Vivimos tiempos ciertamente complicados,
decadentes y con aroma a fin del mundo. Algo así debe ser a lo que los antiguos
chinos se referían cuando lanzaban una maldición a sus enemigos deseándoles que
vivieran “tiempos interesantes” (ya que los tiempos aburridos suelen ser, por
su propia naturaleza, pacíficos en exceso), aunque para los antiguos indios era
todo lo contrario: una gran oportunidad. En los libros sagrados del Hinduismo,
se advertía a las generaciones futuras –entre ellas, especialmente a la actual-
de que cuando llegara el Kali Yuga la vida de las gentes buenas y honorables
sería poco menos que un infierno pero por ello mismo tendría mucho más mérito
su trabajo espiritual y podrían avanzar en mucho menos tiempo el mismo camino
que a los santos de la edad de oro les había costado siglos recorrer… En todo
caso, el principal problema radica en
que la mayoría del personal sigue sin darse cuenta de que por terrible que
pueda parecer la situación, en el fondo no deja de ser una impresión irreal,
pasajera. El parque de atracciones por el que nos desplazamos está construido
para nuestro aprendizaje, no para nuestro acongojamiento o nuestra diversión.
Se pueden aprender muchas cosas tanto en una terrorífica montaña rusa como en
un agradable paseo por el zoo.
Con el fin de desengrasar un poco los
temores de algunos lectores hipnotizados
por el mal ambiente que nos rodea (algunos de los cuales, residentes en España,
incrementan aún más sus miedos e inquietudes pensando en los inciertos
resultados de las elecciones del próximo domingo cuando, como bien decía un
mensaje que leí hace unos días en Twitter al tratar la polémica sobre
bipartidismo sí/bipartidismo no, “el aro
se os había quedado pequeño y hemos optado por hacerlo más amplio para que
sigáis entrando por él”), me referiré en este último artículo del año a un
asunto que siempre me ha causado especial hilaridad: la creciente importancia
de los Ig Nobel. Estos premios nacieron como una especie de broma, una parodia
de los Nobel reales (aunque los propios Nobel se autoparodian a menudo)
organizada por la revista Annals of
Improbable Research que se entregan en la norteamericana Universidad de
Harvard anualmente desde 1991. Su misma denominación responde a un juego de
palabras entre ignoble (innoble, en español) y el mismo nombre
de Nobel. La teoría es que estos reconocimientos estimulan el interés general
por la ciencia y la tecnología, con humor e imaginación; además, sus creadores
argumentan que algunos de los científicos homenajeados por su jurado fueron más
tarde premiados también con el Nobel, como ocurrió con el físico ruso Andréi
Gueim (en 2000, el premio humorístico y, en 2010, el premio serio). La práctica
es que ofrecen una imagen surrealista y cuestionable de lo que dicen defender,
porque todas las investigaciones premiadas son reales y la gran mayoría de
ellas confirma que todos los años se tira a la basura una enorme cantidad de
dinero y recursos que podrían orientarse hacia mejores fines.
