Gracias a la erudición cinematográfica de Sua Ilustrissima Eminenza il Condottiero della Comedia del Arte, descubro que existe (y la veo) una película que se llama La hora del cambio. Es una producción italiana estrenada el año pasado, dirigida y protagonizada por dos comediantes muy populares en su país: Salvatore Ficarra y Valentino Picone. Las crónicas cuentan que fue un gran éxito de taquilla en Italia y alguna crítica ha llegado a afirmar que su guión recupera "el espíritu crítico de las grandes comedias a la italiana de los años 60". Si hay que juzgar por el guión, yo más bien la calificaría de comedia discreta y, además, tímida porque no se atreve a tocar algunos de los problemas más acuciantes de la Italia contemporánea (y de toda la Unión Europea) como los generados por la migración africana masiva y completamente descontrolada, la expansión del Islam y en especial su vertiente radical o la creciente polarización política de su población. Todos ellos brillan por su ausencia en la trama, pese a contar con un amplio coro de personajes. Sin embargo, la idea del largometraje en sí me parece genial y es absolutamente recomendable para ilustrar el problema de la corrupción política en la sociedad actual. Y digo bien: la corrupción de la sociedad, no ya de la clase política.
La película cuenta la historia del pueblo italiano de Pietrammare, ubicado en Sicilia (por cierto, también brilla por su ausencia la presencia de la Mafia, tan agobiante en algunas regiones italianas como, por ejemplo, esta isla), que vive con especial pasión unas elecciones municipales históricas: las que aspiran a dar al traste con el veterano gobierno del alcalde Patané, el clásico político corrupto, bien trajeado y encorbatado, que se pasa el día sonriendo y repartiendo dádivas a diestro y siniestro para favorecer sus intereses personales. Patané está convencido de que va a ganar los comicios tan fácilmente como lo hizo en los anteriores y no se cansa de hacer publicidad de su "extraordinaria" gestión municipal mientras enumera las bellezas de su pueblo. La verdad es que éste soporta un tráfico excesivo y sin control, genera tanta basura que se acumula en las calles, tiene un elevado porcentaje de impuestos impagados por parte de los vecinos que eluden sus obligaciones fiscales, posee un puerto enorme pero inútil porque no tiene actividad y dispone de una fábrica propia que da trabajo a un montón de personas pero que genera graves problemas de contaminación..., entre otros pequeños inconvenientes. La gente está harta de que no se solucione nada y de que sólo los amigos y conocidos de Patané se beneficien de sus múltiples corruptelas, pero los votantes son bastante escépticos ante la posibilidad de que cambien las cosas si gana el candidato de la oposición ya que, como dice un personaje, "todos los políticos hacen lo mismo: cuando ganan y llegan al poder, se olvidan de sus promesas electorales".
Sin embargo, esta vez se equivocan. El candidato alternativo a Patané es Natoli, un profesor honesto y bienintencionado que está de verdad dispuesto a cambiar las cosas si consigue ganar en las urnas. Su discurso de esperanza le atrae el voto, primero, de los jóvenes y, después, del resto del pueblo. Finalmente gana las elecciones y se convierte en el nuevo alcalde en medio de una desbordante alegría popular... Y ahí comienzan de verdad los problemas para los ciudadanos de Pietrammare, porque Natoli aplica sus reformas drásticamente y todas a la vez desde el Ayuntamiento.
Así, frena el paso a los coches y en su lugar crea carriles bici que limpian el caos de circulación, mientras sus guardias municipales comienzan a multar a los conductores que estacionan ilegalmente o en segunda fila -lo que venían haciendo toda la vida sin que nadie les molestara-, obliga a seleccionar y reciclar toda la basura implantando varios cubos en cada hogar -lo que pone de los nervios a los ciudadanos, que se preguntan dónde tirar "las servilletas con manchas de salsa"-, derriba las construcciones ilegales al lado del mar -con la rabia consecuente de todos los que disfrutaban de ellas desde hacía muchos años-, obliga al párroco de la ciudad a pagar por su negocio particular de bed and breakfast -con la consiguiente tentación de éste de excomulgar al alcalde-, cierra la fábrica contaminante que tanto afecta a la salud -y con ello deja en el paro a muchos vecinos-, sube los impuestos para recuperar el dinero perdido durante tantos años y financiar sus mejoras -incluyendo el Impuesto sobre Bienes Inmuebles o su equivalente en Italia- e incluso fuerza el cierre del quiosco/terraza que tienen sus dos cuñados -interpretados por los propios Ficcarra y Picone- en la plaza del pueblo porque no tenían permiso para el negocio, en lugar de permitirles la remodelación y ampliación a la que aspiraban y que pensaban sería una realidad con Natoli mandando.
