Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 8 de marzo de 2010

El caso de Kitty Genovese

"Sé lo que hay que hacer" o "Confía en mí" son frases tan comunes como engañosas, que sólo funcionan (y de aquella manera) aplicadas a procesos mecánicos previamente entrenados y/o insertados en el archivo cerebral como mecanismos semiautomáticos. Los hombres comunes piensan que pueden o saben hacer más cosas o actuar de más maneras de las que luego realmente son así. Por ello la primera lección que se aprende al ingresar en la Universidad de Dios es la de la humildad, lo cual se refleja de manera metafórica en la inmensa mayoría de las historias mitológicas donde el aspirante a divinidad o a mero héroe se encuentra con que su primer trabajo no consiste en una brillante misión con que lustrar su curriculum sino en una tarea aparentemente banal e incluso humillante: fregar suelos, preparar la comida de otros discípulos más aventajados, mantener funcionando el fuelle de la forja e incluso "dar cera, pulir cera". Tendrá que pasar un tiempo desarrollando la virtud de la humildad, junto con otras como la paciencia y la observación, antes de poder afrontar una tarea más atractiva. Si se presenta la oportunidad de intervenir antes de que esta formación previa haya sido lo bastante pulida, el resultado suele ser un éxito a medias y a menudo incluso la más completa de las catástrofes, no intencionada pero inevitable al fin y al cabo al jugar el protagonista con fuerzas que en realidad no controla aunque su narcisismo o su vanidad le lleven a creer en lo contrario. Walt Disney, que sabía mucho de ciertas cosas, fue el primero que empleó el cine para contar esto de manera muy gráfica a todos los públicos a través de su adaptación, en 1940 y como un fragmento de Fantasía, de la obra musical L'Apprenti sorcier que en 1897 compuso el francés Paul Dukas inspirado a su vez en el texto homónimo del gran Goethe.

Un caso clásico, estudiado por la Psicología y la Criminología, en el que se aprecia con brutal claridad que una cosa es predicar y otra dar trigo y que a la hora de la verdad no vamos a responder como ahora imaginamos que lo haríamos a no ser que nos entrenemos específicamente para una situación similar (y que, además, revela con cegadora claridad cuán fácil es comportarse como una simple res del vigilado ganado humano en lugar de como un campeón de la especie) lo encontramos en el asesinato de Catherine Susan Genovese en la ciudad de Nueva York en marzo de 1964, esta misma semana hará 46 años.

Catherine, más conocida como Kitty, Genovese era la mayor de cinco hijos de una familia italiana asentada en el barrio neoyorquino de Brooklyn. Su madre presenció allí un asesinato en plena calle, lo cual le asustó tanto que su familia decidió cambiar de aires y mudarse a la tranquila Connecticut. Sin embargo, a ella le atraía más la Gran Manzana y en cuanto pudo se volvió allí, donde inició una relación sentimental con otra mujer, Mary Ann Zielonko. Ambas se fueron a vivir juntas a un apartamento en el barrio de Queens, no mucho más recomendable que Brooklyn pero en el que sus limitados recursos económicos producto de diversos trabajos les permitían vivir con un mínimo de comodidad. Algún tiempo después, la relación hizo aguas y Kitty rompió con su novia y se fue a vivir sola. La tormenta sentimental quedó algo amainada por la mejora laboral ya que a sus treinta y ocho años encontró un empleo estable atendiendo la barra de un bar ubicado en la Avenida Jamaica, como se aprecia en la fotografía tomada según la investigación unas horas antes de su muerte. El único problema era que salía bastante tarde y caminar sola por ciertos barrios de Nueva York a partir de la caída del sol es un ejercicio ciertamente peligroso, como ella misma comprobaría aquel fatídico viernes y 13.

Kitty volvió a su casa y aparcó su coche hacia las tres de la madrugada en un estacionamiento ubicado al lado del edificio de apartamentos en el que vivía..., pero nunca llegó al suyo. Un individuo llamado Winston Moseley le atacó en el mismo parking y sin aviso previo le clavó un cuchillo en la espalda y luego en el vientre. Kitty empezó a gritar y pedir socorro. De inmediato se encendieron las luces de varios apartamentos y se asomaron algunos vecinos. Ninguno bajó (de hecho, en el juicio el propio Moseley afirmó que "no me pareció que ninguna de esas personas fuera a bajar a la calle") pero alguien le chilló que dejara en paz a la chica y el criminal se fue corriendo. La víctima logró alcanzar la entrada de una librería próxima, donde se derrumbó. Entonces comenzó la alucinante sucesión de hechos: las luces de los apartamentos se volvieron a apagar y la gente regresó a la cama. Cuando Moseley vio que nadie salía a la calle, volvió sobre sus pasos y tras encontrar a la mujer le acuchilló de nuevo a placer. Ella empezó de nuevo a gritar y las luces se encendieron otra vez. Y se repitieron los acontecimientos: Moseley huyó y la muy malherida mujer se arrastró hasta el vestíbulo del edificio en el que vivía. Como seguía sin aparecer nadie, el asesino (por cierto, qué cara de asesino que tiene, según se puede ver en su ficha policial) regresó una tercera vez y retomó su demoníaca labor acuchillándola aún más, hasta que quedó inerte y sin capacidad alguna para defenderse, ni siquiera para gritar. Entonces le levantó la ropa y, sin saber realmente si había muerto o no (un examen psiquiátrico posterior demostró que era necrófilo), se dispuso a violarla. Consumada su fechoría, le robó los algo menos de 50 dólares que llevaba y se fue tranquilamente. La bestial escena se prolongó durante treinta y cinco minutos a lo largo de tres ataques diferentes acompañados por gritos de socorro. Según demostró después la investigación, ¡treinta y ocho (38)! personas fueron testigos pero ni una sola hizo intervino y cuando todo acabó se fueron a la cama.

