Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 21 de junio de 2013

Las tres preguntas del obispo

Lo más frustrante de los cuentos populares es que aspiran a servir de ejemplo y orientación para la vida diaria, pero luego demasiado a menudo resulta difícil, por muchas vueltas que le des, aplicar sus recomendaciones en la realidad, ya que ésta tiene sus propias reglas. Hay uno en concreto que me da vueltas a la cabeza estos días. Es la historia de un monasterio donde cada uno de los frailes estaba encargado de una labor concreta y particular, aparte del tiempo dedicado al estudio y la oración: uno era el encargado de las cocinas; otro, el de la biblioteca; otro, el responsable de la botica, etcétera. Y por supuesto el fraile que más mandaba era el abad.

Pero el abad era un completo incompetente. No una persona especialmente malvada o siquiera malintencionada: sólo un incompetente máximo, un tonto.  Lo cual, como sabe todo el mundo, es mucho peor y más peligroso que ser un malvado, pues la gente que practica el mal puede ser atraída hacia el bien y, además, sus actos suelen tener bastante de inteligencia, aunque estén orientados hacia la satisfacción de sus deseos. Sin embargo el tonto es irrecuperable y lo mejor que sabe hacer es trabajar como un diligente peón empedrando hacia el infierno todos los caminos que puede.
El obispo se dio cuenta del riesgo que suponía el abad e informó de ello al Papa, pero éste no quería ni oír hablar de semejante acusación, puesto que la familia del abad le había servido bien en el pasado y, además, siempre que iba a visitarle, le colmaba de regalos procedentes del monasterio a partir de productos confeccionados por los frailes: quesos, tisanas, miel..., hasta una fuerte cerveza roja elaborada en un almacén adyacente al edificio religioso.

A pesar de las reticencias del Papa, el obispo decidió desenmascarar al abad y le hizo llamar a su presencia. 

- La gente habla y habla y no parece muy contenta contigo -le dijo.

- No puedo evitar que me critiquen, aunque por otro lado la gente critica a todo el mundo, incluso al señor obispo -contestó, tontamente, el abad, sabedor de la poderosa influencia que le protegía.

- En efecto -asintió el obispo, satisfecho por la suficiencia de tu interlocutor, antes de cerrar la trampa con las siguientes palabras-: Por ello quiero callar la boca a todos aquéllos que se meten contigo sin razón. He organizado una audiencia pública para que todo el mundo pueda comprobar tu idoneidad para el cargo. Ahí tienes un pergamino con tres preguntas inscritas en él. Tienes tres meses para resolverlas, uno por cada pregunta. Al cabo de ese tiempo debes volver ante mi presencia y darme tus inteligentes respuestas a mis planteamientos. No dudo de que lo harás muy bien y, de esta manera, podré confirmarte públicamente y nadie volverá a decir nada malo de ti nunca más.

- Que así sea -aceptó el reto el inútil del abad, sin darse cuenta todavía de lo que acababa de suceder.

Tomó el pergamino y se lo llevó consigo a un aparte, pero después de leerlo y releerlo un buen rato empezó a sudar frío. Las tres preguntas que figuraban en el texto le parecían las más difíciles del mundo. Eran las siguientes:

1ª) Si decidiera abandonar el palacio arzobispal para dar la vuelta al mundo, ¿cuánto tiempo tardaría?

2ª) Si yo quisiera venderme a alguien, ¿cuánto debería exigir por mis servicios?

3ª) ¿En qué estoy pensando ahora mismo que no es verdad?

El abad marchó de regreso a su monasterio y, cuanto más caminaba, más se agobiaba por la prueba que, ahora se daba cuenta, tenía ante sí. Tardó más del triple de lo habitual en llegar hasta el edificio de su comunidad, porque a cada rato se detenía para desenrrollar el pergamino, volver a leer las preguntas y quedarse un rato pensando. Sin embargo, no se le ocurrió ni una sola contestación adecuada.

Al fin llegó al monasterio y se encerró en su habitación, ordenando que nadie le molestara. Extendió el pergamino sobre la mesa para no perder de vista los enigmas en ningún momento y se sentó ante él para continuar sus cavilaciones. Con la mente en blanco, buscó inspiración incluso en la biblioteca, lugar donde apenas había entrado un par de veces durante todo el tiempo que llevaba como abad, en busca de algún texto que pudiera iluminarle, pero nada consiguió. Durante los días siguientes continuó dándole vueltas al asunto: rezó, ayunó, se enfadó, canturreó, habló en voz alta consigo mismo, se quedó sin dormir..., hasta llegó a maldecir en voz alta, pero lo único que logró fue que se le levantara un monumental y permanente dolor de cabeza.

Así se fue consumiendo el plazo dado, mientras crecía en él la rabia por el hecho de que el obispo hubiera encontrado la forma de ponerle en evidencia y, sobre todo, por no haber sabido dar contestación adecuada a la ordalía que le había planteado. El día antes de que se cumplieran los tres meses y se viera forzado a ir a rendir cuentas, el abad decidió dar un paseo por el campo para calmar su deprimido y a la vez desesperado estado de ánimo. Allí se encontró con uno de los frailes más trabajadores y esforzados de la comunidad, que tenía varias habilidades y las ejercía por turno. Aquella semana le tocaba pastorear a las ovejas del monasterio y estaba a ello dedicado cuando al abad se le ocurrió al fin una idea. Una idea un tanto indigna, pero idea al fin y al cabo. Le llamó ante sí y le dijo:

- Me han hablado de tus muchos conocimientos y sé que tienes fama de, entre otras cosas, poseer una mente ágil y buena facilidad de palabra a la hora de presentar argumentos -le alabó.

