Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 28 de noviembre de 2014

La revolución secreta

Hace unos días tuve la ocasión de hablar con una auténtica leyenda de la literatura popular española a fin de entrevistarle por su nueva novela titulada La Baronesa (Alberto Santos Editor). Se trata de Rafael Barberá, más conocido en el mundo por su seudónimo de Ralph Barby. Aunque las jóvenes generaciones de lectores celtibéricos no le conozcan, este hombre tiene una de esas trayectorias envidiables si uno es un autor que aspire a ser leído: durante su feraz existencia en el mundo de las letras ha publicado un millar de novelas y se calcula que ha vendido unos 15 millones de ejemplares de las mismas, sin contar las ediciones en otros idiomas. Ciencia Ficción, Oeste, Novela Negra, Bélica..., ningún género se le ha resistido a este hombre de la estirpe de los Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane o Corín Tellado. Durante la entrevista me comentó un par de cosas que me llamaron la atención a título particular porque, sin saberlo, yo hago lo mismo que él (¡aunque no he publicado, ni de lejos, el mismo número de novelas y ejemplares!).

La primera es la forma en la que se le presenta la historia que va a escribir. Su mejor momento para conectar con el Otro Mundo es por la noche. Digo conectar con el Otro Mundo porque es literalmente lo que hace. Es decir, no se sienta a imaginar y escribir, a especular sobre si hará una cosa u otra, y luego se dedica a cambiar la historia las veces que haga falta. No. Se acuesta y, en el momento de la duermevela, antes de caer rendido, es como si una gran pantalla se iluminara ante él y asistiera, como en una sesión de cine, a la historia que, al día siguiente y recordándola perfectamente, se limitará a copiar sobre la hoja en blanco. Su imaginación o tal vez su mística conexión con alguna clase de universo paralelo (ya puestos...) le permite asistir al desarrollo de toda la acción, prácticamente completa. De esta manera, Barby no conoce más que uno de los grandes sufrimientos del escritor: el de llevar sus historias al papel, esa sensación de un largo, inmenso parto, en el que la criatura empieza a asomar con la primera palabra pero no termina de nacer hasta que se escribe la última letra..., y eso genera una ansiedad creciente en el autor, mayor cuanto más tarda en salir todo lo que debe salir. El otro gran sufrimiento, previo a éste y que no afecta a todos los creativos, es el de poseer la idea más o menos completa de lo que uno va a redactar pero al mismo tiempo carecer de algunos detalles fundamentales, de ciertas piezas sin cuyo concurso el texto sabemos que queda cojo, maltrecho, sin terminar, y que obliga a revisarlo una y otra vez angustiosamente en busca de las piezas perdidas del rompecabezas. Como escritor, he de confesar que personalmente me sucede algo parecido: puede que no llegue a ver la idea completa cuando empiezo un texto como le pasa a Barby pero, una vez en marcha, es como si me limitara a transcribir una secuencia que se desarrolla mentalmente ante mí de manera fluida, protegida por su propia lógica y con independencia de mis deseos respecto a los personajes. Quizá conectamos ambos con el mismo multiverso... 

El segundo punto que me llamó de manera especial la atención en la entrevista con Barby es su afirmación rotunda de que nunca ha leído a sus 
contemporáneos, por temor a resultar influenciado por ellos y que algún día le pudieran acusar de copiar personajes, temas o incluso argumentos. Yo también padezco el mismo tipo de resquemor aunque no actúo de manera tan radical. Sí confieso que no suelo leer a mis contemporáneos..., en los mismos géneros en los que escribo. Por ejemplo,
recientemente leí la muy entretenida Corazón oscuro de León Arsenal y disfruté con sus aventuras medievales en torno al incidente del corazón perdido del verdadero Braveheart en el asedio de Teba. Pero no me agrada (aunque el gozo literario siga existiendo cuando las tengo entre mis manos) leer sus historias de Ciencia Ficción porque temo apoderarme inconscientemente de algún fragmento de su obra y luego reflejarla en la mía. Todo esto puede sonar un tanto infantil visto desde fuera. Al fin y al cabo, estamos influidos por un montón de circunstancias diarias que se despliegan a nuestro alrededor y nos influyen, queramos o no. Sin embargo, esta forma de ver las cosas tiene que ver con el ansia de originalidad, de creatividad personal, de marcar un estilo propio e individual que probablemente nunca llegue a existir después de todo pero..., ¡qué diablos! ¡La búsqueda de la excelencia tiene estas manías, tan épicas y absurdas como otras!

