada la primera ronda de 2 años, tendría que empezar una segunda ronda para explicarles uno a uno que todos estamos dispuestos a llevar a cabo la obra.

- ¡Perfecto! En 4 años os habríais puesto de acuerdo y, en un año más, tendríais el canal construido.

- Qué va -negó el granjero, con aire pesimista-. Ten en cuenta que, una vez construido el canal, cualquiera podría utilizar el agua que llevara, tanto si hubiera ayudado a su construcción como si no. Sería imposible vigilarlo todo. Y,  si algún listillo no hubiera aportado el mismo esfuerzo que los demás, se beneficiaría más que ellos, lo cual resulta intolerable. Es más, alguno podría buscar la manera de no contribuir en absoluto y beneficiarse igual. Recuerda que a todos los habitantes de este pueblo se nos dan bien los números, por lo que buscaríamos la forma de aprovecharnos y racanear nuestro aporte, aduciendo enfermedad del sirviente, pérdida del burro, o cualquier otra excusa que se nos ocurriese. Si pudiéramos contribuir con un 95 % en lugar de con un 100 % al esfuerzo final, lo haríamos. Y si fuera un 80 % en lugar de un 95 %, mejor. Y si un 65 % en lugar del 80 %, aún mejor. Y así sucesivamente. Todos lo haríamos y todos sabemos que lo haríamos, así que ten por seguro que la construcción del canal ni siquiera comenzará.

Nasrudin se quedó pensativo durante un instante y añadió:

- Aunque tus razones son convincentes, estoy convencido de que debe haber una manera. Después de todo, viniendo hacia aquí he pasado por un pueblo como el vuestro, justo al otro lado de la montaña, que tenía exactamente el mismo problema... Y construyeron su canal hace ya casi 20 años. Ahora disfrutan de todo el agua que necesitan. Yo creo que incluso se permiten el lujo de despilfarrarla.

- Sí, conozco el pueblo que dices -reconoció el granjero, con tono despreciativo- pero a esas gentes nunca se le dieron bien los números, como a nosotros...

Cuando Nasrudin terminó su simpático y a la vez triste relato, puro pensamiento mágico, de inmediato me vinieron a la mente varias reflexiones explícitas y me puse a relacionarlo con la forma habitual de actuar de los homo sapiens. No obstante, creo que cada cual debe llegar a sus propias conclusiones...