En pocas semanas, el nuevo alcalde sufre un espectacular bajón del apoyo popular, a pesar de estar cumpliendo fielmente con los compromisos establecidos en su campaña electoral para limpiar, modernizar y ordenar Pietrammare. Hasta sus cuñados terminarán volviéndose en su contra y urdiendo un plan, con el visto bueno de los descontentos más activos, para montar un escándalo falso que le desprestigie incluso a nivel nacional y le obligue a presentar su renuncia. Para ello cuentan con el apoyo y consejo de "alguien de Roma" preocupado porque la "epidemia de honradez" pueda extenderse hacia el norte de Italia... La escena del discurso de Natoli, apoyado por su hija y frente a la multitud reunida delante del Ayuntamiento, resulta deliciosamente cínica, pues los votantes escuchan sus explicaciones y admiten que sí, que el pueblo ha mejorado con su gestión y es mucho más bonito, pero de todas formas le exigen que dimita de una vez y que Patané vuelva a la alcaldía. Así, todo podrá volver a a ser como antes: más vale malo conocido que bueno por conocer...
Y ése es el meollo de la cuestión. El problema de la corrupción no está en los corruptos, porque en el mundo siempre va a haberlos, sino en quien les apoya pensando que va a obtener beneficio de ellos y por eso les permite perpetuarse en el poder. El pervertido argumento no pasa por quiero-alguien-honrado, como tan a menudo suele esgrimirse en el debate, sino más bien por no-quiero-sus-corruptos-sino-los-míos. Y, por supuesto, a coste cero. Los ciudadanos que eligen a Natoli pretenden beneficiarse de su presencia en la alcaldía pero además que acabe con los problemas del pueblo de forma gratuita, mágica, chascando los dedos..., porque al igual que los niños pequeños (y los adultos que piensan como niños pequeños) no entienden que todo en esta vida tiene un precio y que lo valioso nunca es gratis. Quieren que el tráfico se arregle, pero no están dispuestos a prescindir del coche a todas horas, dejándolo donde les dé la gana. Quieren que desaparezca la basura de las calles, pero no colaborar en su reciclaje para facilitar esa desaparición. Quieren que el Ayuntamiento actúe en todos los frentes, pero no les parece bien asumir el coste económico que ello conlleva y del que se han librado hasta el momento por el mero expediente de evadir impuestos y actuar en la ilegalidad. Y así todo.
Hay, por cierto, un juego de palabras en el título que se pierde en la traducción española, ya que el original es L'ora legale, que tiene un doble sentido. Por un lado, se refiere a que es la hora de volver a la legalidad, a ser honestos y a empezar a cumplir como ciudadanos virtuosos, todos unidos y con seriedad. Por otro lado, el término se utiliza en Italia para definir el horario de verano, por lo que el regreso de Patané a la alcaldía supone dejar la hora legal y regresar al horario "real", al del pasado...
Si alguien quiere ver alguna similitud entre el pueblo de ficción siciliano que aparece en esta película y cualquier pueblo de verdad de cualquier país del sur de Europa -ya sea español, francés, griego, etc.- no tendrá ningún problema en encontrarla. Esto no implica exonerar a los pueblos del centro y del norte de Europa, cuyos habitantes tampoco son santos y tienen sus propios defectos, aunque la verdad es que el mal ejemplo suele cundir con mayor facilidad que el bueno y, con la imposición a marchas forzadas del globalismo, las maldades que se le ocurran hoy día a alguien en cualquier punto del mundo tardan cada vez menos tiempo en ser imitadas en cualquier otro lugar, por alejado que esté físicamente... Ahora bien, ¿podemos aprender de esta película? ¿Podría servir para hacer reflexionar a la gente? ¿A esos votantes reales que en Italia apoyaron a Berlusconi porque le envidiaban y querían ser como él? ¿A esos otros que, por la misma razón, en Cataluña votan todavía hoy -a pesar de que el independentismo catalán ha demostrado ser una inmensa estafa en la que los primeros timados son sus propios votantes- a Puigdemont y compañía?