Bien, el caso es que entre razonamiento y razonamiento sobre libros ajenos, hoy voy a hacer una excepción en mi política de no leer y mucho menos hablar acerca lo que tengo a mi alrededor (entre otras cosas porque luego siempre hay quien se queja de que por qué hablas de uno y no de otro...) para recomendar una novela que acabo de terminar: La revolución secreta, de Claudio Cerdán (Editorial Alrevés). Lo hago porque me ha parecido una de las mejores novelas de autor español que he leído en esta temporada y, sin duda, la mejor con diferencia de este colega de aspecto distraído y pluma como bisturí que un día decidió dejarse bigote para que le tomaran de una vez por todas en serio cuando pedía un whisky doble en la barra. Claudio empezó en la Ciencia Ficción publicando un par de novelas que pronto le convencieron de que por ese camino iba mal si lo que pretendía era vivir de su obra escrita (ese oscuro objeto del deseo o, más bien, ese oscuro objetivo de todos los que antes empuñábamos la pluma y ahora nos enfrentamos al teclado del ordenador, sobre todo cuando contamos historias de cf) así que sobre la marcha saltó de 
tren igual que antes que él lo hicieran otros ilustres del género (como César Mallorquí, que encontró su exitoso destino en la Literatura Juvenil o el propio Arsenal, que lo hizo con la Histórica) si bien en su caso optó por la Literatura Negra. Con su primer texto en este nuevo territorio, El país de los ciegos, ganó el Premio Novelpol a la mejor novela negra del año, además de ser finalista del Lengua de Trapo y del Silverio Cañada. Después llegaría Cien años de perdón, otro finalista en este caso de los Premios LeeMisterio.com y del Novela Pata Negra de Salamanca. El tercer texto policíaco, igualmente finalista en este caso del Valencia Negra, fue Un mundo peor. Para entonces, nuestros caminos se habian cruzado gracias a España Negra, la antología dirigida por Pablo Sebastián en la que publicamos nuestros respectivos relatos junto al resto de los Plumas Negras.

Durante la gira de presentación de aquella antología, creo que estábamos en Palma de Mallorca, Claudio me confesó que tal vez se había equivocado al renunciar a su puesto de trabajo "normal" para hacer realidad su sueño de ser un escritor profesional. Veía la dificultad de ganar el suficiente dinero como para vivir holgadamente de ello (le remordía la conciencia tener que depender económicamente de su pareja) en un país como España donde el uso más común que se le da a las palabras no es para disfrutar de ellas sino para arrojárnoslas unos a otros en forma de insultos, chismes y descalificaciones. Casi todos (dejo el "casi" como un complemento un poco tonto) los escritores que participábamos en aquella antología nos veíamos obligados a trabajar "de otra cosa" (generalmente, en el Periodismo) para ganarnos las lentejas diarias y dedicar el poco tiempo libre de cada cual a nuestro verdadero (y mal pagado) oficio sentimental, el de escritores. Traté de animarle citándole el caso de los autores (pocos, pero alguno hay) que se la habían jugado a esa carta de dejarlo todo por la escritura y al final, aunque siendo una jugada arriesgada, les había funcionado bien. No recuerdo si logré tranquilizarle porque, igual que en el resto de destinos promocionales, cerramos la jornada al estilo "autor español" (que es más o menos similar al estilo "actor español" en cualquier sarao equivalente), o sea comiendo y bebiendo (y riendo si es posible) en el restaurante de moda..., y tonto el último.


