La vida es una guerra, pero una guerra divertida, como en un juego de rol. Las creencias vikingas resumen perfectamente este concepto cuando describen cómo los elegidos de Wotan pasan el día combatiéndose entre ellos (hasta la mutilación e incluso la muerte) para luego resucitar íntegros por la noche y pasar ésta festejando de buen humor. Olvidémonos de esa tontería "civilizada" de lo bonito que sería vivir en paz y armonía con el vecino, con el tigre y el cordero bebiendo juntos en una tierra de leche y miel..., porque no es más que una mentira tan ridícula como categórica, tajante y definitiva. Para vivir en paz y armonía no hubiéramos necesitado abandonar nuestra Casa de Origen, olvidar quiénes somos y adoptar una identidad perecedera en este inmenso y peligroso campo de juegos que nos rodea. Somos guerreros y aquí hemos venido básicamente a batallar y a conquistar. Gran parte del porcentaje de éxitos que podamos obtener de nuestro paso por el mundo depende de lo rápido que nos despejemos del estado de aturdimiento al que nos deja sometidos el desembarco en el planeta y aprendamos/recordemos a la manera platónica quiénes somos, cómo hacernos con nuestras armas y hacia dónde encaminarnos sin pérdida de tiempo. Somos como esos concursantes televisivos a los que les hacen girar muchas veces sobre sí mismos y luego, mareados como cubas, tienen que competir entre ellos para superar una serie de obstáculos (el primero de ellos y el más serio, mantenerse de pie y orientarse) a fin de superar la prueba.
Hemos de asumir las reglas del juego y una de las más importantes es la de que nuestra guerra es defensiva, puesto que tenemos prohibido ganarla. No es que no podamos desear e intentar hacerlo (de hecho, la actitud debe ser siempre ésa: batallar como si de verdad pudiéramos triunfar en el mundo material), sino que no nos van a dejar hacerlo de ninguna manera y por ello el enemigo contará siempre con una superioridad aplastante y completamente inasumible para nuestras limitadas fuerzas. Este planeta es un Coliseo gigantesco, diseñado y conservado por ciertos motivos concretos (aparte y más allá de nuestro entrenamiento), así que ninguno de sus usuarios dispondremos jamás de poder
suficiente para dominarlo, so riesgo de destruirlo. Si uno es tan bueno que llega demasiado lejos simplemente será eliminado del juego... Pero eso no tiene la menor importancia: ya tenemos asumido que la "muerte" es el "final" así que, de lo que se trata es de no quedarse inmóviles sino de jugar y destruir cuantos más enemigos mejor antes de que aparezcan las letras Game Over. Como los samurais, somos conscientes de que ya estamos "muertos" (o en vías de estarlo), por lo que no tenemos ningún miedo a nada: habiendo perdido todo, no nos queda más que perder. Sin embargo, ¡cuidado!, una de las pautas más importantes del reglamento y que nunca debemos olvidar es que nosotros no podemos atacar: sólo defendernos. ¿Acaso se puede conquistar defendiendo?, puede preguntar el escéptico de guardia... Por supuesto que sí. La tradición de las artes marciales atesora bien este matiz peculiar de nuestra lucha, como muestran por ejemplo el Kenpo (cuyo concepto teórico Fuerza Prestada alude precisamente al aprovechamiento de la energía ofensiva del rival para volverla contra sí mismo) o el Aikido (todo un sistema enfocado en este sentido). Por medio de la autodefensa, sin perder nunca el respeto por nosotros mismos, sin dejarnos dominar por los enemigos externos o internos, derrotaremos uno tras otro a nuestros oponentes y avanzaremos recogiendo el valioso botín que hemos venido a buscar aquí y cuya naturaleza se revela en el momento mismo en que descubrimos nuestro verdadero nombre.
Sidarta Gautama fue uno de los más poderosos guerreros entre los nuestros, un capitán de capitanes. Cuenta la leyenda que cuando estaba a punto de alcanzar la perfección (o lo que para los homo sapiens simula la perfección), la Naturaleza entera tembló y se manifestó con aclamaciones, músicas y vítores mientras el héroe caminaba hacia el Árbol Bo, el Gran Árbol de la Iluminación (siempre hay un árbol, sea éste Yggdrasil, el Árbol del Paraíso, el Árbol Cabalístico, el Manzano del Conocimiento o cualquiera otro..., tiene que haberlo porque es la escalera que une el plano de arriba con el de abajo), bajo el cual finalmente se sentó, exactamente en el Punto Inmóvil, en el Ombligo del Mundo, dispuesto a la mayor Meditación.
Entonces apareció Mara, el demoníaco Señor de la Ilusión, la Ignorancia y la Muerte, montado en un poderoso elefante y portando armas en cada una de sus mil manos (para eso medía nada menos que 9 leguas de altura), rodeado por su inmenso ejército que, según los cronicones orientales, se extendía 12 leguas ante él, 12 a su derecha, 12 a su izquierda y 12 a su espalda. Tan impresionante era la visión de aquella turba de engendros infernales que los mismísimos dioses pusieron pies en polvorosa. Pero Sidarta se mantuvo en su puesto. Era un guerrero. Y llevaba a sus espaldas la experiencia de mil batallas anteriores, junto con los trofeos saqueados durante su existencia (entre otros, las conocidas como "nueve grandes virtudes": haber despertado, estar automotivado, poseer el conocimiento superior y la perfecta conducta, hablar la verdad, ejercer la sabiduría con prudencia, estar capacitado para la formación de discípulos, ser maestro tanto de devas como de humanos, estar lleno de gracia y ser digno de homenaje por su vida santa y libre de los caprichos del mundo). Mara rugió, blasfemó y maldijo, antes de tratar de extraerle de su estado de concentración arrojándole no sólo armas convencionales, sino otras más originales como lodo hirviendo, vientos huracanados, grandes rocas,cenizas llameantes..., y hasta una oleada de oscuridad.
