Uno de los indicios gracias a los cuales empecé a sospechar hace muchos años que algún día me dedicaría a escribir y contar historias profesionalmente fue el descubrimiento de mi capacidad para adivinar, al poco de empezar a ver una película o leer un libro, cómo evolucionarían los personajes y cómo terminarían sus peripecias. Es un don como otro cualquiera. Otras personas tienen una gran habilidad para empatizar con los demás y se convierten en fantásticos vendedores o muestran una predisposición mágica hacia los números que les permiten alcanzar con facilidad unas cotas de pensamiento abstracto que los demás no podemos ni imaginar. Así que me hice escritor (y no sólo de libros de ensayo o ficción, porque siempre he considerado el periodismo como un género más de la Literatura, como la novela, el teatro o la poesía). Por cierto, ahora pienso que tal vez ése fuera también el motivo por el que me empezó a interesar el género fantástico: los argumentos realistas se me hacían muy aburridos, porque casi siempre "sabía" lo que iba a suceder y por eso empecé a buscar otro tipo de ingredientes en las obras, que pudieran sorprenderme, como los escenarios extraterrestres, las tecnologías imposibles o los monstruos y los seres inhumanos de otras épocas y dimensiones.
En 1979 se estrenó All that jazz, uno de mis musicales favoritos, que en España se tituló Empieza el espectáculo. Es una película entretenida y también aleccionadora sobre cómo funciona el showbusiness en los Estados Unidos (o cómo funcionaba en aquel momento, al menos, aunque dudo que haya cambiado mucho casi cuarenta años más tarde), un verdadero autohomenaje de su director, Bob Fosse, que incluyó en el guión buena parte de su propia experiencia vital como coreógrafo y director de teatro. Al principio de la película, Fosse -o, mejor dicho, el actor que lo interpreta: Roy Scheider- empieza a contarle su vida a una hermosa mujer vestida de blanco llamada Angélique -Jessica Lange- con la que parece que está intentando ligar. Fiándome de la capacidad antes comentada, mi yo menor de edad tuvo claro desde la primera conversación entre ambos personajes lo que sólo más tarde se hace evidente: Angélique es el Ángel de la Muerte y lo único que está intentando hacer Fosse/Scheider es retrasar el momento de irse con ella.
Me recordó de inmediato la maravillosa versión que The John Renbourn Group grabó en su día (en 1977, ahora que lo pienso, poco antes del estreno de All that jazz...) de la canción tradicional Death and the Lady, que relata cómo una joven doncella trata de negociar con la Muerte que viene a buscarla porque ha llegado su hora. Traducido al español, el fragmento concreto de la negociación dice "Te daré oro y joyas muy raras,/te daré costosas y ricas túnicas para que te vistas,/te daré los peines con los que peino mi cabello,/si me dejas vivir aunque sólo sea un corto año más." Naturalmente, la Muerte no aceptaba su oferta y, encogiéndose de hombros -supongo-, le contestaba: "Mi querida dama, deja a un lado tus túnicas./No te quedan más días de gloria y orgullo./Y ahora, dulce doncella, no te retrases más./Tu tiempo ha llegado y debes marchar."
No deja de ser curioso que Fosse falleciera, en 1987, igual que lo hacía su alter ego en la película: de un ataque cardíaco. Una profecía autocumplida. O tal vez él también tuviera la capacidad de prever el desarrollo de los personajes (¿no somos todos personajes del mismo Gran Teatro?), incluido el suyo, y se limitó a adelantarse a los acontecimientos.
Algunos críticos de All that jazz subrayaron la original ocurrencia de que la Muerte apareciera con el aspecto de una mujer atractiva, rompiendo su tan clásica como macabra imagen (la del esqueleto repugnante y encapuchado que tan a menudo porta una guadaña) a la que estamos acostumbrados, o incluso alguna peor. A mí me pareció un gran acierto: de hecho, tenía toda la lógica del mundo teniendo en cuenta que el protagonista de la película había pasado su vida obsesionado por su -fracasada- relación con las mujeres.