Sinceramente, lo dudo. Aristóteles definió en su día la existencia de seis formas de gobierno, diferenciando las formas puras (las que gobiernan para el bien común) de las impuras (las que emplean el poder en beneficio de una parte de la población y no de todo el pueblo). Por orden, de mejor a peor, son: monarquía, aristocracia, república, democracia, oligarquía y tiranía. En su opinión, la mejor es la primera porque el gobierno de una sola persona que base su actuación exclusivamente en el interés público ejercerá una autoridad indiscutible y libre de trabas que permitirá progresar enormemente a su pueblo. Tiene un gran riesgo, por supuesto, y es que el monarca acabe corrompiéndose y utilice el poder para su beneficio personal.
En segundo lugar figura la aristocracia, que básicamente viene a ser lo mismo que la monarquía pero, al estar el gobierno en manos de varios hombres virtuosos en lugar de en las de uno solo, debe ser más estable ya que por lógica resulta más difícil corromper a un grupo de hombres buenos que a uno. De hecho, se trata de los mejores de la comunidad, tal y como reza la etimología original aristos (el mejor), una palabra griega que nace del concepto de Areté (la excelencia, la virtud moral). Tras esta fórmula, plantea en tercera posición la república, que es el gobierno de la mayoría y cuya principal ventaja es el equilibrio entre los intereses de los más ricos y de los más pobres, en beneficio de una clase intermedia más amplia. En este caso, todos los ciudadanos intervienen de alguna forma en la gestión del poder, pero se requiere que esos ciudadanos tengan un nivel moral, educativo y social mínimamente elevado.
De acuerdo con Aristóteles, las formas puras son siempre las más adecuadas para gobernar a un pueblo, aunque no deja de advertir de un destino fatal: cada una de ellas contiene el germen de la desviación y tarde o temprano conducirá a su respectiva forma impura. Así que las tres primeras, en lo alto, se reflejan como imágenes en un charco en otras tres, equivalentes pero de inferior rango.
Continuamos, pues, descendiendo la escalera y entonces nos encontramos con la cuarta forma de gobierno: la democracia. Aristóteles distingue varios tipos de gobierno democrático pero, en esencia, lo considera una deformación de la república porque de acuerdo con su descripción supone que la mayoría gobierna en beneficio exclusivo o contra una minoría. Según sus propias palabras, la democracia surge "cuando tienen el poder los indigentes" en lugar de la clase intermedia. Digamos que la intención de partida era buena pero se tuerce porque una cosa es predicar y otra dar trigo. Y, si la democracia es una desvalorización desprestigiada de la república, la oligarquía lo es de la aristocracia, ya que el grupo de dirigentes de la sociedad la administran únicamente en función de sus intereses personales, mientras que la tiranía lo es de la monarquía y, de hecho, la califica como una "monarquía ejercida despóticamente".
Aristóteles creía en la existencia de ciclos en las sucesivas formas de gobierno, de manera que a cada una de las tres formas puras le seguía, sí o sí, su equivalente impura. Antes que él, Platón consideraba cuatro formas impuras que iban degradándose de esta manera: timocracia (del griego timé, que significa valor, y gratia o la cualidad de poder) o sea el gobierno de los que tienen mucho dinero, y luego las tres ya citadas de oligarquía, democracia y tiranía. Aristóteles fundió la timocracia con la oligarquía.
Como vemos, los pensadores de la Antigüedad no tenían en especial estima a la democracia y además razonaban el porqué (esto es sólo un pequeño resumen, recomiendo leer sus razonamientos completos y en especial La República de Platón). Esto puede ayudarnos a comprender algunos de los motivos por los que los responsables de Educación de nuestros democráticos Estados occidentales actuales están suprimiendo descaradamente y con mayor o menor rapidez del curriculum escolar cualquier rastro no ya de los idiomas clásicos como el griego y el latín, sino de la Filosofía, la Historia, el Arte y, en general, cualquier disciplina relacionada con las Humanidades que pueda ayudar a nuestros contemporáneos a pensar por sí mismos. Pensar por uno mismo es muy peligroso para los Amos, porque la persona que se entrena en este ejercicio termina abriendo los ojos y empieza a plantearse ideas indeseables. Por ejemplo, si el último siglo y lo que llevamos de éste no son, desde el punto de vista político, más que una inmensa estafa.