El editor del The New York Times, A. M. Rosenthal, que publicaría más tarde un libro sobre el suceso, escribió que todos los testigos eran personas "normales" que "la oyeron gritar la última media hora de su vida y no hicieron absolutamente nada por auxiliarla" hasta el extremo de que uno de ellos "encendió la radio para no oír los gritos de Genovese". No fue el único análisis publicado. Aparte de las informaciones periodísticas y las opiniones de varios psicólogos, el autor de Ciencia Ficción Harlan Ellison se obsesionó también con esta historia y escribió diversos relatos infuenciados por ella, entre los que destaca El gemido de los perros apaleados que obtuvo el premio Edgard Allan Poe de 1974. En el famoso tebeo de Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons (viñeta de al lado) aparece una referencia directa porque el personaje llamado Rorschach decide convertirse en uno de los vigilantes precisamente tras el asesinato de Kitty Genovese. Hay canciones y capítulos de series televisivas con referencia al asunto, y una película mexicana, Escrito con sangre, rodada en 2008. Hasta se estrenó en 1998 ¡un musical! en Broadway titulado Los gritos de Kitty Genovese basado en el caso.

De los 38 testigos, sólo un hombre llamado Karl Ross llamó a la Policía, y lo hizo una vez que el suceso había terminado. Más tarde, Moseley fue detenido y no sólo confesó el asesinato de Kitty sino el de otras dos mujeres, en ambas ocasiones con móvil sexual. El debate suscitado en la prensa de la época llevó a todo el mundo a pontificar sobre el tema criticando por cobardes e indiferentes a los testigos. Muchos opinaban sobre las represalias que había que tomar contra éstos asegurando que, si ellos hubieran estado allí, habrían intervenido en defensa de la mujer pero ¿lo habrían hecho realmente? Aquí viene lo más dramático de todo este asunto. Dos expertos psicólogos sociales, John Darley de la Universidad de Nueva York y Bibb Lataané de la Universidad de Columbia, iniciaron su propia investigación del asunto, incluyendo una serie de experimentos para intentar comprender por qué el ser humano puede pasar por alto una clara demanda de auxilio de sus congéneres si no hay una autoridad que les mande hacerlo. Su informe de conclusiones creó el desde entonces conocido como “Efecto Espectador” o “Síndrome Genovese”.

Según Darley y Lataané, ayudar a alguien en una situación de emergencia depende de varias cuestiones, una de las más importantes es que la inmensa mayoría de la gente (incluso la que suele decir en voz alta que eso no hubiera sucedido si ella hubiera estado en el lugar de los hechos) tiende a interpretar las situaciones de este tipo, de manera que no requieran su intervención. Y, esto es importante, la decisión de asumir finalmente la responsabilidad de intervenir se toma en función de los testigos: cuantas más personas halla en el lugar de los hechos, menos posibilidades de que el testigo se movilice. Es decir: si los gritos de Kitty hubieran sido escuchados sólo por una o dos personas, muy probablemente se hubiera salvado por la intervención de estos testigos pero el hecho de que hubiera mucha gente presente desmovilizó a todos los vecinos, que esperaban que fuera otro el que tomara primero la iniciativa. Sobre todo si esa una o dos personas hubieran sido hombres, al menos según los trabajos publicados al respecto por numerosos psicólogos como Eagly, Crowley, Johson, Piliavin, Unger, etc., que reseñan la paradoja de que las mujeres desempeñen con mayor frecuencia profesiones dedicadas a ayudar a los demás (como la enfermería o el trabajo social) y sin embargo los hombres reaccionan antes y sin pensárselo cuando se les pide ayuda urgente en un caso así. No es, en realidad, una cuestión de valentía sino de roles sociales. Al rol masculino clásico se le exige acción, heroísmo, cortesía y caballerosidad.

El experimento definitivo de Darley y Laatané incluía contratar a unos sujetos a los que pagaban por rellenar una encuesta. Se trataba de personas normales, no escogidas por ninguna característica especial. La chica encargada de repartir los textos a cada sujeto los dejaba en una oficina y se iba a la de al lado. Minutos después se oían ruidos y gritos pidiendo ayuda..., y la reacción dependía del número de personas en la primera sala. Si el sujeto estaba solo, rellenando la encuesta, la tendencia mayoritaria era a levantarse e ir corriendo a la segunda a ver qué había sucedido y si podía echar una mano. Pero si el sujeto estaba junto con otras personas que también oían los gritos y éstas no se movían del sitio, lo más probable era que tampoco hiciera nada. Con cuatro personas en la primera oficina, sólo el 30 por ciento de los sujetos tomaba la iniciativa de levantarse e ir a la segunda oficina. El resto esperaba que fuera otro de los presentes el que hiciera algo. Y aunque nos cueste creer que nosotros no haríamos lo mismo, tenemos la prueba en diversas circunstancias diarias de índole similar: cuando vemos una pareja discutiendo y aceleramos el paso "antes de que pase nada", cuando se nos acerca un mendigo y subimos la ventanilla del coche para "aislarnos", cuando escuchamos gritos en la calle y no nos asomamos porque "no tiene que ver con nosotros", etc.

El miedo es libre, esto es obvio; pero podríamos meditar en lo que pensó Kitty Genovese sobre toda esa gente que se asomó a la ventana mientras sufría su infierno personal y no se tomó la molestia no ya de bajar a ayudarla a la calle, sino siquiera de llamar a la policía desde el primer momento. Podríamos meditar lo que pensaríamos si lo que le ocurrió a Kitty Genovese nos pasara a nosotros.


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