Cuando recibí por correo La revolución secreta, fue una sorpresa para mí. Primero, porque Claudio se hubiera pasado a la Histórica. Segundo, porque precisamente en los últimos tiempos he estado leyendo material relacionado con la época en la que está centrado el argumento (que siempre me ha parecido tan interesante como mal explicada, en especial en los textos españoles). Inicialmente, coloqué la novela en uno de los tres o cuatro montones de libros "urgentes para leer" que adornan mi piso en el campus de la Universidad de Dios (y que Mac Namara se divierte desmoronando y mezclando con otros títulos que ya he leído) y ahí se quedó durante algunas semanas mientras terminaba alguno de los seis o siete textos que leo al mismo tiempo según las circunstancias (hay libros que se leen bien en la cama antes de dormir, otros son perfectos para llevar en el metro o el autobús, unos terceros son como delicatessen que hay que devorar con extrema lentitud...). Confieso que ya me había olvidado de la existencia de La revolución secreta (igual que del resto de libros urgentes, cuya urgencia recuerdo de inmediato al verlos de nuevo) cuando hace unos días me tropecé con él en lo alto del montón de obras (milagrosamente, Mac Namara lo había respetado) y, sin pensarlo dos veces, lo tomé y empecé a leerlo allí mismo. Me enganchó en aquel mismo instante, y ya no lo solté hasta terminarlo.

La revolución secreta es fiel al estilo habitual de su autor, desnudo y completamente despiadado (de hecho, suele tratar a sus personajes como si  fuera un cenobita de los de Hellraiser machacando a los poseedores de una caja de Lemarchand), capaz de crear una situación con escasos recursos descriptivos y dejando simplemente que los bien dibujados protagonistas de sus historias fluyan con naturalidad en medio de un decorado austero. En este caso, la Rusia desangrada por la guerra civil que desató la revolución soviética, inmensamente fría por el invierno, inmensamente blanca y desolada en sus paisajes nevados, inmensamente sangrienta y cruel ante la devastación de la guerra. Inmensa, como es Rusia. En medio de tan apabullante panorama, se mueven como hormigas los principales y desagradables héroes del cuento: tratando de cumplir su propósito de llegar indemnes al hormiguero pero pisoteadas y aplastadas casi aleatoriamente por un coloso que no conocen y cuya acción en un momento dado apenas pueden intuir...  Uno de los puntos fuertes del texto es la mezcla o bastardización de géneros, eso que ahora se llama fusión, que funciona estupendamente, lo que tampoco es sencillo de conseguir. La mayoría de los libros que he leído en los que su autor busca el éxito tocando varios palos al mismo tiempo con la esperanza de que al menos uno o dos le gusten al lector suelen ser decepcionantes porque resulta muy complicado caminar por cuatro o cinco senderos al mismo tiempo: queriendo contentar a fans de distintos géneros, lo normal es no contentar a ninguno. Sin embargo, en este caso la mezcla de Histórica con Negra con Terror y unas gotas de Fantasía engrasa los ejes de la carreta y le da una velocidad que da gusto, sin chirriar ni siquiera en los momentos más delirantes de la historia.


El principal protagonista es Aleksandr Strahov, un oficial del Ejército Blanco recién ascendido a capitán y al que prometen una mayor graduación si es capaz de frenar la ofensiva roja en una miserable aldea perdida en medio de la inmensa (¿lo he dicho ya?) Rusia. Strahov es una de las claves de la novela porque se trata de un personaje muy bien construido y que demuestra la documentación de Claudio para esta novela, en apariencia minimalista, pero en la práctica muy eficaz. Es el perfecto prototipo de oficial de carrera europeo proveniente de una familia de estirpe militar y habitualmente con tierras, más o menos emparentada con la nobleza. Es serio, legalista, patriótico, valiente, frígido, inteligente y desdeñoso con los inferiores. Un verdadero burgués armado y entrenado para la guerra..., y orgulloso de dedicarse a ello. Un tipo realmente muy común en la Europa de comienzos del siglo XX en el Reino Unido, Francia, Italia, incluso Rusia..., aunque en las películas y los libros de siempre sólo suele aparecer este modelo de personaje identificado con los Junkers de Alemania y en pleno proceso de transformación hacia el nacionalsocialismo. Strahov acepta encantado la misión, aunque conoce las dificultades de la misma y el hecho de que tendrá que cumplirla enfrentándose a un problema añadido: los bestiales asesinatos cometidos, tanto entre sus unidades militares como entre la población civil, por uno o varios salvajes que se mueven a sus anchas por los escenarios de la guerra, el hambre y la miseria. Sus crímenes parecen en un principio cometidos por un hombre lobo y, más tarde, por un grupo de satanistas y, más tarde aún, por un grupo de hombres lobos y satanistas al mismo tiempo y, más tarde..., no lo voy a contar porque reviento el final.