Como suele decir Mac Namara, el mercado de las ideas lleva mucho tiempo vendiéndonos una insulsa variedad de achicoria vulgar pero con la etiqueta del más exquisito de los cafés colombianos. Y quien no ha probado el producto real antes que su sucedáneo no podrá darse cuenta de esto nunca, al menos por sí mismo. Aún más: si algún día llegara a beber una taza auténtica de café, le sabría a rayos, no querría volver a ingerirla y se pasaría el resto de su vida vociferando contra él.
Lo más divertido de todo es que en Occidente en general y en España en particular (por no hablar de otros países del mundo que han importado el sistema) ni siquiera disfrutamos de una democracia real, por más que ostente orgullosamente ese nombre. Algunos analistas inventaron una palabra que puede usarse para definir el estado de cosas en el que vivimos: la partitocracia, porque no son los ciudadanos sino los partidos políticos los que mandan (tampoco es así, en realidad, ya que los partidos son a su vez manejados por otras fuerzas externas, pero para este somero análisis vamos a dar por válida la definición). Y sucede así de hecho. Si uno ha nacido en Estados Unidos, por poner un ejemplo internacional, puede presentarse a las elecciones presidenciales como candidato a la Casa Blanca. Lo cierto es que cada cuatro años se presentan muchos candidatos a ocupar esta poltrona, algunos verdaderamente peculiares. Pero desde hace mucho tiempo todo el mundo sabe que sólo podrá ganar el candidato del Partido Republicano o el del Partido Demócrata y de ninguna otra formación política. La campaña es tan larga y tan cara, que ningún partido distinto tiene fuerzas suficientes para cambiar eso. Así que si uno quiere realmente ser presidente de EE.UU. a la fuerza debe militar en uno de ellos.
Si lo que queremos es un ejemplo nacional, ahí tenemos la imposibilidad de que los votantes españoles puedan elegir a los parlamentarios que quieren, uno por uno, seleccionados según sus preferencias. En lugar de eso, se ven obligados a escoger la lista completa, sin excepciones y en el orden de poder que se le presenta previamente en cada uno de ellos, del Partido Corrupto en el Poder, del Partido Corrupto en la Oposición, del Partido Veleta según el Viento que sople o del Partido de la Ignorancia y la Mala Baba, por citar sólo a los cuatro más importantes (aunque pasa lo mismo con el resto de formaciones políticas españolas, con independencia de su alcance nacional o autonómico). Ojo, no se puede satanizar a todos los que trabajan dentro de sus filas. Personalmente conozco a gente muy valiosa, incluso honesta, en cada uno de los cuatro..., pero siempre queda relegada por las presiones internas y los intereses particulares de los que están por encima, los que mandan de verdad.
¿Que quienes son ésos? A estas alturas de la película, cualquiera con dos dedos de frente (y no necesito mencionar a los lectores habituales de esta bitácora) lo sabe. Para los recién llegados, tengo una pista: el recuerdo muy vívido del momento en el que, en 2008, el entonces presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, despertó por fin de su mundo de entonaciones infantiles para reconocer formalmente que sí, que España también estaba en crisis, igual que el resto del planeta, y que no quedaba más remedio que afrontarla (entre paréntesis, desde el principio se habló de crisis económica cuando en realidad siempre ha sido una crisis financiera). Así que ZP alzó una ceja y convocó una primera reunión que fue filmada y fotografiada profusamente y cuyas imágenes pudimos ver todos en los medios de comunicación. ¿Quién aparecía sentado cómodamente en los sillones del Palacio de La Moncloa al lado del jefe del ejecutivo, participando en esa reunión? ¿Los dirigentes del resto de partidos políticos? ¿Los líderes sociales y religiosos? ¿Las organizaciones empresariales y sindicales?
No: los banqueros, los máximos representantes del Banco de Santander, BBVA, Banco Popular, Cajamadrid, La Caixa y Unicaja, las principales entidades financieras españolas en aquel momento. Y a poca gente le chirrió aquello.
Jean Jacques Rousseau, el único de los ilustrados al que alguna vez he considerado con cierta simpatía, definió a mediados del siglo XVIII los requisitos que debía tener una democracia. En su opinión, esta forma de Estado sólo podría hacerse realidad en un país "muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás", donde todos vivan de acuerdo a "una gran sencillez de costumbres" y exista una "gran igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo". Por tanto, la consideraba inviable para la mayor parte de los Estados. Ya entonces sabía, como lo han sabido siempre los politólogos más serios, que la democracia es un estado más ideal que real, un nivel utópico de gobierno.
