Una de las principales enseñanzas sobre las que insiste prácticamente a diario el mulá Nasrudin en sus clases de la Universidad de Dios es en la necesidad de comprender por qué las cosas son como son, por qué suceden unos hechos y no otros, cuál es la razón oculta que se esconde tras el devenir en apariencia irrelevante de los sucesos más vulgares. "Podéis pensar que da igual salir cinco minutos antes o después de vuestra casa", decía hace poco, "pero ese lapso de tiempo determina lo que sucederá durante el resto de la jornada... Cuando los antiguos explicaban que a quien madruga Dios le ayuda no andaban equivocados y, si no me creéis, haced la prueba. Madrugad un día sin tener necesidad de hacerlo, sólo por un esfuerzo de vuestra voluntad. Y ved qué ocurre ese día y en qué se diferencia de los demás..."
Mi profesor de Misticismo y Paradojas insiste, una y otra vez (y yo le creo), en que "todo tiene un significado, absolutamente todo; pero estamos tan dormidos que no lo comprendemos hasta mucho tiempo después..., si es que alguna vez llegamos a comprenderlo". Y también: "todo aquél de entre vosotros que logre desarrollar de verdad la capacidad de ver por debajo de lo aparente, de no quedarse pegado en la imagen, de comprender el significado de lo que le sucede más allá de lo que parece que le sucede, se habrá apoderado de un arma formidable para conseguir cuanto desee en su vida". Ni qué decir tiene que todos los alumnos nos hemos puesto como locos a intentar adquirir esta visión profunda de la existencia, este poder alquímico de quintaesenciar nuestras vivencias.
Para que apreciáramos mejor el valor de comprender y saber interpretar lo que nos pasas en el día a día, nos relató una de sus historias, de cuando vivía en Bagdad en la corte de un califa que le apreciaba mucho por su peculiar sabiduría. Por ese motivo, justamente, los eruditos locales le envidiaban y trataban de meterle en problemas siempre que podían. Un día llegó a la ciudad un eminente sabio procedente de la India exigiendo discutir importantes asuntos teológicos con la persona más docta que residiera en Bagdad. Ninguno de los eruditos estaba dispuesto a arriesgarse a ese debate pues temían que le indio supiera más que ellos y les dejara en evidencia. Tras considerar el asunto, propusieron al califa que encargara a Nasrudin de esta conversación de prestigio. Pensaban que sería fácilmente derrotado por el indio y que, al verse deshonrado, sería desterrado de la corte.
Nasrudin aceptó el reto con naturalidad, como de costumbre, pero no hablaba la lengua del indio ni éste la suya y, como se trataba de un debate personal que debía transcurrir sin intérpretes, los eruditos propusieron que se desarrollara gestualmente, comunicándose ambos contendientes por señas. Aquello, pensaron, despistaría aún más al mulá y le llevaría a cometer más errores.
Así que la discusión comenzó cuando el indio dibujó en el centro de la sala un círculo y luego esperó la respuesta de Nasrudin. Éste se acercó y trazó una línea que lo partió en dos mitades. El indio no dijo nada y, a continuación, Nasrudin dibujó otra línea, ahora perpendicular, que lo dividió en cuatro pedazos. Señaló tres y a sí mismo e hizo un gesto para apartar la cuarta.
El indio asintió y movió sus manos. Luego empezó a abrir sus palmas y agitar los dedos arriba y abajo. Nasrudin respondió señalando el círculo y el sabio visitante asintió de nuevo. Se dio unas cuantas palmadas en el estómago y Nasrudin sacó un huevo cocido de un bolsillo e hizo movimientos ondulantes con una mano.
Después de eso, el indio se humilló humildemente ante Nasrudin, le besó las manos y se retiró.
