Sabemos muchas cosas y al mismo tiempo las ignoramos. ¿Cómo es eso posible? Porque no las comprendemos, debido a nuestro lamentable nivel consciente. Somos como esos analfabetos funcionales, capaces de leer un texto pero que, una vez han terminado con él, se muestran incapaces de sintetizarlo porque no lo han entendido, no lo han digerido en su interior y, en consecuencia, el significado que contenía les ha atravesado y se ha perdido, como el rayo de luz pasa a través del cristal. Limpiamente y sin dejar huella. Filosofando el otro día delante de unas cervezas en compañía de un colega, me impresionó redescubrir esta verdad -que conozco desde hace tantos años y que sigo olvidando, y recordando, una y otra vez- a propósito de una conversación sobre los últimos y alucinantes avances tecnológicos de nuestra sociedad actual, que en muy pocos años han llevado nuestra existencia al borde de la Ciencia Ficción y en muy pocos años más la llevarán aún más allá.
Citando a mi colega: "Si tuviéramos una máquina del tiempo y nos trajéramos a nuestra época a un neanderthal, o incluso a un 'homo sapiens' de hace 30.000 años, sería un verdadero superhombre. Por ejemplo, podría ver mucho más y mejor que cualquiera de nosotros, porque nuestra vista fue diseñada para ver y distinguir a grandes distancias, tanto a las presas como a los depredadores, en amplias llanuras. Pero desde hace mucho tiempo vivimos en ciudades y cuando levantamos los ojos sólo tenemos edificios delante. Eso, cuando salimos de casa o de la oficina o del bar, porque hacemos muchísima menos vida al aire libre que nuestros ancestros, que normalmente sólo iban a su casa o a su cueva, si la tenían, para dormir. Por eso, ese sentido ha degenerado en nosotros: ya no lo utilizamos como antes. Igualmente, ese neanderthal viajero en el tiempo también oiría mucho mejor, percibiría ruidos y tonos que ni el más fino de nosotros podríamos intuir hoy día. Sería como uno de esos perros que está tan tranquilo y que de repente levanta la cabeza, con las orejas en punta, para escuchar algo que nosotros no podemos porque tenemos los oídos abotargados de ruido. Y ya no te digo si tuviéramos que enfrentarnos a él: podríamos romperle un palo de béisbol en la cabeza, que el tipo ni se enteraría. En cambio, de un bofetón él nos mandaría al otro extremo de la habitación. Y no sé si llegaríamos vivos."
Todo esto venía a cuenta de la decadencia progresiva del homo sapiens durante los últimos siglos -acelerada en los ciento y pico años más recientes- a medida que el desarrollo tecnológico y científico ha ido ampliando el catálogo de comodidades a su disposición. Yo expresaba mis temores acerca de la creciente injerencia en la vida cotidiana de la inteligencia artificial mediante los actuales dispositivos de telecomunicaciones: ésos que completan las frases de tus programas de mensajería a medida que vas escribiéndolos, que te aconsejan un restaurante cuando detectan donde estás, que te sugieren que actúes de una manera u otra tras examinar y evaluar las actividades que has incluido en tu agenda digital..., y que pronto harán muchas más cosas, algunas de ellas francamente preocupantes -o al menos a mí me lo parece-. "Táchame de neoludita", le dije, "pero me inquieta sobremanera el hecho de que cada vez más labores humanas estén siendo delegadas en máquinas". Nos hacen la vida más fácil, sí, pero podrían terminar por reducir al hombre a la categoría de un frágil flan de vainilla, dependiente siempre de sus "cacharritos" e incapaz de valerse por sí mismo en un futuro más cercano de lo que pensamos.
