Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 11 de octubre de 2013

Carácter de hereje

Hay que ver lo fácil que es engañar al homo sapiens. Basta que aparezca alguien bien vestido (a ser posible con traje y corbata..., y ya no te digo nada si encima se pone una bata blanca con algún logotipo bordado de una importante institución internacional) con gesto serio y un discurso estándar (construido con palabras clave y expresiones a la moda, por supuesto en la línea de lo políticamente correcto) y a ser posible hablando en inglés para que de forma automática caigan todas las defensas mentales y su audiencia tienda a creer que todo lo que cuenta no sólo es creíble sino absolutamente real. De esta manera, la importancia del continente supera a la del contenido y los aturdidos ciudadanos contemporáneos oyen sin escuchar y aceptan sin cuestionarse las argumentaciones enrevesadas de todos ésos que, al menos hasta hace unos años, se definían en la Teoría de la Comunicación como "líderes de opinión" de la sociedad. Ansiosos por olvidarse de lo importante para entregarse cuanto antes a la narcosis de lo banal, esos ciudadanos apenas sí tienen un rato para aceptar y asumir, siempre sin análisis previo, las conclusiones de los grandes actores en escena. Así se dejan guiar por las certezas y los dogmas impuestos desde arriba, tan sólidos en apariencia y tan frágiles cuando uno se toma la molestia de salirse del carril y contemplar el paisaje desde un ángulo diferente.

Esos dogmas acaban convirtiéndose en una fe laica, una nueva religión del pensamiento tan imposible de defender como todas las religiones, que en el fondo no son sino burdas adaptaciones (a menudo, burdas degeneraciones) del único y real camino espiritual, tan desconocido hoy como siempre lo ha sido (como siempre lo ha de ser, para el vulgo) a lo largo de incontables generaciones desde el principio de los tiempos. Y como todas las religiones, esta forma de enfrentarse a la vida posee sus propios sumos sacerdotes, sus templos, sus inquisidores y, claro, sus rebaños de fieles.

En la Universidad de Dios, donde estudio esta extravagante carrera que (hoy, cumplido medio siglo en esta reencarnación, lo sé a ciencia cierta) es la única que merece la pena cursar, una de las primeras cosas que se enseña al alumno es que, si espera progresar adecuadamente en los estudios, debe asumir cuanto antes el carácter de hereje. O, como dice la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: "persona que disiente o se aparta de la línea oficial de opinión seguida por una institución, una organización, una academia, etc." Bien, en nuestro caso, se trata de adoptar la función de hereje universal, en el sentido de apartarse de cualquier línea oficial para seguir única y exclusivamente la vía propia. Es decir, abrazar la Libertad con mayúscula: uno de los dones más grandiosos a los que puede aspirar el ser humano, e igualmente uno de los más escasos, por lo caro que resulta de conseguir y sobre todo de mantener. Sólo los más fuertes, los semidioses, pueden tener éxito en la ordalía que supone la conquista y el ejercicio de la Libertad que, resulta obvio, poco tiene que ver con lo que el confuso habitante del mundo moderno entiende con esa palabra.

Con tiempo y un poco de entrenamiento, un hereje experimentado puede emplear su libertad de pensamiento para desenmascarar con cierta facilidad los discursos de los títeres que se supone gobiernan el mundo y adquirir una visión más o menos panorámica de lo que está sucediendo de verdad. El resto de personas se limita a vivir en la dulce ignorancia de lo que ocurre y a dejarse descolocar por noticias "sorprendentes" que aparecen de cuando en cuando y que está claro que nunca pudieron prever teniendo en cuenta el tipo de informaciones con las que han sido atiborradas durante años.

Un ejemplo de todo esto es la Ciencia: un campo verdaderamente fascinante para el investigador aficionado o profesional (y especialmente atractivo para el hereje, empeñado en descubrir las causas y razones últimas de la Ciencia), aunque para los consumidores habituales de fútbol y televisión se encuentra más próximo a la Brujería que a otra cosa, pues carecen de los conocimientos mínimos para comprenderla y tampoco tienen demasiado interés en adquirirlos: lo único que les preocupa es poder beneficiarse en su vida diaria de los sucesivos descubrimientos científicos. Por eso, si hoy día se produjera un apocalipsis generalizado, volveríamos a la Edad de Piedra de inmediato a pesar de los fabulosos inventos y avances técnicos de los que disponemos en este momento, ya que sólo un porcentaje ínfimo de la humanidad conoce los principios en los que se basan y cómo desarrollarlos. También en este sentido nuestros antepasados eran muy superiores a nosotros: conocían pocas cosas pero esas pocas cosas estaban al alcance directo de un mayor número de personas. Un ejemplo: en la Edad Media poseían una dieta de variedad ridícula en comparación con el amplísimo menú a nuestra disposición a principios del siglo XXI. Sin embargo, un porcentaje muy elevado de la población sabía cómo procurarse su propia comida, bien a través de la caza, bien a través del cultivo o la recolección, mientras que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos civilizados sería incapaz de alimentarse a sí misma si de un día para otro desaparecieran los supermercados y los centros comerciales y tuviera que dedicarse a buscar su sustento de manera individual.