Personalmente, de todas las formas de gobierno, la aristocracia me ha parecido siempre la mejor fórmula con diferencia, y así lo he defendido en diversos debates, a menudo en medio de la rechifla general. Porque la mayoría de las personas, cuando piensan en aristócratas, evocan a empolvados y empelucados señoritingos del siglo XVIII o a similares cortesanos inútiles y corruptos de otras épocas. Y, sin embargo, la aspiración a la Areté es una de las grandes herencias morales del mundo antiguo: para un ser humano es imposible alcanzar la excelencia, esto es un hecho, y aún así es nuestro deber no desfallecer ante la dificultad e intentarlo una y otra vez, no rendirse jamás. Nacer, morir y volver a nacer para volver a morir..., para volver a nacer. Levantarse después de haber caído y acometer la tarea heroica, por muchas veces que haya hecho antes, es lo que da valor a la vida porque es en este proceso donde no sólo se forja el carácter y se educa el alma sino que se adquiere la comprensión de la existencia que permite lograr la trascendencia de uno mismo y, por ende, la inmortalidad.
Aristóteles sabía esto, aunque sólo fuera por influencia familiar, como demuestra su propio nombre que incluye la palabra aristos y también teleos (fin), lo que viene a significar "el que busca el mejor fin". Y, por cierto, el nombre de su maestro -también mío- Platón -en realidad, un apodo que significa "el de anchas espaldas" debido a su corpulencia y fortaleza física- era Aristides: de nuevo aristos y, además, eidos (aspecto), o sea "el que tiene mejor aspecto o apariencia".
Realmente, el único gran problema real que plantea la aristocracia es decidir quién es aristócrata y quién no. En una sociedad primitiva, con una población limitada demográficamente y escasa movilidad, resultaba hasta cierto punto sencillo reconocer a los mejores. Todo el mundo conocía a todo el mundo y podía opinar con bastante justicia sobre las cualidades ajenas -de ahí, también, la suspicacia ante la aparición de viajeros y forasteros, desconocidos ajenos a la "familia" social y política-. Además, nuestros antepasados partían de la idea de que no todos las personas son iguales: diferenciaban entre los hombres de oro, los de plata y los de bronce en función de sus cualidades, aunque concedían cierto margen de corrección a la educación... En nuestra época de muchedumbres compuestas por individuos paradójicamente más aislados que nunca unos de otros (¿cuántos somos capaces de nombrar tan solo a diez vecinos de nuestra propia comunidad? ¿cuántos hemos compartido con al menos tres de esos vecinos algo más que un "buenos días" ocasional en la escalera?), ¿cómo podemos distinguir a los mejores? Sobre todo, cuando en su ingenuidad la inmensa mayoría se cree la consigna de igualdad machacada día sí y día también por los altavoces del sistema, como si realmente pudiéramos equiparar en el mismo nivel a un pederasta corruptor de menores y a un profesor honesto y esforzado, a un criminal y a un trabajador, a un pervertido y a un virtuoso..., como si valiera lo mismo un asesino que un santo. Tal vez nuestra sociedad contemporánea se crea tan delirante aserto, pero la Naturaleza es un juez justo e implacable y cualquiera con los ojos abiertos y los suficientes años de experiencia puede dar fe de que tarde o temprano corrige esa "igualdad" y "cuadra las cuentas" con todo el mundo.
Para aprender a distinguir a los mejores de entre nosotros y llegar a un sistema político útil hace falta mucha voluntad y aún mucha más honestidad: dos cualidades que no abundan precisamente. Y, además, es preciso destruir la asociación tan extendida del concepto de aristocracia con la idea de "clase privilegiada", con todos los conceptos peyorativos adjuntos. También, hay que desterrar la idea de que existen varios tipos de aristocracias: la hereditaria nobiliaria, la política, la intelectual, la financiera... La Tradición sólo reconoce una, en realidad, y es la aristocracia del espíritu. Se trata de un estado individual que no es heredado ni heredable, pero que está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a forjarse a sí mismo a través de un arduo camino interno de mejora y que sólo puede, de hecho, ser alcanzado por mérito propio gracias a la virtud personal.
Sólo aquella persona que tiene está en condiciones de dar a los demás.