"Es que eso ya está sucediendo ahora mismo. Es que viene sucediendo desde que empezamos a desarrollar comodidades, incluso las más primitivas", me recordó mi colega, quien considera el proceso de degeneración física como algo inevitable en el devenir humano. Y es un hecho que un ciudadano contemporáneo medio no sería capaz de sobrevivir en las condiciones a las que tuvieron que enfrentarse la mayor parte de nuestros antepasados. Por no retroceder excesivamente en el tiempo, hagamos una excursión a la segunda mitad siglo XIX y pensemos en la guerra entre el ejército colonial británico y el pueblo zulú. Los oficiales europeos pronto descubrieron que, a pesar de la superioridad que les confería la potencia de fuego de sus cañones y de sus fusiles Martini-Henry, los africanos no sólo les aventajaban ampliamente en número sino en movilidad. Las tropas de infantería del imperio regido por Victoria podían recorrer, bien calzadas, unos 30 kilómetros diarios, mientras que los guerreros del rey Cetshwayo cubrían mucha más distancia con los pies desnudos y además corriendo durante buena parte del trayecto. No sólo eso, podían moverse con una discreción asombrosa, como se demostró en la famosa batalla de Isandlwana, en enero de 1879, cuando unos 25.000 zulúes arrollaron literalmente a algo más de 2.000 británicos, tras alcanzar sus posiciones prácticamente sin ser descubiertos hasta el momento de lanzar su ataque...
A un ciudadano promedio de hoy, acostumbrado a ir en coche hasta para acercarse a comprar el pan (con aire acondicionado o calefacción, según el tiempo que haga, por supuesto) y por tanto con un nivel de resistencia física muy inferior, se le haría un poco cuesta arriba plantearse combates de este tipo después de varios días de marchas agotadoras. De hecho, ¿cuántos kilómetros diarios caminamos cualquiera de nosotros en nuestra vida corriente? Y a quienes puedan objetar que no es posible comparar a soldados o guerreros con ciudadanos normales y que, para ser justos, habría que equipararlos con soldados actuales, hay que recordarles que tanto los británicos como los zulúes en aquella época no tenían una formación militar tan exhaustiva como la que existe en los ejércitos contemporáneos. Muchos soldados británicos eran pobres diablos sin oficio ni beneficio, a los que les habían entregado una casaca roja y les habían enseñado a pegar dos tiros, antes de mandarles al fin del mundo a fuerza de durísima disciplina. Y en cuanto a los zulúes, casi todos ellos eran guerreros por su propia naturaleza como pueblo, no por tener un entrenamiento militar específico.
Esto es un pequeño ejemplo, pero el deterioro físico del homo sapiens como especie, aunque imperceptible a una escala de vida corriente, parece bastante evidente si uno no se deja cegar por las fantasías del progreso, empeñado en contarnos que marchamos hacia una nueva Edad de Oro en todos los sentidos. Es el caso de un economista de la Universidad de Oxford llamado Max Roser que ha publicado recientemente un estudio elaborado sobre datos recogidos por organismos oficiales. Su conclusión es que los últimos 200 años han supuesto un enorme avance no ya económico, sino social para la Humanidad en su conjunto y en distintos ámbitos. En su opinión, "no vemos el progreso porque no somos conscientes de lo mal que se vivía en el pasado" y aporta datos comparativos para convencernos de ello. Pero ¿es real su análisis?
Así, en 1820 -unos 60 años antes de la guerra anglozulú- la mayoría de la gente vivía en condiciones hoy calificadas como de "extrema pobreza", con el equivalente de 1,90 dólares de gasto al día por persona. En 1950 el porcentaje de pobres extremos se había reducido a las tres cuartas partes, en 1980 a algo más del 40 % y en 2017 eran menos del 10 %. Y eso mientras la población mundial se ha multiplicado por siete. ¿No es esto acaso una prueba de que hemos mejorado?, se pregunta el economista.
Dejando aparte el hecho de la diferencia de percepción acerca de lo que es importante en la vida (tan habitual en los que practican análisis entre el pasado y el presente cuando aplican estándares de hoy a los antiguos modos de vida basados en valores muy diferentes), Roser no explica el precio que hemos pagado -y seguimos pagando- por este avance: sustituir al ciudadano por el consumidor. Es cierto que en el siglo XIX sólo una pequeña minoría gozaba de lujos que hoy nos parecen normales a los ciudadanos occidentales, como la disponibilidad de agua en el hogar durante las veinticuatro horas del día simplemente abriendo y cerrando un grifo. Pero no lo es menos que un habitante promedio de una población de la época vivía una existencia en general mucho más tranquila: sin la ansiedad generada por el constante bombardeo de información (con noticias casi siempre malas) de los medios audiovisuales, sin el estrés producto de la "necesidad" de comprar lo último en moda o tecnología, sin la mecanicidad de agendas cargadas y extenuantes que, no es que no nos dejen tiempo para estar con nuestras parejas o familias, sino para reunirnos con nosotros mismos. Entre otras cosas.