La otra gran clave de la novela es una extraña pareja de una fuerza arrolladora que trabaja casi diría que de forma gestáltica. Está compuesta por el Maestro y el Aprendiz. El primero es un violento y sarcástico cazador de monstruos que ha recorrido todo el mundo envuelto en su propia cruzada personal para liberar al mundo de la presencia de Satán y sus criaturas y que además hace profesión de fe con sus propias armas, que incluyen una dentadura metálica para mejor desgarrar al engrendro de turno. Se puede describir con facilidad: un Rasputín con katana. El segundo, como su nombre indica, sigue fielmente los pasos de su profesor y es como un Maestro en chiquitín, un miniyo más aterrador aún si cabe porque demuestra una eficacia asesina, un sectarismo y una frialdad similares al de su mentor pero encarnado todo ello en el cuerpo de un chaval preadolescente... El Maestro (y su Aprendiz) trata durante todo el libro de mantener la alianza con Strahov, que no le soporta, para cazar y destruir al hombre lobo. A él no le interesa la guerra más que como escenario en el que los monstruos pueden manifestarse con mayor facilidad por la discreción que conlleva la abundancia de muerte y destrucción. Pero el oficial zarista no cree en ese tipo de criaturas. Está más bien convencido, con su propio fanatismo racionalista, de que aquello con lo que luchan sólo parece un  hombre lobo, pero no lo es.

Hay varios personajes más que adquieren diversos grados de protagonismo, además de varias subtramas complementarias que arman la novela como el viejo truco de un tesoro escondido, un viejo enfrentamiento con un antiguo amigo o la existencia de ciertos grupos desconocidos, además de la propia marcha de la guerra civil..., pero el pulso básico es el que mantienen Strahov y el Maestro. ¿Quién de los dos tiene razón? ¿Luchan contra una superstición hecha carne o contra alguien aún más gélido emocionalmente que ellos dos juntos que emplea la imagen de esa superstición para sus desconocidos propósitos? Hay que leerlo hasta el final para descubrirlo.

Por cierto que hay un par de detalles más de la novela que a mí personalmente me han encantado, aunque no sean especialmente relevantes. El primero de ellos, ponerle un título a cada capítulo. Cuando yo era más joven (en esta reencarnación) las novelas tenían su título y, en la mayoría de ellas, cada capítulo tenía el suyo. Esa costumbre no sólo servía para reconocer mejor en qué parte del libro se había dejado la lectura la vez anterior en una época donde no existían tantos marcapáginas vendidos como objetos de regalo, sino para resumir los capítulos leídos y saborear con anticipación los que uno estaba a punto de leer. En la medida de lo posible, he intentado mantener esa costumbre en mis propias obras, porque eso de titular simplemente Capítulo 1 o, lo que es peor, I, me parece literariamente escuálido. Pues bien, Claudio hace también lo propio y titula, con mayor o menor acierto pero los titula, cada uno de los capítulos de la novela... El segundo detalle es el final con Efecto Connery. La primera vez que escuché esta expresión fue hace ya unos cuantos años al colega periodista y literario Julián Díez, en referencia a la espectacular (e inesperada) aparición final de Sean Connery interpretando un breve cameo como rey Ricardo Corazón de León, en plan deus ex machina en la pésima versión de Robin Hood rodada en 1991, en la que Kevin Costner usurpa el papel del inmortal arquero del bosque de Sherwood. Estos finales inesperados y fuera de contexto he de confesar que me fascinan y yo mismo los he utilizado más de una vez sobre todo en mis relatos cortos, aunque sé perfectamente que no todo el mundo los aprecia..., más bien todo lo contrario. No obstante, son una guinda divertida para un pastel.
 
Y, en el caso de La revolución secreta, para un sabroso pastel histórico relleno de sangre, miedo y vísceras.
 









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