Mejor que describir los Ig Nobel, es
conocer directamente cuáles son sus galardones. Veamos, por ejemplo, el premio
de Física de 2015, que se lo ha llevado un estudio del Instituto Tecnológico de
Georgia (de la Georgia norteamericana) que ha empleado todo tipo de técnicas de
análisis de videos y física de fluidos para elaborar esta reveladora conclusión:
los mamíferos que pesan más de tres kilos invierten un tiempo similar cuando
orinan, que es de 21 segundos. Según explicaba Patricia Yang, una de las
científicas que han participado en este trabajo, “en la naturaleza, hay un solo sistema para los tamaños”, lo que
parece confirmar el famoso aserto aquél sobre la limitada importancia del
tamaño… ¿En cuanto a los animales de menos de 3 kilos? Pues llevan cada uno su
ritmo, aseguran los firmantes del estudio. O eso parece, al menos hasta que
otro equipo de esforzados investigadores llegue a otras conclusiones sobre este
asunto tan trascendental…
Hay investigaciones más arriesgadas, como
la de Michael L. Smith, de la Universidad de Cornell, también en Estados
Unidos, que ha sido reconocido con el premio de Fisiología y Entomología por
descubrir cuáles son los lugares del cuerpo humano donde más duele una picadura
de abeja. Y, sí, aunque parezca increíble, el hombre se dejó picar por este
tipo de insectos en 25 puntos diferentes de su propio cuerpo para poder decir
luego que los mayores sufrimientos son en las fosas nasales, el labio superior
y…, el pene. ¿También se dejó picar ahí? Como diría el doctor Frankenstein, la
ciencia exige ciertos sacrificios… Ahora, que debió ser una decepción para él
conocer que después de tanto sufrimiento debía compartir su premio con Justin
Schmidt, del Instituto Biológico del Suroeste, quien elaboró un índice
precisamente para medir el dolor que sienten las personas en función de las
picaduras de los insectos. Y sin dejarse torturar. El caso es que ni los
investigadores ni el jurado han tenido en cuenta que la percepción del dolor es
muy subjetiva y que aunque a Smith le duela mucho la picadura en el pene, a lo
mejor a su vecino de urbanización le hubiera dolido más una picadura en un
pezón.
El de Biología resulta especialmente
esclarecedor de lo que pueden dar de sí estos galardones. Lo ganó Bruno Grossi,
de la Universidad de Chile, después de ocurrírsele una gran idea: atar un palo
a la zona trasera de un pollo, como si fuera una larga cola, para observar a
continuación cómo se desplazaba el ave. ¿Por qué? Pues porque se supone que de
esta manera el pollo empieza a caminar como se supone que caminaban los
dinosaurios hace millones de años. Este sucedido lo veo en una película,
digamos, de aventuras y ambientada en el siglo XIX y me parecería muy
simpático; pero saber que es algo real y que ha ocurrido este mismo año en una
universidad y que encima le han dado un premio me deja ojiplático… Uno de los investigadores que participó en él explicaba
que “no podemos comprobar cómo caminaba
un tiranosaurio rex o cualquier otro terápodo, pero sí podemos hacerlo con un
pollo”. Exactamente, hombre, exactamente.
La lista continúa. El premio de Química
fue para Callum Ormonde, de la Universidad australiana del Oeste, por su receta
para revertir el proceso químico que transforma un huevo líquido en un huevo
hervido y por tanto sólido (todavía me pregunto quién y para qué querría volver
a hacer líquido un huevo ya sólido). El de Medicina, para Hajime Kimata, de la
clínica japonesa que lleva su nombre, y Jaroslava Durdiakova, de la Universidad
Comenius de Eslovaquia que llegaron a la conclusión de que los besos
apasionados y otras “actividades
interpersonales e íntimas” eran beneficiosas para el ser humano (qué
sorpresa, quién lo iba a decir…). El de Medicina diagnóstica, para unos
investigadores británicos del Hospital Stoke Mandevile, que descubrieron una
forma extravagante de diagnosticar apendicitis: las molestias de los pacientes
cuando los vehículos en los que viajan marchan sobre los badenes de las calles
(ni amortiguadores, ni nada). El de Economía fue para la policía metropolitana
de Bangkok, la capital tailandesa, por ofrecer remuneraciones extraordinarias a
los agentes que se negaran a aceptar sobornos (habría que saber cuántos agentes
lo hicieron realmente). El de Dirección de empresas fue para Gennaro Bernile,
de la Universidad de Singapur, por llegar a la conclusión de que “gran parte” de los líderes
empresariales analizados que, de pequeños, tuvieron la posibilidad de
experimentar personalmente algún tipo de desastre natural, luego de adultos son
capaces de asumir más riesgos (pero de todas formas esto no es una regla porque
la “pequeña parte” de los líderes
empresariales, aunque fuera más pequeña, no reaccionó igual, así que ¿quién
asegura que esa experiencia fue verdaderamente determinante?).