Roser habla también de aspectos sanitarios, como la elevada mortalidad infantil. Para 1800, indica, más del 40 % de los recién nacidos fallecía antes siquiera de cumplir cinco días de vida, daba igual el país del planeta en el que nacieran. En 2015, esa cifra se ha reducido al 4,3 %. Otra buena noticia, a priori. Y es cierto que la mejora en las condiciones de salud e higiene han elevado mucho la calidad de vida y el tiempo que viven las personas pero, aunque suene brutal, es preciso hacerse la pregunta: ¿es realmente tan buena noticia como parece, desde el punto de vista de la especie humana? Planteo esta cuestión teniendo en cuenta que según cálculos de la ONU la población mundial hoy día alcanza unos 7.500 millones de personas y, de continuar las condiciones hoy vigentes, superaremos los 10.000 millones en 2060. Nuestro planeta soporta a duras penas nuestras actuales exigencias de comida, agua potable y aire respirable, por citar las más básicas. ¿Soportará los 10.000 millones o incluso más? Tengo serias dudas de que la propia Naturaleza no dé un "puñetazo en la mesa" y evite que lleguemos a ese número con una intervención directa (conoce muchas formas de hacerlo y lo ha hecho antes, con el ser humano y con otras especies). Eso, si antes no nos matamos entre nosotros -a mayor escala de lo que ya lo estamos haciendo ahora, quiero decir, aunque no queramos darnos por enterados, mientras vemos series de televisión cómodamente sentados en el mullido sofá de casa- por unos recursos cada vez más escasos.
Por sí misma, la Naturaleza es muy selectiva: en una especie dejada a su libre albedrío, siempre sobreviven los mejores ejemplares. Los mejores no son necesariamente los más fuertes, sino que pueden ser los más inteligentes, los más veloces o los más hábiles. En todo caso, los que mejor se adaptan a los cambios constantes a los que estamos sometidos en la vida material. Los niños que llegaban a adultos a principios del siglo XIX lo lograban con ayuda de alguna dosis de suerte pero, sobre todo, por la fortaleza interna de su genética. Eran los mejores ejemplares del animal humano, sin duda. Precisamente esa limitación demográfica alimentaba la ilusión de que los recursos terrestres eran inagotables: los procesos naturales podían reponer en tiempo y forma los derroches y abusos de ese puñado de homo sapiens. Pero no es lo mismo 1.000 millones de personas (las que se calcula que había en 1800) derrochando que 7.500 millones haciendo lo propio...
Por lo demás, habría que hablar mucho sobre la salud. Hoy hemos avanzado muchísimo en medicación y tratamientos de todo tipo de enfermedades. Es difícil que alguien pueda morir por culpa de una caries, como le sucedió a Ramsés II, uno de los faraones más poderosos del antiguo Egipto, cuyo reinado duró nada menos que 66 años y que falleció víctima de una septicemia provocada por una dentadura mal cuidada. No deberíamos tachar de ignorantes a los egipcios de la época, teniendo en cuenta que los médicos del siglo XXX -si nuestra especie existe aún entonces y ha logrado evolucionar a mejor- probablemente curarán el cáncer más terrible y fulminante que hoy podamos conocer ingiriendo un par de pastillas. Pero seguro que en su época también tendrán otras enfermedades tremendas a las que no sabrán como enfrentarse y que, a su vez, serán pan comido para los del siglo XL. En todo caso, ¿qué es mejor? ¿Vivir treinta o treinta y cinco años en plenas facultades físicas antes de morir, como quien dice, "en la flor de la vida" o alcanzar los ochenta, los noventa y hasta los cien años en un estado lamentable, con degeneración progresiva de las facultades físicas (ya no hablo de los horrores de la decadencia mental), encadenados a medicinas y máquinas, saboreando el declive propio y de nuestros familiares, amigos y conocidos? Sé que esta pregunta es absurda para un materialista convencido, pero yo no soy uno de ellos y tengo mi propia respuesta desde hace mucho tiempo. Y en esa respuesta se incluye una clave básica: en la vida nunca importa la cantidad, sino la calidad.