Pero ninguno de estos proyectiles le hirió. Al contrario, se convertían en flores celestiales y en ungüentos en cuanto tocaban la piel de nuestro héroe. Frustrado, Mara recurrió al viejo truco con el que ha descarriado a tantos grandes sabios (recordemos al pobre Merlín): es decir, envió a sus tres hijas llamadas Deseo, Anhelo y Lujuria, que se presentaron rodeadas de una corte más que sensual. Tampoco funcionó, así que el Señor de la Muerte decidió emplear su arma definitiva: convertirse en abogado y ganar a Sidarta Gautama en un juicio celestial. Así, puso en duda ante propios y extraños su derecho de sentarse en el Punto Inmóvil al mismo tiempo que lanzaba otro furioso ataque echándole encima a su ejército entero. A estas alturas, el guerrero debía estar ya un poco harto de aquel bellaco infernal y se dignó mover una mano para tocar el suelo con la punta de sus dedos. De esta forma ordenó a la diosa de la Tierra que fuera testigo directo de su real derecho a sentarse allí. Convocada por un héroe, la diosa respondió según la leyenda con cien mil alaridos ratificando la legitimidad de Sidarta, mientras éste quizá tenía en mente aquella emblemática canción de Battiato ("Busco un centro/de gravedad permanente/que no varíe lo que ahora/pienso de las cosas, de la gente...").
Visto lo visto, el elefante de Mara se arrodilló inclinándose ante Sidarta, mientras su ejército se deshacía y él mismo regresaba a las tinieblas, derrotado... Los dioses de todos los mundos mostraron su satisfacción por lo ocurrido y esparcieron guirnaldas, perfumes y armonías por el mundo, mientras el guerrero se acomodaba y, ya tranquilo, se aprestaba a pasar la noche en vigilia. En ese momento adquirió el conocimiento de sus reencarnaciones previas, el ojo divino de la visión omnisciente y la comprensión de la cadena de causas y efectos. En el momento de la aurora, experimentaba la perfecta iluminación y de hecho, es a partir de ese momento y sólo desde entonces cuando se le puede llamar por el nombre con el que hoy es universalmente conocido: Buda. O sea, el Despierto. Luego vinieron las celebraciones. que fueron tan peculiares como él y que básicamente consistieron en disfrutar de su nuevo estado, meditando o reflexionando. Tan interesante fue lo que encontró que se planteó mandarlo todo a paseo y probablemente retirarse del juego por su propia voluntad, pero tuvo que intervenir el mismísimo dios Brahma para impedírselo. Brahma le recordó que había vencido, entre otras minucias, el egoísmo, lo que le obligaba a ejercer el grado de Maestro alcanzado. De esta manera Sidarta Buda se encogió de hombros y aceptó enseñar a todo aquél, hombre o dios, que estuviera dispuesto a emprender la ordalía, como él lo había hecho. Todo guerrero es un discípulo, lo es durante toda su vida, pero llega un momento en que, lo quiera o no, debe asumir también el rol de maestro con aquellos guerreros más jóvenes e inexpertos que él y que le piden consejo y ayuda. De hecho, un maestro no es un dios sino simplemente alguien que está unos pasos por delante de uno, en el mismo camino.
La leyenda de la iluminación de Buda no es una simple fábula o una historieta para pasar el rato inventada en la época en la que, para fortuna de nuestros ancestros, no existían los medios de comunicación de masas, sino una apropiada metáfora del camino que debe seguir todo aquél que se tenga por algo más que un simple homo sapiens destinado exclusivamente a trabajar, fornicar, alimentarse, relacionarse socialmente y, en general, comportarse como un mono más, de ésos a los que nos les preocupa otra cosa que divertirse lo más posible y esforzarse lo menos. Es decir, una metáfora del camino de todo aquél que descubre, en un momento dado, que es un guerrero. Cualquiera que de verdad aspire a la revelación del Punto Inmóvil tendrá que enfrentarse a Mara y sus secuaces y soportar los ataques contra sus emociones (lodo hirviendo), contra sus pensamientos (vientos huracanados), contra sus instintos materiales (grandes rocas) y sexuales (cenizas llameantes). Tendrá que sobreponerse a la asfixia de la soledad (oleada de oscuridad) y la opresión social (su inmenso ejército), por no hablar de sus tres pasionales hijas. Respecto a la denuncia ante la corte celestial, la Naturaleza (la diosa de la Tierra) siempre protege a sus hijos contra cualquier peligro. Siempre. Pero sólo a sus hijos.
Hombre o mujer, si eres un guerrero habrás reconocido aquí la letra de la Canción. Y si no, qué más da.