Mi tutor en la Universidad de Dios, el Gran Thoth, es uno de los tipos más sabios que he conocido (tal vez sea el más sabio de todos..., y mira que he conocido gente). Esta noche he estado con él un rato largo y la verdad es que tiene una capacidad extraordinaria para enseñar porque combina sus increíbles conocimientos con el buen humor y un trato siempre agradable. No le veo mucho, la verdad, porque está muy ocupado con multitud de proyectos personales, por no citar a los otros alumnos: ¡qué más quisiera yo que ser el único que disfruta de sus excepcionales tutorías! Por eso, cuando tengo la oportunidad de escucharle abro lo más posible mis oídos, mis ojos, mi cerebro y hasta los poros de mi piel, porque sus consejos y reflexiones son oro.
Una de las sentencias más antiguas que recuerdo haberle oído entre todas las que llevo acumuladas en los años que he dedicado a cursar la carrera de Dios, me llamó especialmente la atención la primera vez que la dijo. Entonces, creo que incluso la descalifiqué dentro de mí porque no me parecía muy realista, pero el tiempo me ha demostrado qué equivocado estaba yo y cuánta razón tenía él. Me dijo: "cuanto más grande y más increíble sea la mentira que le cuentes a los 'homo sapiens', más dispuestos estarán a creerte".
En un primer momento, pensé que me estaba tomando el pelo y, en un segundo momento, que estaba empezando a chochear por culpa de la edad (si yo soy inmortal, no me quiero imaginar los eones que habrá visto pasar el Gran Thoth a lo largo de su existencia), pero no: ni una cosa ni otra. Mi tutor tenía toda la razón y prácticamente a diario lo confirmo en el mundo en el que vivimos, donde las fuerzas que aparentemente lo gobiernan nos presentan una descripción de la realidad que diverge (a menudo incluso está invertida por completo) respecto a lo que está sucediendo de verdad. Y esto uno sólo puede comprobarlo cuando tiene acceso a ciertos canales alternativos de información, inaccesibles para la mayoría de la población.
Estamos rodeados de mentiras de todos los tamaños: pequeñas (de ésas que, según creen los ingenuos, "no duelen" ni son importantes por su carácter "piadoso" -¿a qué alma retorcida se le habrá ocurrido por primera vez emplear semejante adjetivo para describir una mentira?-), de tamaño intermedio (son de distintos calibres, desde las "justificadas" hasta las "especiales" o las habituales del día a día) o simplemente inmensas (éstas son las que emplean de manera indiscriminada los dirigentes políticos, económicos, sociales o religiosos de todos los países -por no mencionar a los Amos...-).
En mi opinión, las peores entre todas ellas, ya que son las más peligrosas, son las mentiras diarias: ésas que hemos ido incorporando de forma sistemática a nuestra vida con distintas excusas. El abanico es amplio. Entre las más conocidas, tenemos algunas clásicas como el "voy ahora mismo" que le decimos a quien requiere nuestra presencia por algún motivo (y que usamos como una especie de comodín para ganar tiempo porque, en lugar de ir como hemos anunciado, continuamos inmersos en otra actividad que nos interesa más -¿no hubiera sido más sencillo contestar que en ese momento estamos ocupados?-). O, también, el "todo me va fenomenal" (que nos sirve de cobertura para no explicar los problemas en los que andamos metidos, por temor a que nos juzguen -aunque a nosotros nos encanta juzgar-). O el "no sé por qué me pasa esto precisamente a mí" (a pesar de que, si hay algo cierto, es que absolutamente todo lo que nos sucede es el efecto de una causa que pusimos en movimiento en algún momento..., aunque ese momento haya sido hace tanto tiempo y en lugar tan lejano que, cuando por fin se manifiesta su efecto, seamos incapaces de relacionar ambos puntos).
Ya oigo algunas protestas diciendo: "qué barbaridad, no es para tanto..., igual las grandes mentiras de los líderes políticos o económicos sí son peligrosas, pero esas otras mentirijillas que estás comentando son tonterías, no tienen mayor efecto". Y ahí está precisamente la amenaza. Cualquiera de nosotros se pondría en guardia si de repente entrara un león en el salón de su casa, aunque ese animal no le haría absolutamente nada si no tiene hambre y nadie le molesta, pero ¿y si fuera un mosquito? ¿Un simple, diminuto y tonto mosquito..., portador de una enfermedad mortal de la cual nos infectará en cuanto tenga oportunidad de posarse sobre nuestra piel y chuparnos la sangre?
