Samhain era una de las cuatro fiestas principales de los antiguos celtas y festejaba el cambio de año: el fin de un ciclo y el comienzo de otro entre el 31 de octubre y el 1 de noviembre. Como sucede en cualquier cambio de ciclo, sobre todo si nos movemos en un ámbito legendario y mitológico y por tanto propenso a los sucesos inesperados, el momento es tan delicado que los mecanismos pueden desajustarse y los velos de la realidad, rasgarse, mientras los engranajes cósmicos vuelven a instalarse en su lugar y comienza un nuevo período vital. Máxime si el Sol, gran padre espiritual del mundo, está ausente de los cielos ya que la noche es territorio propicio para las sombras, los monstruos y los demonios.
Hay que recordar, además, que el número sagrado de los celtas era el 3, expresado en el símbolo del triskel frente a la dualidad oriental simbolizada por el yin y el yang. Eso significa que, frente a la pasividad humana del hombre de Oriente ante los terribles poderes que imprimen el paso a paso de la implacable Naturaleza, el hombre de Occidente poseía una posibilidad de intervención: puntual, precisa, exigua si se quiere..., pero una oportunidad. Donde el habitante del Este ve la polaridad hombre/mujer, el habitante del Oeste distingue la trinidad hombre/mujer/hijo. Donde el primero se conforma con los parámetros noche/día, arriba/abajo, calor/frío, acción/inacción…, el segundo es capaz de distinguir noche/día/crepúsculo, arriba/abajo/en medio, calor/frío/templado, acción/inacción/meditación de si se actúa o no, etc. Ese tercer factor surge de la voluntad del hombre heroico, de su actividad e intervención en el entorno, en lugar de someterse a un simple papel de espectador. Este pensamiento mágico característico del hombre occidental es el que ha hecho de Europa la mayor
potencia cultural de la Historia, a pesar de las críticas, las malas interpretaciones o las descaradas alteraciones históricas promovidas por los malintencionados, los ignorantes y los resentidos…, porque en el Viejo Continente nacieron los exploradores, los creadores, los pioneros, los ansiosos por saber qué existe más allá del horizonte.
Así pues, la noche de Samhain era la temida noche de la inestabilidad anual: ese momento en el que el orden universal podía trastocarse por cualquier motivo y había que mantenerse más alerta que nunca. No eran buenas fechas para viajar y más les valía a los forasteros desplazarse bien pertrechados para acampar donde buenamente les encontrara el crepúsculo ya que las ciudades, grandes y pequeñas, cerraban con doble y triple cerrojo sus puertas. La misma noche del 31 de octubre jamás se abrían para nadie, por más que quien estuviera fuera las aporreara sin parar, perseguido por lobos, maleantes o incidentes meteorológicos de cualquier tipo. Aunque se tratara de la madre, el hermano, la pareja o el mismísimo jefe del castro, si cualquiera de ellos había sido tan imprudente como para quedarse extra muros una vez el Sol se hubiera ocultado, debería conformarse con aguantar allí toda la noche pues nadie se atrevería a dejarle entrar. El temor era que la persona auténtica hubiera sido poseída o incluso asesinada y sustituida por uno de los habitantes del Otro Lado que, aprovechando el desajuste del final del ciclo y comienzo del siguiente, podían durante un breve lapso de tiempo abandonar su plano de existencia y penetrar en el nuestro. No se trataba necesariamente de sanguinarios demonios dispuestos a propiciar una matanza si lograban traspasar las místicas puertas, sino tal vez de alguna lánguida criatura etérica ansiosa de sobrevivir a costa de parasitar seres vivos.
Un ignorante ciudadano del siglo XXI, cegado por el irrisorio “poder” de la actual tecnología meramente materialista, no entenderá jamás cómo unas simples puertas de madera o incluso una muralla de piedra podrían frenar a un espíritu demoníaco. No lo hará, porque no entiende que no son las puertas ni las murallas físicas las que frenan al monstruo, sino las protecciones mágicas instaladas sobre ellas por los Hombres de Poder del asentamiento, de la misma manera que los vikingos llevaban aterradores máscaras de dragones en las proas de sus naves no para asustar a los habitantes de los territorios que atacaban, sino para que el poder mágico acumulado por sus dragones derrotara al poder mágico de los defensores de aquellos territorios: conseguida la victoria en el plano místico, la victoria en el físico era inevitable. La idea de que un vampiro no puede penetrar en el interior de una vivienda sin pedir permiso previamente a su morador nace en este mismo principio, aunque hay que decir que cualquier bebedor de almas lo tiene muy fácil para entrar hoy día en la inmensa mayoría de hogares contemporáneos precisamente porque carecen de cualquier protección real, más allá de las puertas blindadas o las ventanas con barrotes, obstáculos de papel para semejantes poderes.