Mucho más tarde, aprendí algo muy interesante acerca de la visión que de la Muerte han ofrecido las Escuelas de Misterios. En primer lugar, resaltaban que la mayoría de los mono sapiens suele confundirla con el Más Allá -o con la Nada, si es que son ateos-, pero en realidad se trata de conceptos distintos, de la misma manera que el coche que nos lleva de vacaciones no es, en sí mismo, las propias vacaciones, sino un medio para llegar a éstas. La Muerte es un ángel, ciertamente, y por tanto un mensajero, que es justo lo que significa la palabra ángel (entre paréntesis, qué sugerente es el hecho de que Thoth sea un escriba de los dioses y en cierto sentido su enviado/mensajero, recopilando datos durante el Juicio de Osiris en el que Anubis pesa las almas de los muertos egipcios..., y qué sugerente también que el nombre grecorromano para Thoth sea Hermes/Mercurio, el mensajero también de los dioses mediterráneos). La Muerte no es el final, como bien reza el himno a los caídos de las Fuerzas Armadas Españolas, sino un elemento de orden psicopompo, un mensajero/guía del fallecido en el camino hacia el Otro Lado.
Y, aún más interesante que esto, el momento mismo de la Muerte es tan importante como ella misma. Porque en ese supremo instante, contaban en las viejas Escuelas, el fallecido era arropado por sí mismo. Es decir, por los resultados energéticos de sus acciones a lo largo de la existencia. El Cielo y el Infierno se condensan así en un segundo que se hace eterno pues, al morir, el tiempo desaparece. En consecuencia, el asesino, el criminal, el odiador, el envidioso..., se encuentran con una Muerte que adquiere energéticamente el rostro de sus delitos y sus injusticias. Y por ello se ven rodeados de demonios espantosos que durante ese momento congelado -que puede durar una verdadera eternidad desde el punto de vista de la percepción- serán los encargados de transportarlos al Otro Lado, atormentándolos y haciéndoles sufrir con los mismos actos con los que ellos atormentaron e hicieron sufrir a sus víctimas durante la vida material. Sin embargo, las personas verdaderamente buenas (ojo, no confundir la bondad con la simpleza) se ven acogidas por ángeles agradables que, igualmente, les conducirán a su siguiente estado de existencia con una armonía deliciosa e inimaginable en nuestro plano. Puro karma, en realidad.
Podemos imaginar y comparar, para completar el cuadro, la diferencia entre el rostro de la Muerte que pudo acompañar a Caligula y el de la de Mozart. Es la misma Muerte, pero al mismo tiempo no lo es. En el primer caso debió ser una tortura angustiosa. En el segundo, un verdadero coro celestial.
¿Y el hombre común?, podría preguntar alguien -alguien común- con angustia. ¿Qué pasa con aquél que no ha sido una buenísima persona, pero tampoco se le puede tildar de malo? El mediocre, por resumirlo. Pues..., dependerá también de su paso por la vida, según insistían los antiguos filósofos. De si hizo más acciones buenas que malas (y entonces tendrá más ángeles agradables que desagradables esperándole) o viceversa (cuando sucederá lo contrario). En función de lo cosechado se obtiene siempre lo sembrado y es uno mismo quien crea la energía que le espera al final de sus días para llevarle en volandas. Éste es el secreto de la redención, tan mal entendida en nuestros días, pues no basta con pasar muchos años en la cárcel o arrepentirse en un mar de lágrimas, muchas veces falsas, por los errores cometidos. No basta. Es absolutamente imprescindible compensar cada desatino por otra cosa positiva, al menos, equivalente e, idealmente, de mayor importancia. Un ejemplo burdo pero útil para explicar esto de forma breve: uno puede asesinar a alguien y generar así una colosal Muerte/Demonio, que no desaparecerá y estará esperándole igualmente, por mucho que lamente lo sucedido durante el resto de su vida. Pero, posteriormente puede salvar a otra persona, y así compensar su error ya que generará una Muerte/Ángel que equilibrará la fuerza energética anterior. Puede, también, salvar a muchas personas y entonces la Muerte/Demonio inicial se disolverá en medio de una multitud de Muertes/Ángeles que le protegerá.