El peligro de esas mentiras en apariencia inocentes radica en que, de tanto repetirlas, terminamos por mecanizarlas y al final las asumimos como si fueran realidades, aunque sepamos que no lo son. Con todo lo que eso significa. Ya no estamos hablando de engañar a otras personas sino del autoengaño respecto a nosotros mismos. Así, dibujamos un mapa de algo que no existe sabiendo que aquella información es falsa..., y luego pretendemos guiarnos por ese mapa como si fuera fiable. Como es lógico, a la primera oportunidad acabamos despeñándonos, porque lo que aparece allí representado poco o nada tiene que ver con el territorio real. El Gran Thoth también me habló de eso: "la verdad pertenece al mundo de la realidad mientras que la mentira es del de la fantasía; ambas son excluyentes entre sí por lo que, donde una reina, la otra no existe".
Y así sucede que, mientras más espacio de nuestra existencia dediquemos a la mentira, más tiempo pasaremos en el mundo de fantasía, de lo inexistente..., motivo por el cual nuestros proyectos tendrán menos posibilidad de realizarse, nuestras relaciones tendrán más oportunidades de irse a pique y nuestra vida será progresivamente menos valiosa. De pronto, nos encontraremos con que tenemos ya 70 u 80 años de edad, nuestro tiempo se acaba y, si alguien nos pregunta por curiosidad, sólo podemos mostrarle una existencia estúpida a nuestras espaldas, con la intensa sensación de que nada ha valido la pena, que somos unos fracasados y que igual hubiera dado nacer o no (a continuación llegan los listillos a vendernos que todo fue culpa de una ideología política o religiosa o económica o..., en lugar de culpa nuestra; pero ésa es otra historia).
Me parece que en alguna parte de esta bitácora escribí en cierta ocasión acerca de una persona que tuvo poder (laboral) sobre mí durante años y me hizo la vida un poco imposible. Es uno de los casos prácticos más impresionantes que conozco en relación con todo esto. Contaré el final de la historia, porque ahora ya la conozco. Retomando el asunto, estamos hablando de un individuo profundamente mentiroso, capaz de jurarte algo por lo más sagrado en una reunión personal y, diez minutos más tarde, en otra reunión distinta y con otras personas delante, jurar justo lo contrario, sin inmutarse lo más mínimo. Algo que no tendría demasiada importancia si se tratara de sus cosas personales, pero que la tenía, y mucha, puea actuaba igual para todo el trabajo diario desarrollado bajo su mando en plaza. La mentira era su forma de ocultar su incompetencia y otros defectos personales que protegía a toda costa para salvaguardar su posición social y laboral. Le funcionó durante muchos años pero, con el tiempo, se volvió en su contra por residir preferentemente en su mundo de la fantasía antes que en el de la realidad.
Al principio, su incoherencia me descolocó por completo: siempre había pensado que uno puede llevarse bien o mal con su jefe pero ¿bien/mal a la vez? Sobre todo, cuando te has mostrado leal a esa persona y has sacrificado tiempo, esfuerzo y tantas otras cosas por apoyarle..., y luego en lugar de agradecértelo te apuñala repetidas veces por la espalda mientras te jura y te perjura que no es su mano la que está clavando el cuchillo, aunque tú la veas pegada a su brazo. Así que no tardé mucho tiempo en dejarme llevar por la rabia, por la forma en la que trataba tan mal a todo el mundo (y no sólo a mí, lo que por cierto fue una sorpresa para mi propio egocentrismo). Mentía una y otra vez, sin ningún decoro, con total impunidad y muy poca vergüenza, sin importarle los perjuicios que nos causaba y sin temer las consecuencias de sus actos, entre otras cosas porque se apoyaba en ciertos poderosos padrinos.