El premio de Literatura es, sencillamente,
genial. Aunque todavía no he sabido discernir si es genial porque supone un
descubrimiento ciertamente importante o porque resulta una maravillosa tomadura
de pelo. Atención a la cuestión, planteada en un estudio dirigido por Mark Dingemanse,
del Instituto Max Plank de Psicolingüística de Holanda: la palabra (o quizá
deberían decir, mejor, la expresión) ¿eh?,
que en inglés sería huh?, existe en
todas las lenguas humanas. Fascinante y homérica conclusión, sin lugar a dudas.
Pero el que más me gusta de todos los
galardones es, sin duda, el de Matemáticas. Para un incapaz declarado en el
mundo matemático como es un servidor, resulta apabullante e incluso
esperanzador que un jurado haya encontrado digno de premio… ¡el diseño de
técnicas matemáticas que permitan explicar cómo un sultán marroquí llamado Mulay Ismail que vivió entre los siglos XVII y XVIII
pudo ser padre en sólo 30
años (entre 1697 y 1727, para ser exactos) de 888 hijos! Elisabeth Oberzaucher
y Karl Grammer, de la Universidad austríaca de Viena, son los avispados
ganadores en esta ocasión. Sin embargo, empiezo a pensar que podría haberlo
ganado yo porque, con una simple calculadora y un par de operaciones (30 años por
365 días que tiene cada año –sin contar los bisiestos- dividido entre 888
hijos) descubrí que al hombre le bastó con “dar en la diana” una vez cada poco
más de 12 días, lo que parece un período de tiempo razonable para recuperarse
entre una noche de pasión y otra noche de pasión (y eso considerando que el
sultán no repitiera coito con cada una de las futuras madres de sus centenares
de hijos).
Lo grande del caso es que los Ig Nobel son
una breve muestra de una enorme cantidad de experimentos que todos los años se
llevan a cabo en numerosos laboratorios de todo el mundo. Una indeterminada
pero ciertamente numerosísima comunidad de científicos dedican su tiempo y sus
asignaciones en todo el mundo a investigaciones que no llevan a ninguna parte,
cuando existen problemas urgentes que requerirían sus cualidades para ser
resueltos. Por ejemplo, no estaría mal que se elaboraran estudios históricos y
estadísticos serios y en profundidad sobre quiénes (con nombre y apellidos)
controlan y siempre han controlado los bancos y el sistema financiero y, a
través de ellos, todos los demás poderes: políticos, económicos, sociales,
religiosos... O para diseñar y aplicar unas finanzas que, precisamente, no
estuvieran regidas por el principio de la usura, como padecemos hoy día. O para
el desarrollo de un sistema de alerta y despertar destinado a esa mayoritaria
parte de la población que se deja entontecer con facilidad por la telebasura. O
para la implantación de métodos de enseñanza verdaderamente humana en los
sistemas educativos, que no se basen en la rígida memorización robótica pero
tampoco en el destructivo nihilismo “progresista”. O para desarrollar una
organización de control armamentístico que evite las guerras por el simple
expediente de cortar el suministro de munición y repuestos. O… Hay tantas cosas
para investigar…
Veremos lo que nos trae 2016 aunque,
mirando la evolución de los últimos años, no parece que vaya a ser algo muy
diferente…, ni en la ciencia, ni en ningún otro campo de la experiencia
material. Y, ojo, que es año bisiesto. Los bisiestos suelen tener mala fama,
por alguna razón. En cuanto a mí, aprovecharé los próximos días para ir a
descansar a Walhalla. Pero dejo como de costumbre mi vela roja para ayudar al
Sol en estas noches de tinieblas que prefiguran el nuevo y cíclico nacimiento
del dios.