- No soy tan bueno como creéis, sólo un humilde servidor de Dios que hace cuanto se le encomienda lo mejor que puede -contestó el fraile, temiendo la incompetencia del abad y sabedor de que, cuando un superior directo empieza una conversación contigo alabando tu trabajo, por lo general es para utilizar esa loa como una excusa con la que encargarte más.

- Pues te voy a encomendar una tarea nueva, que espero resuelvas a satisfacción por tu bien y por el mío -sentenció.

El abad tenía información de que los ancianos padres del fraile vivían, junto a otras personas de avanzada edad, en un anexo al monasterio donde eran alimentados y cuidados como un acto de caridad. Los pobres carecían ya de fuerzas para trabajar ni poseían bien alguno con el que sobrevivir, con lo que dependían enteramente de la buena voluntad de la comunidad religiosa. Así que le planteó al fraile una dura alternativa, tras explicarle la prueba que le había presentado el obispo.

- Pues bien, quiero que vayas mañana en mi lugar al palacio arzobispal y que contestes con inteligencia y buen razonamiento a las tres preguntas que me impuso el obispo. Dirás que esas respuestas tan adecuadas te las dicté yo personalmente y que te envío a contarlas porque me encuentro indispuesto y no estoy en condiciones de viajar en este momento. Y más vale que lo hagas bien, porque si el obispo no queda satisfecho, sabe que a tu regreso serás castigado y, además, expulsaremos a tus padres del monasterio e incluso de estas tierras.

 Después, el obispo se retiró a su habitación satisfecho consigo mismo. Si aquel fraile era la mitad de bueno de lo que decían sus compañeros, le sacaría del apuro y él quedaría en buen lugar ante el obispo asumiendo como propias sus brillantes contestaciones. Y, si lo hacía mal, siempre podía decir que se había equivocado al transmitir las respuestas y tratar de componer alguna a partir de lo que hubiera dicho ante el obispo, apelando a su "indisposición" para justificar palabras poco adecuadas. En todo caso, ganaba tiempo para seguir pensando.

Al día siguiente, el fraile se presentó en el palacio arzobispal, dio la versión oficial de la enfermedad de su superior y se dispuso a contestar a las tres preguntas públicamente. El obispo se irritó sobremanera por lo ocurrido, pues había convocado para la ocasión a todas las gentes del lugar, e incluso al Papa, con objeto de que quedara al descubierto la incapacidad del abad. Contaba también con que éste pusiera una excusa para no presentarse a responder, lo que le habría dejado en mal lugar, pero lo que no había pensado es que pudiera enviar un sustituto con lo que, afirmaba, era el fruto de sus reflexiones. 

- Veamos entonces la contestación de tu abad a las preguntas -dijo el obispo, malhumorado-. La primera era: si decidiera abandonar el palacio arzobispal para dar la vuelta al mundo, ¿cuánto tiempo tardaría?

- Si su eminencia pudiera caminar tan deprisa como el Sol, sólo tardaría 24 horas en completar su viaje -contestó el ingenioso fraile. 

Todos los presentes aplaudieron y alabaron la respuesta mientras el Papa sonreía ante ella y el obispo tuvo que darle el visto bueno.

- Muy bien. Ésta es la segunda: si yo quisiera venderme a alguien, ¿cuánto debería exigir por mis servicios?

- Como máximo debierais exigir quince monedas de plata, pues Nuestro Señor Jesucristo fue vendido por treinta monedas de plata y es lógico suponer que, por buena que sea cualquier persona del mundo, el Salvador vale el doble que ella -dijo con rapidez.

De nuevo los presentes acogieron la respuesta con aprobación y, esta vez, hasta el propio obispo tuvo que admitir que el razonamiento era impecable. Lo cual le hizo sospechar muy seriamente que aquellas respuestas eran demasiado buenas para haber sido realmente elaboradas por el abad.

- De acuerdo. Ésta es la tercera pregunta: ¿en qué estoy pensando ahora mismo que no es verdad?

- Su eminencia piensa que yo soy el abad del monasterio, cuando en realidad tan sólo soy el fraile que cuida de las ovejas.

Semejante contestación de doble filo no sólo propició un aplauso de todos cuantos le escucharon y agradó sobremanera al obispo, que confirmó así quién era el autor real de las respuestas, sino que forzó también al Papa a reconocer lo que estaba ocurriendo. Al final, tuvo que dar su brazo a torcer y admitir que el abad no era una persona adecuada para el cargo que ostentaba. Así que, cuando el  fraile regresó al monasterio, lo hizo con un documento bajo el brazo que acreditaba que a partir de ese momento él era el nuevo abad del monasterio mientras que el antiguo abad era reducido a fraile corriente, encargado de cuidar las ovejas.

 Hasta ahí, muy bien. Este cuento popular es muy aleccionador y anima mucho al lector, al mostrar cómo actuar y cómo deberían pasar las cosas lógicamente cuando uno hace lo que debe de hacer. Ahora bien: ¿qué sucede cuando el fraile cumple su papel y el obispo también..., pero el Papa se empecina en no abrir los ojos y actuar en consecuencia?

Pues que uno queda reducido al papel del sargento Steiner. Es decir, expuesto a recibir en cualquier momento el siguiente pisotón o directamente la puñalada del inútil del capitán Stransky, que ni siquiera sabe cargar su fusil ametrallador y va por ahí exigiendo que le regalen una Eiserne Kreuz.



 
 
 
 
 
 
 
 

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