Al fin, comprendí que él mismo no era consciente de lo que estaba haciendo (con los demás, pero también consigo mismo) porque las mentiras que contaba también se las inyectaba en su propio cerebro. Y lo hacía con tanta fuerza para disimular su postura delante de otras personas que al final terminaba por creérselas. También entendí que su presencia malsana en mi vida se debía a que estaba actuando como mi pinche tirano, que diría don Juan Matus (a estas alturas de la película no voy a explicar qué significa pinche tirano: el que no se haya leído los libros de Castaneda, que son de Primer Curso de la Universidad de Dios, ya puede empezar a recuperar el tiempo perdido). En esas circunstancias, la única solución fue cambiar de aires.
Eso hice, aunque resultó un poco más complicado de lo previsto. Una vez fuera del alcance de las garras de este peculiar personaje, los dioses me permitieron seguir estudiando sus evoluciones. Vi con todo detalle, pero ahora ya desde fuera de la jaula de las fieras, cómo seguía comportándose igual y haciendo la vida imposible a mis antiguos compañeros. Lo hizo hasta el último de sus días. Como espectador en lugar de víctima, pude apreciar con claridad el proceso completo por el cual
este tipo se hundía cada vez más profundamente en su nebuloso universo paralelo, donde los asideros reales brillaban por su ausencia porque nada era tan real como él pretendía. Era como ese Hitler de El Hundimiento de Olivier Hirchsbiegel, en la famosa escena final del búnker tantas veces parodiada en redes sociales, donde pretende utilizar unas divisiones que ya no existen más que sobre un mapa engañoso. Observé cómo, al mismo tiempo que perjudicaba a otros, se dañaba a sí mismo hasta tal punto que su existencia fue deshilachándose y depreciándose. Al final, vivía sumergido en un auténtico Hades construido a su medida en el que todo le salía mal: desprestigiado profesionalmente, fracasado en lo familiar, abandonado por sus amistades sentimentales... De pronto, todas las causas que había ido sembrando a lo largo de su vida le presentaron al cobro los correspondientes efectos y se vio desbordado. Lo pasó tan mal que la mayor parte de la rabia que sentía hacia él se transmutó en compasión.
En su debacle, un día desapareció. Se jubiló y se marchó de la empresa, de mala manera. No se despidió de mí (lo que por cierto agradecí). No he vuelto a verle ni deseo volver a hacerlo, aunque hoy puedo decir que espero sinceramente que en el tiempo que le quede de vida -si sigue vivo- despierte un poco, al menos lo suficiente para darse cuenta de lo que ha hecho consigo mismo. Tal vez así tenga la oportunidad de intentar compensar su errática existencia de elefante en una tienda de porcelanas. No creo que pueda arreglar toda la loza que rompió, pero podría tomar conciencia de ello y hacerse el correspondiente propósito de enmienda. Y empezar a reducir su deuda cuanto antes. Por su propio bien.
En definitivas cuentas, creo que nadie, nunca, de ninguna otra forma, podría haberme explicado más ni mejor los efectos terribles que la mentira puede llegar a tener sobre el homo sapiens, cómo puede destruirle poco a poco, desde dentro de sí mismo y, lo peor, sin que éste se dé cuenta de lo que le está pasando. No es sólo una cuestión de ética o de moral, aun siendo éste uno de los aspectos más importantes de la reflexión, sino de salud, simplemente.
Adquirí un temor reverencial contra la mentira, una creciente inquietud por descubrirla no ya alrededor de mi persona sino en mi propio interior, para poder librarme de ella cuanto antes y no correr nunca el riesgo de padecer el proceso de autodestrucción de mi antiguo torturador. Comprendí otras cosas sobre la marcha: por ejemplo, por qué uno de los principales títulos del Diablo es el de Príncipe de las Mentiras o por qué los héroes de las leyendas de la Antigüedad o los caballeros del rey Arturo eran incapaces de mentir, pues conocían el riesgo de ser destruidos. Y qué decir del Demiurgo, ese monstruo que rige el mundo haciéndose pasar por divinidad creadora y bondadosa, cuando su máximo poder, como bien sabían los antiguos gnósticos, consiste no en crear sino en imitar la creación, en engañarnos y mentirnos para poder sojuzgarnos mejor.
Y, una vez más, vino a mi mente la vital importancia de aquella imborrable frase del templo de Apolo en Delfos: γνῶθι σεαυτόν (gnóthi seautón, en griego antiguo). O, lo que es lo mismo, Conócete a ti mismo.