Volviendo al tema del engaño a través del argumento de autoridad, y en relación con la Ciencia, resulta ciertamente asombrosa la sencillez con la que se despliega el fraude a nuestro alrededor y la gente lo acepta sin más. Han pasado ya más de cien años, desde que en diciembre de 1912 el paleontólogo del Museo británico Arthur Smith Woodward y el arqueólogo aficionado Charles Dawson (en la foto de al lado, es el de la izquierda) presentaran al mundo su "revolucionario descubrimiento" del Hombre de Piltdown: el perfecto eslabón perdido, provisto de una bóveda craneal humana y una mandíbula simiesca y con una supuesta edad de varios cientos de miles de años. Casi todos los científicos de la época ratificaron la veracidad de los restos de lo que durante cuarenta años se estudió con total seriedad y rigor en todas las universidades y en todos los libros especializados (y fue así aceptado por la sociedad de su época) como el Eoanthropus dawsoni y los pocos que se atrevieron a alzar la voz dudando de lo que se les presentaba fueron ninguneados, arrinconados y boicoteados por ir en contra del dogma oficial.  Hasta que en 1953 un equipo de investigadores del Museo Británico lograron unir las fuerzas necesarias para concluir con un estudio muy documentado la completa falsedad del presunto fósil. La bóveda craneal no tenía más de 50.000 años y la mandíbula, procedente de un orangután, había sido teñida y forzada a encajar para completar la gran mentira.

Sí, al final había triunfado el método científico pero... ¿Cómo recuperar la vida y el trabajo, ambos destrozados, de todos aquellos expertos que no creyeron en la farsa y fueron machacados por sus colegas pese a que obviamente estaban más capacitados que ellos? ¿Cómo borrar de la memoria y de futuras investigaciones las conclusiones erróneas acumuladas en la difusión de los centenares de textos que habían dado como bueno el inexistente Hombre de Piltdown? ¿Cómo recuperar los recursos humanos y económicos empleados durante cuatro decenios en investigar lo que nunca mereció la pena ser investigado? 

Por supuesto, a día de hoy el eslabón perdido continúa sin aparecer. Seguramente porque nunca ha existido (los usuarios habituales de esta bitácora conocen lo que pensamos Mac Namara y yo acerca de las divagaciones de mr. Darwin, hoy asumidas como La Verdadera y Única Teoría Válida por parte de la mayor parte de la comunidad científica, con idéntico entusiasmo al que sus predecesores demostraron en el caso de Piltdown). Oh, espera: acabo de pronunciar una herejía...

El caso es que sigue siendo sencillo colar estudios falsos sobre casi cualquier cosa. Tan sencillo, que varios científicos se han dedicado en los últimos años a realizar sus propios experimentos para probar la fragilidad del sistema. El último de ellos ha sido John Bohannon, un periodista y biólogo de la Universidad de Harvard que presentó un interesante estudio sobre las poderosas propiedades anticancerígenas de una sustancia química llamada Cobange, extraída de un liquen. El Wassee Institute of Medicine figuraba como patrocinador de este trabajo que fue presentado entre enero y agosto de 2013 a poco más de 300 publicaciones científicas. Más de la mitad (en total, 157 revistas) lo aceptaron como fiable, incluyendo el Journal of Natural Pharmaceuticals, y se mostraron dispuestas a publicarlo...  Pero lo cierto es que era todo una invención: no existe esa sustancia ni tampoco ese instituto. Bohannon sólo quería probar por sí mismo la (poca) fiabilidad de la selección de trabajos sobre proyectos e investigaciones.

A mediados del 2012, ya habíamos conocido el caso de un grupo de investigadores del Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT (el legendario Instituto Tecnológico de Massachusetts) que diseñó un software específico, el SCIgen, con objeto de crear de manera automática diversos documentos de carácter técnico y científico que, a primera vista, parecen correctos (sobre todo si los examina un neófito) pero que en realidad no tienen sentido alguno, ni por tanto utilidad. Gracias a este programa informático generaron una serie de trabajos que no sólo fueron publicados por revistas especializadas sino aceptados y debatidos en congresos científicos como si significaran algo...

La pregunta que viene a continuación es: ¿cuántos de los trabajos publicados son reales? Se supone que todos o casi todos, gracias al control que existe en este tipo de revistas pero si Bohannon y los científicos del MIT pudieron camuflar sus falsos estudios sin grandes problemas, ¿quién nos dice que otros también no lo hicieron y a día de hoy siguen sin revelarlo por diversos motivos? (por ejemplo para justificar la adquisición de fondos para sus distintos proyectos) Hay algún caso también en España, como el del investigador y veterinario Jesús Ángel Lemus, que trabajó entre 2007 y 2012 en la estación biológica de Doñana y que fue sometido a una investigación por el Comité de Ética del CSIC (el Consejo Superior de Investigaciones Científicas) cuyas conclusiones fueron contundentes: "mintió o erró en 24 trabajos publicados en 17 revistas científicas" entre las cuales figuran las norteamericanas PLoS ONE y PNAS y la británica Biology Letters.

Así que la próxima vez que algún Gran Hombre aparezca en los medios de comunicación tratando de impresionarnos con su verborrea, ya sea científica o política o económica o financiera o religiosa o social o lo que quiera que sea, deberíamos tratar de no darle crédito de manera automática. 

Como diría el viejo Werner: vivimos en la incertidumbre absoluta...

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