Todos cometemos aciertos y errores. El hombre sabio es consciente de ambos y trabajará activamente por la compensación. La Naturaleza es, sobre todo, la máxima constructora de equilibrios en el Universo y una actitud sensata pasa por actuar como ella lo hace...
Finalmente, la Muerte nos encontrará a todos en algún momento. Pero queda la segunda parte. ¿Qué sucede después? ¿A dónde nos llevará, se manifieste de la forma que se manifieste? ¿Existe realmente un después?
Hace poco me llegó a través de las redes sociales una historia muy simpática en ese sentido. Es un pequeño cuento, una metáfora que circula en diversas versiones, según he comprobado, y que según parece fue escrita originalmente por un sacerdote católico holandés fallecido en 1996, de nombre Henry J. M. Nouwen, autor de varias decenas de libros sobre espiritualidad. El texto fue recogido y adaptado por el psicólogo Wayne W. Dyer, el autor del superventas mundial Tus zonas erróneas y de otro buen puñado de obras entre las que figuran otras "zonas". En una de ellas, Tus zonas sagradas, se cuenta más o menos así:
Dos bebés, uno llamado Espíritu y otro Ego, se encuentran en el útero materno a la espera de nacer. Su mundo es ése, no conocen otro desde que tienen conciencia y sólo saben que algún día tendrán que abandonarlo. Empiezan a hablar y Espíritu le dice a Ego: "Esto te va a resultar difícil de aceptar, pero creo que hay vida después del parto". Ego se enfada y le contesta: "No seas ridículo, mira a tu alrededor y verás que no hay otra cosa... No entiendo por qué tienes que perder el tiempo especulando con si existe algo más aparte de esta realidad. Acepta tu destino y olvida las tonterías de la vida después del parto. Vivimos mientras llega ese momento y no hay más." Pero el primer hermano no sólo no se olvida, sino que insiste: "No te enfades pero, además, estoy convencido de que existe una madre." El segundo hermano suelta una carcajada y contesta: "¡Mira que eres absurdo! ¿Dónde está esa madre? Nunca hemos visto ninguna y nunca la veremos, porque no existe. ¿Por qué te cuesta tanto aceptar la realidad? Coge tu cordón umbilical, vete a tu rincón y deja de fastidiarme. Y créeme: no hay ninguna madre. Eso es lo único cierto que sabemos..."
Durante un rato, Espíritu permanece callado pero luego insiste una vez más. "Aunque me llames loco, sigo convencido. Mira, las constantes presiones que sentimos, los movimientos que a veces nos hacen sentir incómodos, el hecho de tener que recolocarlos en nuestro sitio, la creciente presión de nuestro entorno a medida que crecemos... Creo que todo eso nos está preparando para nacer tras el parto. Para llegar a un lugar de luz deslumbrante, que experimentaremos en algún momento." Ego se enfada y contesta: "Estás completamente loco, ahora lo sé. En toda tu vida, sólo has conocido la oscuridad. ¿Cómo puedes hablar de luz si ni siquiera la has visto? ¿Si no sabes si existe? Las presiones, los movimientos..., no son otra cosa que la realidad. Eres un ser individual e independiente, como yo. Y nunca conoceremos otra manera de vivir que ésta. Y ahora estate quieto de una vez."
Pero a Espíritu todavía le queda algo por decir. Tras un instante de silencio, vuelve a hablar: "Sólo te diré una cosa más y luego ya no te volveré a molestar." Ego le observa con escepticismo, pero él continúa hablando. "¿Sabes? Creo que todas estas incomodidades, no sólo nos conducirán hasta un mundo nuevo lleno de luz sino que cuando eso suceda nos encontraremos con la madre, cara a cara, y viviremos una felicidad como no hemos conocido hasta ahora." Entonces, Ego le da la espalda mientras masculla: "Estás totalmente loco, ahora sí que estoy convencido de ello".