El califa estaba entusiasmado. No había entendido nada de lo ocurrido (ni tampoco los sabios, todo hay que decirlo, que estaban muy decepcionados por el fracaso de su plan) pero era evidente que Nasrudin había derrotado al sabio extranjero, así que ordenó cubrirle de oro. Luego hizo llamar al indio antes de que se marchara de su palacio para una recepción privada en el curso de la cual le preguntó, a través de un traductor, de qué habían hablado exactamente. Esto contestó el indio:
- Durante los últimos años he viajado por todo el mundo para hablar con las personas más cultas e inteligentes que he podido encontrar. Sé que a ellos les preocupaba cómo es la Tierra. Por ejemplo, qué forma tiene: redonda o plana. Quise saber lo que tenían que decir vuestros estudiosos porque hasta ahora no había encontrado en estas tierras nadie digno de mis conocimientos. Así que delante de Nasrudin dibujé un círculo para expresarle mi opinión de que la Tierra es redonda. Y él no sólo estuvo de acuerdo en esto, sino que primero la partió en dos para indicar el norte y el sur y a continuación en cuatro porciones, de las que se quedó con tres y apartó otra. Indudablemente, se refería a las tres cuartas partes del mundo que son océanos y sólo una es tierra emergida. Algo que no conocen todas las personas ilustradas con las que he tratado...
- ¡Y todo eso sin palabras: es maravilloso! -exclamó el califa- ¿Qué os dijisteis en la segunda parte de la conversación?
- Le pregunté por esa cuarta parte, donde crecen las plantas y donde vivimos nosotros. Como los árboles y las cosechas son tan importantes, pues animales y seres humanos vivimos gracias a los vegetales, moví mis manos imitando la ondulación y el crecimiento de las plantas y con los dedos imité los rayos del sol y a la vez la lluvia del cielo indicando que gracias a ellos existimos. Nasrudin señaló el círculo para recordarme que la vida en todo caso sólo puede existir en nuestro planeta, gracias al designio divino. Entonces me toqué a mí mismo para saber qué opinaba sobre los seres humanos y él sacó ese huevo del bolsillo para recordarme que nacemos tan frágiles como los pollos dentro del cascarón. Y, para terminar, hizo esos movimientos ondulantes con su mano al objeto de explicar que nuestro destino es crecer desde esa condición de pollos para poder volar cuanto más alto mejor, como el águila... La verdad es que vuestro hombre es muy sabio, estoy contento de haberle conocido y de que le hayáis recompensado y me marcho satisfecho por saber que también entre vuestro pueblo hay gente tan juiciosa.
La respuesta satisfizo sobremanera al califa quien pensó en ampliar la recompensa para Nasrudin. Despidió amablemente al indio e hizo llamar al mulá para que acudiera a otra audiencia particular con el fin de conocer su interpretación de este extraño diálogo. Y esto fue lo que contó:
- El indio no era un sabio sino un hombre codicioso con mucho apetito. Antes de que pudiéramos discutir de nada serio, dibujó un círculo en el suelo para pedir que le diéramos un plato grande de arroz con pollo y especias. Dibujé una línea para dividir el plato y así sugerirle que, si luego íbamos a polemizar, deberíamos compartir la comida. Pero él no se dignó contestar así que le amenacé con quedarme con tres cuartas partes del plato y dejarle sólo la cuarta porción. Sin arredrarse, este glotón levantaba sus manos como pidiendo pasar directamente al plato de estofado. Así que le señalé de nuevo el círculo recordándole que primero debíamos resolver qué hacíamos con el primer plato porque es de mala educación pedir el segundo sin haber siquiera empezado el anterior. Aún así, insistió dándose palmadas en el estómago para indicar el hambre que tenía..., así que tuve que sacar el huevo cocido que metí esta mañana en mi bolsillo para comer aquí en palacio sobre la marcha porque no tuve tiempo de desayunar en mi casa. De esta manera le demostré que tenía más hambre que él y, por tanto, razón. ¡Creo que le convencí definitivamente, porque se retiró después de inclinarse ante mí!