Los Gw'haart llegaron a la Tierra sin avisar. Su tecnología incluía un escudo técnico de invisibilidad con capacidad para ocultar sus kilométicas astronaves incluso cuando se encontraban ya a a una distancia inferior a nosotros que la propia Luna..., si bien para entonces no necesitábamos ya ningún aparato para detectarlas: podíamos verlas a simple vista. No tuvieron piedad con nosotros, ni con el resto de nuestro mundo en realidad. Mataron todo lo que encontraron: desde el más pequeño de los mosquitos hasta la última de las ballenas. Todas las plantas. Y por supuesto a los seres humanos. Los Gw'haart son una especie parásita. Estos alienígenas viven de las energías de los seres vivos que conquistan y asesinan..., de todo tipo de seres vivos. Absorben su vida, literalmente, y para ellos resulta un plato de especial placer devorar a un ser aterrado pues el miedo, el dolor, la rabia..., producen un tipo especial de vibraciones que para su gusto resultan como una especie de caviar. Tras su paso por la Tierra, ésta quedó convertida en un inmenso y estéril (nunca mejor empleada esta palabra) solar.
A mí me respetaron y me condujeron a una de las naves capitanas de su expedición por simple curiosidad, ya que carecía de emociones y sentimientos concretos hacia ellos y acepté su llegada con naturalidad, libre de prejuicios. Tenía un pequeño truco y es que, para entonces, ya llevaba más de veinte años de retiro como un auténtico ermitaño, viviendo en una cueva en China lejos de todo y de todos. Los últimos doce años, tras la decepción y la hartura que me había deparado el mundo occidental (y eso que yo había sido un científico rico y famoso), los había pasado humildemente, dedicado al servicio y la comprensión del incomparable bodhisattva Sutri, de quien se decía que era la reencarnación del mismísimo Moggallana. Pero Sutri partió hacia mundos más sutiles y su comunidad se deshizo. Yo me quedé en la zona, solo, ayunando, orando y desprendiéndome de los lastres mundanos.
Cuando el capitán de los Gw'haart me interrogó permanecí impasible. Se jactó del genocidio o, mejor dicho, del planetacidio que había consumado, y continúe impasible. Me amenazó con torturas (y me torturó) y ni aún así logró violar mi impasibilidad. Él deseaba matarme pero sabía que no obtendría mucho placer de mí, al permanecer mi conciencia tan lejos de los engaños del mundo de las formas, libre de Maya. Además, estaba irritado por mi capacidad para permanecer ajeno a cuanto estaba ocurriendo y deseaba averigüar cómo había alcanzado semejante estado de ánimo.
- ¿Por qué no me tienes miedo, viejo? -gritaba, rabioso.
Quizá hubiera sobrevivido a todo aquello. Quizá me hubieran conducido a su planeta para meterme en un zoo y mostrarme como una especie rara del universo. Quizá me hubieran abandonado en la Tierra muerta para que muriese yo también lentamente allí, en el lugar más solo y devastado que jamás había conocido a lo largo de mi existencia.
Pero me dejé vencer por mi curiosidad.
- Tañ vez te conteste si tú antes me revelas algo: el universo es enorme y la Tierra, tan sólo un planeta diminuto en una esquina de la galaxia. ¿Cómo nos habéis encontrado?
- Oh..., es fácil. Vosotros mismos nos señalasteis el camino -contestó él roncamente, antes de mostrarme algo que sacudió mi espíritu.
El capitán de los Gw'haart me señaló entonces hacia un extremo del puente de mando, donde reposaba una placa de oro que reconocí de inmediato. Ahí estaban las dos figuras: la masculina saludando con la mano derecha y, a su lado, la femenina, con el haz de líneas radiante simbolizando al Sol y los púlsares más próximos a nuestro sistema solar. Y el esquema de, precisamente, nuestro sistema, en la parte inferior... Sí, era sin duda la placa diseñada por el arrogante de Carl Sagan y su amigo Frank Drake. La misma que viajó incrustada en la sonda Voyager 1, lanzada por un cohete Titán el 5 de septiembre de 1977 desde el Centro Espacial Kennedy de la NASA, en cabo Cañaveral, hace tantos años ya. La misma que yo había tenido en mis manos como miembro más joven del grupo científico que participó directamente en aquel lanzamiento.
Yo estuve en el equipo que mandó esa placa en esa sonda al espacio.
Yo había convocado a aquella raza infernal hasta la Tierra.
Yo, el último científico vivo de aquel equipo, era el responsable del planeticidio.
El violento alienígena se puso en pie con una mueca horrenda en su rostro (por llamarlo de alguna manera) al contemplar cómo me descomponía interiormente. Y se dispuso a devorarme.