Por lo demás, las mejoras de salud que hemos experimentado en los últimos años no son para siempre, si no nos preocupamos por mantenerlas. El mago Gran Gran Houdini, que por experiencia directa sabe unas cuantas cosas acerca de medicina (¿Un mago con capacidades terapéuticas? No es tan extraño) me ha comentado en más de una ocasión que la actual generación de españoles "no cumpliremos tantos años como nuestros padres o nuestros abuelos" precisamente por la razón de que "por más que lloriqueen hoy los 'millennials', la vida hoy día es mucho menos exigente que la que tuvieron que experimentar los que nacieron durante la guerra civil (de 1936/1939) o la postguerra y en consecuencia nuestros cuerpos no aguantarán lo que ellos han aguantado". Eso por no mencionar el aire contaminado que respiramos, el deterioro causado por el sedentarismo, el abuso de los antibióticos en la carne que comemos, los escandalosos porcentajes de azúcar de los productos agroalimentarios y otros pequeños factores contemporáneos. No es nada de lo que uno se pueda asombrar: un boxeador que ha participado en 50 combates y que sólo cobrará por su participación en ellos si los gana aguantará la mayor parte de los puñetazos que reciba en el combate número 51, por duros que sean. Pero otro boxeador que haya participado en media docena de peleas sin jugarse nada en el envite, es mucho más probable que se vaya a la lona si recibe un buen gancho.
"Si conoces a algún chaval que quiera estudiar algo relacionado con el cuerpo humano y no sepa qué", añadía el Gran Gran Houdini, "recomiéndale que se dedique a la otorrinolaringología y que se dedique a los audífonos: es un negocio seguro para el futuro. Cada día escuchamos peor, debido al ruido que soportamos en nuestra vida cotidiana y el porcentaje de gente que necesita un sonotone está en franco crecimiento, desde edades cada vez más tempranas". Es éste un problema muy de aquí, puesto que España figura desde hace años en segundo lugar, tras Japón, en las listas de países del mundo con mayor contaminación acústica...
Volviendo a Roser, aporta otros datos de mejora a los que les pasa lo mismo que a los anteriores. Hay una parte cierta, que es la que él destaca, y otra de la que no se habla, pero que establece un contrapeso evidente. Por ejemplo, la alfabetización. En 1800, 1 de cada 10 mayores de 15 años sabía escribir. En 1930, la proporción había crecido a 3 de cada 10. Hoy, son 8 de cada 10. Estupendo. Cada día hay más personas que saben leer (pues para escribir, recordemos, hay que saber leer previamente) pero, dejando aparte el caso de los analfabetos funcionales antes citados, ¿en qué se traduce eso exactamente? Los informes de lectura anuales de la Federación Española de Gremios de Editores son bastante desalentadores. El último, de 2017, constataba la pérdida de 700 librerías entre 2012 y 2013, la reducción en un 25 % del número de puntos de venta de prensa en el último decenio o un porcentaje próximo al 40 % entre las personas que reconocían no haber leído ningún libro durante el último año. Hay un dato que sería muy interesante conocer pero por su propia naturaleza resulta muy difícil de averiguar y es hasta qué punto estos lectores se han beneficiado de la actividad lectora. Quiero decir, más allá de entretenerse o disfrutar de un libro en concreto, ¿les ha hecho eso mejores personas? ¿Han aprendido algo, han obtenido un significado que les sirva en la vida? Es obvio que no es lo mismo leer El principito de Saint-Exupéry, donde se pueden encontrar enseñanzas muy interesantes para aplicar en nuestra existencia, que 50 sombras de Grey, de una autora de la que no recuerdo ni el nombre.
En fin, el asunto es que marchamos con paso firme hacia la decadencia física definitiva. No es ninguna sorpresa porque conocemos bien los efectos de la segunda ley de la termodinámica y cómo se va incrementando poco a poco el efecto desorganizador de la entropía. El futuro imaginado por el materialismo nos conduce hacia esa estampa, tan típica de algunas historias de Ciencia Ficción, en la que lo único que sobrevive de un ser humano es su cerebro, flotando en un tanque de sustancias nutritivas y protegido por un sólido envoltorio de metal y cristal. O tal vez cambiando de androide en androide, como en aquella película de Jonathan Mostow, Los sustitutos. Por suerte, la materia densa, la que nos rodea y somos capaces de apreciar en esta vida, es sólo un fragmento -y no el más importante- de la existencia real.