Durante la larga y peligrosa noche del Samhain, en este auténtico año nuevo, puesto que de verdad comenzaba un nuevo ciclo, la comunidad a salvo tras sus protecciones se reunía para festejar en unas cenas características, de las que encontramos algún eco infantil en el epílogo de los álbumes de Astérix, cuando todos los miembros del pueblo comparten su comida y su bebida en torno a una mesa redonda (aun formada por humildes caballetes recubiertos por bastos manteles) como la de Arturo y los caballeros de su Orden. Redonda como el Sol, al cual se invoca y se sostiene con la gran fogata que se enciende en medio y que, si es posible, debiera mantenerse hasta el amanecer del 1 de noviembre. Redonda como el bollo en el que se escondía una moneda de oro o cualquier otro objeto de valor previamente convenido, de manera que aquél que, al trocear el bollo, lo encontrara, ganaba por el designio de los mismos dioses el derecho a tomar la primera tajada de la pieza o las piezas que se asaran en ese fuego. Sí, resulta que el roscón “de reyes”, como tantas otras tradiciones falsificadas, no es ni originalmente cristiano, ni originalmente oriental, ni originalmente navideño.
Llama la atención toda la tontería reinante en el mundo occidental (especialmente en una Europa cada día más saturada de crédulos e ingenuos) respecto al asunto del calendario maya y su presunto anuncio del fin del mundo cuando se trata exactamente de lo mismo que el Samhain: un simple cambio de ciclos, el final de uno y el comienzo de otro. Siendo así además que esta tradición paneuropea (no exclusivamente anglosajona como se nos intenta hacer creer un año tras otro, igual que sucede con la deteriorada figura que conocemos hoy como "Papa Nöel") se ha transformado en asunto de pura chanza a través de la estúpida banalización de la llamada fiesta de Halloween o, como mucho, en una amarga y complaciente forma de entretener a las personas mayores propiciando sus visitas a los camposantos a través del judeocristianismo. En ambos casos, supone la perversión, aunque por caminos diferentes, de la verdadera tradición y de los profundos significados que ésta albergaba, prolijos de explicar en este breve espacio.
En cuanto a Halloween, no es un entretenimiento inocente sino una fiesta deplorable y absolutamente protosatanista desde el punto de vista del simbolismo. No es una definición gratuita ni exagerada. Cualquiera que sepa lo bastante sobre el poder que ejercen los símbolos, omnipresentes y a menudo subliminales en nuestra vida diaria, sobre el inconsciente del ser humano, acabará por llegar a la misma conclusión. No sólo sirve para iniciar a los más pequeños en la asunción voluntaria del rol de las fuerzas de la Oscuridad bajo “divertidos” disfraces de demonios y monstruos (que preparan su subconsciente para “juegos” bastante más peligrosos en el futuro) sino que además se les enseña a chantajear a los demás con la “simpática” fórmula del “¿Truco o trato?” para recibir, en principio, dulces y caramelos (y que les demuestra lo interesante que resulta amenazar a otro para, en el futuro, conseguir inmoralmente los propósitos personales).
En cuanto a la fiesta de Todos los Santos, impuesta por el Vaticano para ahogar el sentido original de esta conmemoración, no es mucho mejor. Como la inmensa mayoría de los rituales judeocristianos, se trata de esconder el conocimiento mostrado en las ceremonias tradicionales, vinculado con el fortalecimiento espiritual del individuo y el impulso a su propio camino interno, para sustituirlo por esa permanente ansia de hundir a la persona en bajos estados de ánimo presididos por el miedo, la depresión, la culpa y la humillación, a fin de que se sienta tan solo e indefenso que se vea obligado a rendir vasallaje y pleitesía a "la autoridad espiritual" dejándose conducir como el resto de borregos. Es cómodo ser un borrego: uno no tiene que preguntarse nada, sólo dejarse conducir. Pero el lobo sabe, igual que los dioses (igual que
los sabios antiguos, que entregaban el cuerpo al fuego para que el espíritu se elevara más rápidamente hacia el Walhalla), que un cementerio es un lugar estéril desde el punto de vista espiritual: un simple almacén donde apilar ordenadamente los cadáveres para que se agusanen y corrompan sin molestar a nadie. No hay nada de valor en los camposantos, nada salvo cáscaras desechables y ya inútiles, aunque esto suene a herejía o insulto en los oídos de las almas tiernas y/o materialistas. Es más, la mayoría de las veces, las necrópolis ni siquiera sirven para un recordatorio sentido de familiares y amigos, que se autoengañan pensando que van allí a honrar la memoria de sus antepasados cuando en realidad lo hacen para entregarse a un estado de dulce, melancólica y hasta morbosa autocompasión.
El lobo sabe, como los dioses, que los antepasados de verdad están en la Sangre, no en el barro.
los sabios antiguos, que entregaban el cuerpo al fuego para que el espíritu se elevara más rápidamente hacia el Walhalla), que un cementerio es un lugar estéril desde el punto de vista espiritual: un simple almacén donde apilar ordenadamente los cadáveres para que se agusanen y corrompan sin molestar a nadie. No hay nada de valor en los camposantos, nada salvo cáscaras desechables y ya inútiles, aunque esto suene a herejía o insulto en los oídos de las almas tiernas y/o materialistas. Es más, la mayoría de las veces, las necrópolis ni siquiera sirven para un recordatorio sentido de familiares y amigos, que se autoengañan pensando que van allí a honrar la memoria de sus antepasados cuando en realidad lo hacen para entregarse a un estado de dulce, melancólica y hasta morbosa autocompasión.
El lobo sabe, como los dioses, que los antepasados de verdad están en la Sangre, no en el barro.